Dom 06.01.2002

SOCIEDAD  › LA INCREIBLE HISTORIA DE DOS CHICOS CARTONEROS Y SIN DOCUMENTOS QUE LOGRARON GRADUARSE

El diploma de la calle

Sus padres los abandonaron en Salta. Aquí viven en la calle. Con 18 y 19 años, terminaron la primaria. Y en su casilla de Villa Lugano hay una PC. Mientras buscan reencontrar su origen, piensan en una beca para estudiar on line.

› Por Carlos Rodríguez

“Estuvimos navegando en Internet, buscando información sobre becas para estudiar en universidades on line de Estados Unidos.” La frase, acompañada por una mueca graciosa, rebota sobre las paredes de cartón, sobre el techo de chapa que se mantiene horizontal por su propio peso, dado que ni siquiera está clavado a la base. La pretensión de los dos chicos suena a fantasía, provoca incredulidad. Hace pocos días, Daniel Rojas, de 19 años, e Iván Paz, de 18, hermanos virtuales por razones que no tienen que ver con la cibernética, recibieron hace unos días su diploma de la primaria y el año próximo comenzarán un curso de tres años para obtener el título secundario, pero ya sueñan con más. Los chicos, nacidos en un pueblito de Salta, alientan su esperanza mientras viven en un proyecto de villa que se llama “La Dulce” sólo porque está cerca de la planta de golosinas de Suchard, en el barrio porteño de Villa Lugano. Los chicos pueden chatear gratis por Internet, pero carecen de un elemental documento que acredite su identidad y hasta desconocen el paradero de sus padres, que los dejaron al cuidado de un supuesto tío, bonachón pero “un tiro al aire”, que los crió como pudo, hasta que ellos lo abandonaron para venirse a la Capital Federal como chicos de la calle.
Daniel e Iván tienen problemas para estudiar, para viajar, para salir de noche, porque desde el punto de vista legal no existen. No tienen partida de nacimiento y, por lo tanto, nunca tuvieron cédula de identidad ni DNI. Pudieron estudiar porque el gobierno porteño instrumentó un Programa de Alfabetización donde nadie repara en esas formalidades y fueron aceptados como alumnos aunque sigan siendo invisibles para la ley. Por su “tío” Fernando Abalos, de quien ahora carecen de noticias, supieron la supuesta historia de sus vidas: nacieron de parto natural y sin asistencia profesional en una casa aledaña a la finca conocida como La Lucila, en Salvador Mazza, al pie de unos cerros, en la frontera con Bolivia, en una perdida localidad que apenas tuvo su minuto de fama por ser el epicentro de la reaparición del cólera. Todo fue tan casero que nunca los anotaron.
Los padres de Daniel se llamarían Horacio Rojas, oriundo de Salta, e Isabel Orias, nacida en Bolivia. Los de Iván serían Gualberto Paz e Inés, simplemente Inés; él era boliviano y ella salteña. “Eso fue lo que nos contó nuestro tío, que en realidad sería primo de mi papá, pero tenemos dudas porque él nunca nos daba detalle de nada y siempre se negaba a hablar del tema”, relata Daniel mientras encoge los hombros. Los dos chicos afirman que poco les importa el reencuentro con sus padres. “Por algo será que nos abandonaron. Ellos saben adónde nos dejaron y si nunca volvieron es porque no les interesamos”, dicen prácticamente a dúo, como desechando la ansiedad de un reencuentro. Por única vez en la charla parecen no expresar sus verdaderos sentimientos.
La entrevista tiene como escenario una habitación con menos solidez que una cáscara de nuez en medio de un maremoto. En la tabla que hace las veces de puerta han pegado una oblea del Censo 2001: “Gracias por responder”. El slogan oficial parece broma en el conglomerado donde viven unas 50 familias, sobre la calle Ferré, a una cuadra de la avenida Roca, muy cerca del Autódromo. La única garantía de seguridad en el lugar son dos perros pequeños: Maggie y Bernie Gómez, que deben sus nombres a dos personajes de los Simpson. Y se ajustan al modelo, porque Maggie es silenciosa como la menor de los Simpson, que todavía no habla, y Bernie es tan impresentable como el amigo borracho de Homero.
Iván recuerda que él fue el primero en venirse a la ciudad. Fue en 1997 y llegó acompañado por un amigo, Daniel, de quien luego se separó. Como no tenía documentación, tuvo que andar de polizonte en los dos micros en los que viajó, escondiéndose cada vez que subían los gendarmes, que son rigurosos en el control de todos los vehículos que transitan por la frontera con Bolivia. En la Capital Federal buscó refugio en la villa 1-11-14, en el Bajo Flores, donde quedó al cuidado de Elsa, otra tía postiza a la que llegó por medio de su tío salteño. Dice que tuvo “mucha suerte” porque al poco tiempo consiguió trabajo en una fábrica propiedad de inmigrantes coreanos, muchas veces denunciados por los abusos cometidos contra trabajadores indocumentados. Su tarea era la de estampar dibujos sobre remeras, con una paga de 400 pesos por trabajar, todos los días del año, de 8 a 18. Apenas tenía 14 años, pero fue la mejor etapa de su vida, al menos en el plano laboral.
Tiene dos versiones distintas sobre las razones por las cuales perdió el empleo. La primera porque le exigían el CUIT, al que no podía acceder por falta de documentación. La segunda versión parece también creíble: hincha de Boca, se fue a ver un partido de 1998, un cero a cero con Independiente que consagró campeón del año al equipo de la Ribera, superando una sequía de seis años sin títulos. “Valió la pena”, dice Iván, cuyo futuro –según sus amigos o maestros– podría pasar por el diseño gráfico “y también por el fútbol, porque juega muy bien”, acota Daniel. De todas formas hubiera perdido aquel trabajo porque los coreanos poco después pidieron la quiebra y la fábrica textil cerró.
Daniel se vino en 1998. Iván lo fue a buscar porque siente que tienen “un origen y un destino en común”. Las frases que arman, sus conocimientos sobre cultura general, asombran a Fátima Cabrera, una de las coordinadoras del Programa de Alfabetización que estuvo presente en la entrevista. Tal vez por el hecho de estar juntos, ese viaje fue “muy tranquilo” y los gendarmes ni subieron al micro de la empresa Almirante Brown. Cuando llegó a la ciudad, Daniel se levantaba todas las mañanas y se iba hasta Vélez Sarsfield y Zepita, en Barracas, para conseguir gratis los clasificados. Finalmente obtuvo un puesto de cadete en un supermercado de Parque Patricios. Le pagaban 25 pesos por semana, pero la dicha de tener un empleo le duró apenas ocho meses. Ahora los dos trabajan como cartoneros, pero las medidas póstumas del ex ministro de Economía Domingo Cavallo los dejaron una vez más fuera del sistema. “Nos quieren pagar con cheque, pero para eso tenemos que juntar cartones por un monto mínimo de 100 pesos; una tonelada de cartón, una cantidad imposible.” Por eso ahora viven del trueque, cambiando cartones por alimentos.
Ellos vivieron en una casa que la tía Elsa alquilaba en la villa del Bajo Flores. A comienzos de este año fueron desalojados y se instalaron en el trazado original de la villa La Dulce, en unos terrenos supuestamente fiscales que hasta tenían un alambrado perimetral. El 16 de julio pasado fueron desalojadas las 110 familias que entonces vivían allí y las casillas que habían levantado fueron destruidas por la policía. Un amparo judicial les permite, todavía, sobrevivir a un costado del asfalto de la calle Ferrer, en lo que podría llamarse la vereda de la intemperie. Tienen una sola canilla con agua potable para las 50 familias que quedan y los baños químicos que les había instalado el gobierno de la ciudad están al borde del colapso. En ese lugar, a pesar de todo, sueñan.
Daniel e Iván también encontraron contención en la Parroquia Nuestra Señora de Pompeya, donde recibieron la confirmación y donde hicieron buenos amigos. Uno de ellos les regaló una vieja computadora en desuso. La trajeron al barrio en bicicleta, en dos viajes. Otro amigo “configuró gratis el sistema que se había caído”. La conexión a la red eléctrica es un secreto que nadie quiso revelar. Cuando quieren navegar por Internet se tienen que trasladar al Centro de Gestión y Participación número 5, en Centenera 2902, donde deliran con hacer cursos on line.
El acceso a la tecnología lo tuvieron este año, cuando terminaron la primaria en la sede de la Dirección de Defensa Civil de Villa Soldati. La coordinadora Fátima Cabrera dice que los dos tienen “muy buen concepto” como alumnos por quien fue su maestra, Lucrecia Reig. Al principio les daba vergüenza “saber mucho menos que el resto de los alumnos”, pero después asombraron a todos con su inteligencia y su facilidad para estudiar. En Salta, el “tío” Fernando les había enseñado a leer y a escribir. Desde entonces son lectores voraces. Sin embargo, en los primeros tiempos, lo que los llevaba al aula era el té con leche, el pan y la mermelada que servía todas las tardes la señorita Lucrecia.
Hoy, mientras Iván se destaca en los trabajos manuales, Daniel es bueno en matemática. Los dos quieren seguir estudiando para “recuperar el tiempo perdido y poder tener un futuro mejor, con un trabajo que nos permita vivir mejor”. El conocimiento no sirve para aclarar el pasado. El tío Fernando les habló de sus presuntos orígenes, pero ellos dicen no estar “seguros de nada”.
Para sus maestros y compañeros de curso, su historia parece ligada a la de tantos niños desaparecidos durante la dictadura militar. Daniel, por referencias, a falta de papeles que lo certifiquen, dice que nació el 18 de julio de 1982. Iván, el 1 de abril de 1983, en los últimos tiempos del proceso. Todos sus maestros, y hasta ellos mismos, parecen esperar que después de publicada la nota aparezcan los rostros desconocidos de mamá y papá. Ellos no los van a esperar pacientemente en la ¿casa? de la calle Ferré. Van a andar por allí, tratando de alcanzar el futuro a bordo de una bicicleta que pretende tener alas.

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