Dom 05.06.2005

SOCIEDAD  › OPINION

El miedo y la libertad

Por María Carman *

Uno podría aducir que en el barrio privado existe una ausencia de sorpresa, expresada tanto en decisiones éticas –el deliberado autoencapsulamiento que impide el encuentro con los “desheredados” de la bonanza capitalista: sin techo, mendigos, cartoneros– como en decisiones estéticas, la homogeneidad estructural de las fachadas. El azar, sin embargo, podría cruzar nuestro destino con, por ejemplo, una liebre. ¿Pero es la liebre la única sorpresa posible en la inercia nocturna (o el predecible movimiento diurno) del barrio cerrado? Ciertamente no. Entre bambalinas trasciende el desasosiego de los vecinos frente a los inadmisibles atropellos de adolescentes del propio barrio, fundamentalmente hurtos. Se trata de un mensaje en cuya traducción no se ahonda, como tampoco se denuncia a las autoridades policiales, sino que se resuelve dentro de las instancias disciplinarias internas del barrio. En uno exclusivo de Pilar, por ejemplo, unos adolescentes habían arrojado simbólicamente los aparatos electrónicos que habían hurtado (televisor, video) dentro de una bañadera llena de agua de otra casa.
Luego de este episodio perturbador (sumado a la misteriosa desaparición de una costosa computadora portátil en otro domicilio), algunas vecinas del barrio me comentaron que comenzaron a cerrar con llave la entrada de sus casas, que antes permanecían abiertas. Lo interesante es que si bien fue comprobado que estos delitos fueron cometidos por los adolescentes del propio barrio o sus amigos no residentes, las únicas que fueron sometidas a requisas intimidatorias a la entrada y salida del barrio fueron las empleadas domésticas. Una empleada doméstica de un barrio cerrado me relató cómo estaba obligada a declarar, en la entrada del barrio, los objetos personales con los que acudía a trabajar a las casas: sus libros, CDs, etc. En caso de que olvidara declararlos, ya había tenido repetidos problemas por la suposición automática por parte del personal privado de seguridad de que los había sustraído de la casa en cuestión, con lo que sólo lograba salir de la fortaleza privada cuando su “patrona” intercedía. Un colega antropólogo también me comentó cómo, viajando en la combi de una empresa privada que realiza el trayecto de Pilar a Buenos Aires, la combi se detuvo en la puerta de entrada del barrio desde donde inicia el recorrido y en el cual habían subido numerosas empleadas domésticas. El guardia de seguridad entonces, de mal modo, vociferó:
–¡Que bajen dos domésticas!
Pero nadie se movió de su asiento. El chofer miraba para atrás en silencio. El grito se repitió y entonces, como la combi iba a permanecer detenida hasta no completar la requisa al azar, la extorsión operó y dos mujeres, de mala gana, descendieron y dejaron que los guardias revisen sus pertenencias, tras lo cual volvieron a subir y la combi continuó su recorrido.
Cabría preguntarse frente a estas prácticas de sesgo carcelario si, como diría Hobbes, el miedo y la libertad son compatibles, o sobre los límites éticos de construir el sueño de libertad de unos por sobre la de otros.

* Doctora en Antropología Social

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