SOCIEDAD
› OPINION
El mensaje de los cuerpos
› Por Mario Wainfeld
A diario los medios de difusión, muy especialmente la tevé, nos propinan imágenes generadas en todas las latitudes con el ostensible (a menudo logrado) designio de suscitar nuestras emociones más primarias: ternura, indignación, deseo, temores.
Un bebé de hipopótamo nacido en un zoo de Berlín nos arranca una sonrisa. Un pingüino empetrolado dondequiera suscita una lineal bronca ecologista. Una multitud de un recóndito país tercermundista cuya prosapia ignoramos, volcando un auto, quemándolo y saltando alrededor nos evoca (nos asusta con) la irracionalidad de las turbas. Y así. El calidoscopio permite una aprehensión veloz y emotiva, pero su velocidad, su transitoriedad lo tornan ininteligible, allende la primera reacción pasional.
El filósofo vasco Daniel Innenarity llama “globalización sentimental” a ese proceso que detona sensaciones epidérmicas, pero no conlleva una traducción política, racional, enderezada a la acción.
Claro que hay excepciones a esa tendencia huera de ideología, generadora de imágenes sin sentido. En estas semanas se han visto dos, por doquier, en cualquier tevé del globo.
Los últimos días de Terri Schiavo fueron, entre otras cosas, un fenómeno mediático digno de observación. La administración Bush transformó un tópico privado como pocos en político. La prolongación de la “vida” de Terri fue una bandera ideológica. George Bush es un convencido político de derecha, consistente defensor de intereses tangibles y de un plexo cultural bien denso. Su dura ética fue el nodo de la campaña presidencial del año pasado, de la cual la invasión a Irak resulta sólo un (congruente) capítulo. Y lo plebiscitó una pasmosa cantidad de Homeros Simpson. Frente al caso Schiavo, Bush no tenía de su lado a esa mayoría, ni al sistema institucional de su país. George W. no es apenas un demagogo veleta y por eso jugó fuerte, contra los sondeos de opinión.
Algunas imágenes de Terri estando “bien” con visajes que podían remedar sonrisas fueron un recurso tan brutal como banal de una ideología que también lo es. Una ideología que no aspira a la plena coherencia sino a la imposición de sus valores. Tan es así que puede predicar el respeto a las leyes naturales y, sin ruborizarse, prolongar artificialmente los signos vitales de un cuerpo inerte.
Todo fundamentalismo que se precie, anuncia (sin aceptar prueba en contrario) la existencia de un plan divino aplicable a creyentes y profanos. Ninguna lógica, ninguna racionalidad pueden entorpecer ese plan ni las tácticas de sus intérpretes terrenales.
El sufrimiento del papa Juan Pablo II en las recientes semanas fue también un mensaje pleno de sentido expandido por los medios, a la vasta grey católica y a quienes no la integramos. El dolor del hombre Wojtyla es inevitable, pero su mostración es una decisión vaticana, comunicada en imagen a toda la humanidad.
Comunicadores de los mismos medios que exhiben y reiteran escenas del Papa luchando desparejamente con los límites de su cuerpo se indagan si es justo mostrar su sufrimiento o su calvario. La pregunta suena demasiado ingenua, pues su respuesta es patente. El padecimiento de Juan Pablo II integra el mensaje de su largo pontificado. La mortificación del cuerpo, la exaltación del sufrir son congruentes con sus posturas sobre la prevención del sida, la despenalización del aborto, el celibato sacerdotal, la libertad sexual.
Un perdurable debate entre católicos enfrenta a aquellos que se identifican con el Cristo que transitó entre los hombres, aquel que “anduvo en la mar” según la Saeta de Antonio Machado y el “del madero”, el del sacrificio incomparable, inalcanzable, superior a la dimensión humana. Por ponerlo en imágenes cinematográficas: entre el hombre apasionado, líder llegado el caso, de El evangelio según Mateo de Pier Paolo Pasolini y el del mensaje duro, estoico o despiadado de La Pasión de Cristo, de Mel Gibson. Juan Pablo II siempre tomó partido en esta disyuntiva, incluso en estos días terribles para su condición humana.
Hay quien dice que es Juan Pablo II quien ha optado por darle visibilidad a su padecer a través de los medios; otros arguyen que lo induce alguna burocracia vaticana. Fuera quien fuera quien la decidió, la difusión del martirio del cuerpo de Juan Pablo II propaga un mensaje concordante con el de todo su papado.
El es un hombre, por variadas causas, excepcional. Schiavo fue una mujer del común. Divulgadas en la compleja urdimbre de la aldea mediática, las transiciones de sus cuerpos tienen mucho en común.