SOCIEDAD
› EN UN FALLO QUE ABRE PUERTAS, UN JUEZ CONDENO A TRES POLICIAS RESPONSABLES DE UNA VIOLACION BASANDOSE EN EL TESTIMONIO DE LA VICTIMA
Creer para condenar
Un juez rosarino dictó una sentencia histórica para un caso de violación: condenó a tres policías responsables de un abuso, basándose en gran medida en las declaraciones de la víctima. Aunque ella haya hecho la denuncia luego de dos meses, cuando la vergüenza fue sobrepasada por la indignación de haber sido amenazada y burlada por sus violadores.
› Por Sonia Tessa
Desde Rosario
La sentencia que condena a 12 y 14 años a los tres policías que violaron a una adolescente en una comisaría céntrica de Rosario apunta a reparar la pesadilla interminable que comenzó para E. el 26 de julio de 2002, cuando tenía apenas 16 años. No impedirá las crisis y cíclicos intentos de suicidio de una chica que nunca más será la misma. En cambio, le permitirá saber que fueron sancionados la agresión y el abuso de autoridad que vivió. El fallo del juez de sentencia Antonio Ramos está a consideración de la Cámara de Apelaciones en lo Penal pero, más allá de la decisión de este tribunal, ya dejó una huella en la jurisprudencia. El minucioso trabajo del magistrado tomó sin prejuicios la declaración de la joven, para cotejarla con los demás datos que había en la causa, como su exacta descripción de una zona de la comisaría que no es de acceso público. Tomó en cuenta la pericia psicológica y también el terrible shock que sufrió la chica cuando vio a sus violadores en la rueda de reconocimiento. Analizó además la estricta coincidencia de la denuncia con todos los elementos de prueba disponibles. Así sorteó la dificultad que supone la falta de testigos o pruebas objetivas, como el análisis de ADN. En lugar de la falta de mérito en el que suelen morir muchas denuncias por violación, Ramos arribó a una resolución sólida, cuestionó el encubrimiento policial posterior, condenó a la provincia de Santa Fe a resarcir con 200 mil pesos a la joven y afirmó que “autoridad no es autoritarismo, poder no es impunidad”.
El magistrado condenó a 14 años de prisión al oficial ayudante Juan Manuel Morales y al cabo Ariel Marcelo Canelo, por abuso sexual doblemente agravado, también por haber privado de la libertad ilegítimamente a la adolescente, por intento de extorsión y por amenazas coactivas, para que callara lo ocurrido. Por su parte, el oficial subayudante Fabián Patricio Ibarra fue condenado a 12 años de prisión por privar de la libertad y abusar sexualmente con acceso carnal de la menor, así como por coaccionarla a guardar silencio.
Ramos entendió que el delito de violación estaba doblemente agravado por el número de personas y la calidad de miembros de las fuerzas policiales en ejercicio de sus funciones. “La menor ha sido privada de su libertad, se ha ocultado su detención y ha sido agredida en las circunstancias ponderadas, ello en un marco contrario a los principios que debe sustentar el accionar policial, concretamente la protección y seguridad de los ciudadanos”, dice la sentencia. Esa protección y seguridad es todo lo contrario de lo que vivió E. en la noche del 26 de julio de 2002, cuando llegó al centro de la ciudad desde el periférico barrio Las Flores sur para ir a bailar con un amigo del barrio, novio de su amiga. Era la primera vez que llegaba sola a las calles céntricas, y también estrenaba minifalda. La joven había recibido desde muy pequeña expresas instrucciones de su madre: si tenía algún inconveniente, no debía dudar en solicitar ayuda a la policía. Hasta entonces, era para ella una institución confiable.
Esa noche, el amigo de E. no tenía dinero para entrar al boliche, así que le dijo que iría a “rescatar” plata. Lo perdió de vista y a la madrugada, cuando la joven esperaba el colectivo para regresar a su casa, volvió a encontrarlo. El chico le hizo señas a un taxi para llevarla, pero un hombre se paró delante del auto y los detuvo. Allí comenzó la historia más horrenda que E. pudiera imaginar. A los pocos minutos llegaron dos policías uniformados y uno de civil, quienes llevaron a los adolescentes a la comisaría 1ª, ubicada en el centro de la ciudad. Cuando llegaron, nadie registró el ingreso. Los policías obligaron a la adolescente a llamar a la mamá de su compañero para pedirle 200 pesos a cambio de su libertad. La respuesta de la mujer fue negativa. Al rato, uno de los tres policías llevó a E. a la puerta de un baño y la incitó a practicarle sexo oral. La joven se negó. No pasó mucho tiempo antes de que otro efectivo fuera a buscarla para llevarla hasta un cuarto del fondo de la seccional, que no es de acceso público.
El relato de E. es detallista, como está consignado en la causa: “Al irse la mujer policía (que estaba a cargo del libro de guardia), uno de los policías la llamó, la llevó afuera en un pasillo, le dijo que debía hablar con ella y la llevó hacia el fondo. Vio móviles (policiales), llegaron a una pieza que tenía armarios cuadrados grises, y tres camas con colchones, la puerta de ingreso estaba un poco rota y por eso la cerró con una piedra, le dijo que se sacara la ropa, ella se negó. Le bajó la pollera junto con las medias y la bombacha, él sacó un preservativo de abajo del colchón, se desabrochó el cinturón, se bajó el pantalón, apagó la luz y la tiró en la cama y estando parado le pidió sexo oral, que ella no hizo. Entonces se tiró encima suyo y la penetró por la vagina. Que luego lo hizo otro policía, que ella gritaba y le tapó la boca, que finalmente un tercer hombre uniformado fue al baño a buscar un preservativo, le tapó la boca y la violó, que luego le dijo que podía irse y la amenazó para que no dijera nada porque le pegarían y quedaría detenida”. Según las propias palabras de la joven: “Me dijeron que no me olvidara que ellos eran policías y sabían dónde vivía”.
Durante cuarenta días, E. soportó en silencio. Estaba triste, se la pasaba tirada en la cama, pero su madre no sabía qué le pasaba. El 5 de septiembre, E. se cruzó por la calle con dos de sus violadores. Le gritaron “fiestera”. Fue más de lo que podía soportar. Volvió a su casa llorando y, debido a la insistencia de su madre, le contó lo sucedido. La adolescente no quería denunciar, tenía miedo al escarnio. Pero su madre insistió. Primero fueron a la seccional del barrio y finalmente concurrieron a la Comisaría de la Mujer. En esa primera etapa, el proceso estuvo parado –y silenciado– por lo menos 20 días. La División Judiciales de la policía provincial y el juez de instrucción Eduardo Suárez Romero cajonearon la denuncia. Recién cuando el diario La Capital de Rosario la hizo pública, la causa comenzó a moverse. El ministro de Gobierno de entonces, Esteban Borgonovo, decidió el descabezamiento de la comisaría y comenzó el largo accionar de la Justicia.
Una vez que el delito se hizo público, la causa cambió de juez de instrucción. Estuvo a cargo de Adolfo Prunotto Laborde, quien no sólo procesó a los tres agresores sino también a otros siete efectivos, entre ellos el jefe de la comisaría, por distintos delitos como encubrimiento e incumplimiento de deberes de funcionario público. Errores en la instrucción, así como la falta de prueba para muchos de estos delitos, provocaron que quedaran absueltos. Además de los violadores, sólo fue condenada (a dos años y tres meses) Gabriela Adriana Raquel Scaravilli, quien esa noche estaba a cargo del libro de guardia, por incumplimiento de sus deberes de funcionaria pública y partícipe necesaria de la privación ilegítima de la libertad.
El juez de primera instancia elevó el proceso a sentencia. La lentitud se exacerba porque en la provincia de Santa Fe el proceso es escrito, no existe el juicio oral. Por otro lado, las víctimas no tienen representación penal, porque el viejo Código Procesal vigente entiende que el Estado mantiene el monopolio de la acusación. De este modo, el fiscal representaría a las víctimas. La única forma que tiene la víctima de participar en el juicio es como actora civil. La joven inició una demanda por daños y perjuicios que llevan adelante las abogadas Ana Claudia Oberlin y Florencia Barrera, de la sección de criminología del Centro de Estudios e Investigación en Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Rosario. Esta intervención les permitió seguir de cerca también el proceso penal, aunque sin incidencia en él, y presentar documentación en la causa. Las profesionales iniciaron un trabajo de investigación y aportaron elementos a la causa en forma permanente.
Uno de los momentos clave de la instrucción fue la rueda de reconocimiento, que presenció el propio juez instructor. Fue una experiencia imborrable para los presentes. Cuando la chica vio a Morales, su grito fue desgarrador, alcanzó a decir que había sido el tercero en violarla y luego se desvaneció. El grito fue tan estremecedor que llegó a escucharse del otro lado del vidrio, un lugar acondicionado para que las voces no puedan escucharse. E. sufrió un estado de shock que obligó a suspender por unos momentos la actuación. Cuando le preguntaron si quería seguir, la víctima no lo dudó un instante. Señaló a Ibarra como la persona que le tapó la boca, la llevó a la pieza y la violó. Cuando identificó a Canelo, dijo: “Estoy totalmente segura, encima el hijo de puta se reía, ése fue uno de los que me violó”. Este momento crucial también es tomado en cuenta por Ramos. “El puntual reconocimiento, de alto valor incriminante, se potencia cuando la joven reconoce al resto de los imputados. Este dato es contundente en orden a la acreditación de su detención y permanencia en el penal”, dice la sentencia.
“En lo esencial, la víctima ha mantenido su relato y ha señalado detalles que fortalecen su discurso, tales como el número de personas que la detuvo, la descripción de quiénes lo hicieron y los lugares donde estuvo, el posterior reconocimiento de todos los procesados”, afirmó el magistrado para considerar la verosimilitud del relato. “Demostrada la detención y el traslado de la menor a la seccional 1ª, y no sustanciada ninguna actuación al respecto, es la propia ilegalidad policial la que impide oponer una versión diferente a la aportada por la menor”, abunda la sentencia. Como la estrategia de la defensa de los policías se centró en una supuesta conspiración de ciertos sectores del gobierno contra otros, el juez se atiene en buena medida a la pericia psicológica (ver aparte).
El fallo de Ramos incluye también un serio cuestionamiento al accionar policial y judicial posterior a la denuncia, que habría quedado impune si no se hubiera difundido. “Es preciso alentar la concreción de reformas a nuestras normas procesales. Es necesario que la investigación esté bajo la dirección de la Fiscalía y que ésta cuente con la infraestructura necesaria para poder insertarse en los momentos iniciales de la actividad investigativa”, dice el juez para marcar las falencias de la actuación policial.
Como capas de injusticias sobre injusticias, la historia de E. desnuda la arbitrariedad policial, el abuso de poder y las deficiencias de la Justicia. El fallo de Ramos apunta a remediar de algún modo las consecuencias de toda esa trama institucional.
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