Dom 05.05.2002

SOCIEDAD  › TRES CHICOS QUE PASARON POR INSTITUTOS HABLAN DEL CAMINO HACIA EL DELITO

Aprender lo malo

El debate político en torno de los menores y la inseguridad se centra actualmente en las propuestas para bajar la edad de imputabilidad a 14 años. Pero es en el interior del propio sistema donde los menores van formándose en el delito.
Aquí, tres chicos que ahora están en un Centro de Contención en Moreno cuentan cómo recorrieron ese camino donde “se aprende lo malo” y “se sale resentido”.

Dejó padre, madre, abuelos, hermanos, el barrio, la esquina, los amigos que había hecho en Grand Bourg, cuando tenía 11 años. Dejó, dice, porque ya lo habían dejado a él, porque “ninguno de los grandes” que lo rodeaba quiso o pudo cuidarlo. “No me gustaba lo que hacían, yo no existía para ellos.” Pasó entonces a vivir con unos tíos. No lo aceptaron. Había poco y eran muchos. Entró entonces en un “colegio”, el primero de su vida, donde comenzaría un itinerar incesante por las instituciones asistenciales y penales para menores tutelados. Casi diez años después la historia de Claudio, el muchacho que en soledad levanta pesas en el patio del Centro de Contención de Moreno, muestra cómo la relación con el delito, originado por las condiciones sociales, se reproduce al entrar en el círculo vicioso de las instituciones. En el mismo lugar que Claudio vive Orlando, ladrón de autos, con apenas 15 años, por primera vez internado. Y Daniel, de 17, detenido por disparar su pistola en el asalto a un restaurante contra un policía que acababa de volar la cabeza de su compinche. Palabras como muerte, verdugueo, hambre, abandono, tiros, pelea suenan en el fondo de sus relatos. En sus historias se evidencia lo perverso del sistema en el que, como ellos mismos dicen, “se aprende lo malo” y “se sale resentido”.
La casa, en la que conviven 16 chicos parece, desde la vereda barrosa, una comisaría. Con las ventanas cubiertas de enrejados de acero el Centro de Contención de Moreno es uno de los lugares pensados para chicos con primera causa penal y para aquellos que habiendo pasado por institutos de máxima seguridad están próximos a la reinserción social. Y por eso estos chicos pueden soñar con salir del lugar habiendo cumplido con sus penas. O sea: el razonamiento que siguen, aguantándose las ganas de escapar de un lugar abierto, es que después de pasar tanto tiempo encerrados y de soportar las condiciones del encierro, es inútil seguir fugándose y perpetuar los efectos del sistema en ellos mismos. Página/12 accedió a la institución, previa autorización del director del lugar, Rodolfo Gómez, la Subsecretaría del Menor y de los tres jueces de quienes dependen los adolescentes bajo el compromiso de preservar sus identidades. “Es bueno aclarar que trabajamos en condiciones difíciles. La mayoría de estos centros funcionan por el compromiso de quienes trabajan en ellos, que terminan poniendo su propio dinero para afrontar hasta los útiles escolares de los que van a estudiar”, dice Gómez.
Los verdugos
El Centro de Contención tiene un hall como el de una escuela. Es por algo que se usa el nombre de “colegio” para definir un instituto: en la arquitectura de los sitios usados para encerrar a los pibes hay algo de eso, espacios grandes, pasillos, aulas que son piezas, con hileras de cuchetas como en los regimientos y en las cárceles. En el hall un pibe pálido, con acné y cubierto como por una túnica con una de las tantas remeras de clubes de fútbol europeo pasa el trapo por el piso. Siguiendo hay un comedor de mesa larga y algunos bancos escolares. En un extremo, empotrado en la pared, un televisor encendido. Sólo frente al partido amistoso entre Argentina y Alemania, Daniel parece hipnotizado. El comedor da a una especie de patio al que a su vez dan las piezas. De las piezas, donde duermen de a cuatro, salen algunas medias, algunos calzoncillos colgados para secarse. Claudio parece un boxeador solitario aislado en el fondo hecho de cemento y alambrado alto, bajo el sol de las cinco de la tarde. “Siempre he estado solo”, dice. “Y siempre he sido verdugueado”, que es la manera de decir que se ha sido torturado, vejado, escupido, insultado, golpeado a mano abierta o cerrada, sin poder jamás oponer más que la resistencia que la fuerza adquirida mientras se crece en los institutos. “Entré sin saber nada, adentro aprendí todo”, repasa.
–¿Qué era lo que no sabías?
–Mis tíos me llevaron a un colegio a Luján y no los volví a ver nunca más, estuve tres años. El lugar era muy feo, muy triste. Yo antes no sabía drogarme, no sabía lo que eran las pistolas; ahí había una y la armábamos y la desarmábamos. Era una casaquinta y como era grande íbamos a practicar tiro al campo. Aprendí a fumar porro, cómo pegaba la merca.
El primer día, con sus 11, todavía enclenque, y “sin calle”, Carlos fue recibido por el director y le asignaron uno de los pabellones. “Eran como treinta camas. Eran chicos de diez a 21.” Enseguida supo que había reglas, que algunos robaban. Pasó el tiempo y los tíos no aparecieron. Carlos se acostumbró, cuenta, a no esperar a nadie. “A veces había pibes que estaban mal porque no venía la madre. Y yo estaba piola. Uno me decía siempre: ‘vos no tenés sentimientos’. Pero no es así. Yo no le pasaba cabida a la tristeza porque no sirve para nada, podés sobrevivir solo.”
–¿Cómo se sobrevive?
–Peleás. Es según: en el colegio de menores con las manos, en los penales con cuchillo. Yo me hice respetar en todos lados peleando. La primera vez me pidieron las zapatillas en el Roca. El que te las pide lo hace para hacerte quebrar de entrada, para ver si andás robando, para probarte cómo sos, si dormís en la jugada, si sos pillo, si sos débil.
Los caídos
“No sé por qué me puse a robar, digamos que yo en esa época no pensaba en nada...”, piensa ahora Daniel, 17, cayendo desde los 14, pero portándose bien para vivir en la casa de Moreno y no en las celdas individuales del Almafuerte. “Será porque faltaban cosas en mi casa para comer, que no había ropa para mis hermanos, que con mi hermano más grande salimos a poner caño”, arriesga. Dice que eran muy unidos, hasta que se le fue. “Lo mataron a él y a un compañero, pero de eso no quiero hablar porque no voy a ponerme a llorar adelante tuyo.” Cada chico ladrón que ha circulado por los vericuetos del sistema de minoridad tiene uno o más muertos por los que llorar.
Si Daniel se pusiera a contar, saldrían más muertos de su memoria, dice. Y también el que mató él mismo. Daniel y dos “compañeros” entraron a robar un restaurante de Lanús. En el centro del salón “había dos oficiales que estaban comiendo”. “Si se hubieran quedado tranquilos... Si no se hubieran alborotado... Pero sacaron sus armas y le entraron a dar. Le pusieron un solo tiro en la cabeza a un compañero. Todo duró menos de un minuto.” El apuntó con un “cuatro y medio”, que es un calibre 45. También a la cabeza. “Uno no anda pensando en matar, pero éstos dispararon. Pude escaparme, y para no meter a mi familia en líos me fui por ahí.”
Antes de esa muerte, por la que más temprano que tarde terminó cayendo, Daniel ya había pasado por los institutos San Martín, Aráoz Alfaro y Almafuerte, el peor de los de máxima seguridad. El también tuvo que defenderse. “Adentro te tumberean: te quieren hacer lavar, que les hagás de todo y que te dejés hacer. Entrás y tenés que pelear con el que viene a faltarte el respeto. Siempre te mandan a uno para ver cómo reaccionás. La primera vez vino un gil a decirme que yo en ese pabellón no iba a vivir, que no me querían ahí. Ahí me paré de manos. No te queda otra.”
–¿Qué hacen los celadores cuando se arman las peleas?
–Te dejan pelear hasta que te ven todo sangrado, hasta que ya no das más. Ellos están en una celda, como una pecera, todo el tiempo ahí adentro y cuando salen es para darte con todo. Te tratan como a un perro. No sirve para nada estar adentro, sirve para lo peor de todo.
Sin embargo, Daniel persevera en el Centro de Moreno y no tiene intenciones de fugarse. “Te comés un homicidio y todo te empeora, hasta que te matan o hasta que te dejan adentro por la mitad de la vida –piensa–. Ahora no me quiero ir. Como la causa sigue abierta, me paran por averiguación de antecedentes y voy a parar a un instituto cerrado.”
El cansancio
Y persevera también Claudio, después de 9 años de institutos y de robar negocios, supermercados o chalets familiares. “Los agarraba en la vereda cuando entraban el auto. La mayoría de las veces apavuran de toque, entran a la casa y te dan todo.” Hace casi dos años que está internado. Fue progresando y pasando de máxima seguridad a institutos más abiertos. Hoy es el único que puede salir durante un rato, a la tardecita. Por eso la entrevista promedia y él se va metiendo en la ducha. Visitará a su novia, una chica del barrio con la que pasean hasta una plaza cercana. “Me mandé las mías, pero me gustaría vivir otra vida. Me puse a pensar que me pueden bajar como a un chorlito. Porque a mí me mataron un pibito. Era un compañero: la policía lo bajó del coche y le pegó un tiro en la cabeza. Veníamos en su Renault 12 de la villa Cobo, entramos y nos pusieron la lancha de frente. El tipo dijo: ‘vos bajate’. A mí no me conocían. Lo hicieron arrodillar, le tiraron y a mí me dijeron ‘vos tomátela’.”
Es como si finalmente concluyeran que es inútil seguir poniendo el cuerpo. Como si pudieran salvarse de seguir cayendo, de volver a las cárceles de mayores, donde Claudio estuvo porque se hizo pasar por un adulto para “zafar” de sus delitos como menor. “Pasé tres meses en Batán. Salí antes, que si me hubieran enganchado con todas las causas de menores que tenía...” “Caés en cana, tenés que andar cagándote a piña o a puñaladas, tenés que cagarte a tiros con la gorra. No quiero saber más nada.” El 24 de agosto Claudio cumple 21 años. Ese día quedará libre. Todo su dilema consiste en saber cómo hará para conseguir un trabajo. Fantasea con la idea de convertirse en orientador de un centro de recuperación de adictos. Le escribió una carta a la subsecretaria Irma Lima, pidiéndole que lo nombre, que le dé una oportunidad, que si de algo sabe él es de instituciones y de cómo dejar las adicciones.
A Orlando, de 15, el más chico de los tres adolescentes que entrevistó Página/12, le enseñaron a robar autos a los 13 años. Aprendió a manejar un Fiat 600 con un amigo de la escuela cuyo padre era pirata del asfalto. Su padre no era “ni siquiera chorro”, dice. “Era un zarpado que le prendió fuego la casilla con mi mamá embarazada adentro.” Por eso anduvieron mudándose de rancho en rancho con su madre y sus cinco hermanos. Hasta que se establecieron en Moreno. Cuando cayó preso, hace un mes, lo pasearon por Mercedes, comisarías, Zapiola y La Plata. Al final, para que esuviera cerca de su familia, lo asignaron a Moreno. Asiste a un curso de computación y a las seis de la tarde va a dejarle la comida a un ciego. Para allá iba cuatro días antes de esta nota, cuando en el camino se lo cruzó, después de mucho tiempo, a su padre. “No me reconoció –dice–. No supo ver que era su hijo. Me agarré mucha bronca, mucha tristeza, pensé cómo no va a reconocer a su hijo, si encima iba fresco, y yo siempre usé el pelo corto, pero él no se paró a saludarme.”
Hay mil motivos por los que Orlando prefiere no fugarse. “Hice una promesa de quedarme: no quiero ir de institución en institución. Y no quiero terminar muerto.” El no ha visto la muerte tan de cerca como los otros chicos. Sí ha debido comerse golpes en las comisarías. “Te esposan, te levantan la cabeza y te muelen con las manos para que no se marque. Si quieren sacarte un dato ponen cumbia fuerte y arriba te gritan que te van a dar máquina.” Además de la violencia perpetuada de una y mil maneras en sus cortas vidas, el ánimo de lo que los pibes chorros llaman “rescatarse” es quizás lo que más una a las tres historias. Salir de la trampa en la que las condiciones materiales de sus vidas y las de sus padres los han metido es ahora una especie de reto. Aunque no puedan asegurarse el futuro, aunque no pueda asegurarlo nadie. Orlando dice, jura, que prefiere llevarle la comida al ciego, bajo la lluvia, enterrando las únicas zapatillas en el barro, durante un tiempo largo. A pesar de lo fuerte que se sentía cuando salía a robar autos. “Es un bajón porque cuando te subís a esos autos no te querés bajar más, porque la verdad es que nunca vas a tener uno propio, entonces te da emoción manejarlo.”
Pequeño, con acné y con unas esperanzas que conmueven más que a cualquier importado, Orlando reitera su promesa. “Si termino la escuela, me pongo a estudiar veterinaria –dice–, porque me gustaría cuidar animales.”

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