SOCIEDAD
La NASA apunta a la conquista de la Luna
› Por Federico Kukso
Todo el mundo sabe que el primer ser humano en pisar la Luna fue el estadounidense Neil Armstrong, el 20 de julio de 1969, y que la primera frase fue “éste es un pequeño paso para el hombre pero un salto gigantesco para la humanidad”. Pero casi nadie tiene idea de quién fue el último. Mala suerte la del astronauta Eugene Cernan, que el 11 de diciembre de 1972 cerró la escotilla y dijo adiós al satélite natural terrestre. Pero ocurre que la desgracia de Cernan es doble: no sólo nadie se acuerda de él sino que, para colmo, dentro de pocos años tampoco se lo recordará como el último en pisar el grisáceo piso lunar. Así lo cree –y quiere– la actual cúpula de la NASA, que dejó de lado sueños y divagaciones y ayer presentó al gobierno norteamericano, con toda la pomposidad burocrática, un plan para volver con todo a la Luna en 2018. El regreso no será fugaz: la idea es fastuosa y contempla ni más ni menos que establecer una base que a partir de 2030 sirva como punto de partida para más y mejores viajes interplanetarios.
Desde el último descenso en 1972, la Luna –visitada en su historia por 12 hombres– perdió su atractivo primigenio. Marte, Júpiter, Saturno, Plutón, poco a poco, le robaron el protagonismo que se había ganado con los siglos en la mitología y en la literatura, pese a que este pequeño mundito poceado y herido por el constante golpe de los meteoritos que impactan contra su superficie, se encuentra casi a la vuelta de la esquina, a 384.403 kilómetros de la Tierra. Con el fin de la Guerra Fría, el desafío de volver y quedarse permaneció latente, casi archivado. Hasta ahora.
El movimiento político ejecutado por el administrador de la agencia espacial norteamericana, Mike Griffin, se veía venir desde hacía años. Faltaba saber cuándo. La cosa es así: en el proyecto entregado por la NASA (aún no aprobado por la Casa Blanca) se habla de mandar cuatro astronautas en 2018, que se quedarían en la Luna siete días. Mientras llega esa fecha, se gastarían 100 mil millones de dólares en construir nuevos transbordadores (llamados “Crew Exploration Vehicles”) y cohetes para reemplazar a los ya avejentados taxis espaciales. El plan también estipula la construcción de un gigantesco módulo que, una vez en la superficie del satélite, haría de primera pieza de la base a construir, posiblemente en el polo sur lunar, ya que es en esa zona donde –se especula– se esconderían grandes yacimientos de hidrógeno y agua congelada.
Una vez asentados en la Luna, los cuatro astronautas tendrán que arreglárselas como puedan. Serán los nuevos pioneros, obligados a sobrevivir de esa tierra árida, utilizando los recursos lunares para generar agua potable, combustible y otro tipo de energías.
El proyecto, entusiasta como ambicioso, se presenta en una época bamboleante para la NASA. “La actual política espacial estadounidense presenta una imagen paradójica de grandes ambiciones y decrecientes compromisos”, llegaron a decir George Abbey, ex director del Centro Espacial Johnson, y Nean Lane, asesor científico de la Casa Blanca bajo la presidencia de Bill Clinton, semanas antes del regreso al espacio del transbordador Discovery. La críticas eran obvias: apuntaban contra los anuncios triunfalistas de George W. Bush (que en enero de 2004 hizo un llamado para regresar a la Luna en 2020), en medio de un situación de debacle financiera y recorte de gastos.
A diferencia de la época de la carrera espacial, donde la contienda se dirimía entre dos regímenes políticos opuestos (oeste versus oriente, capitalismo versus comunismo, Estados Unidos versus Unión Soviética), ahora entraron más participantes al juego: la Agencia Espacial Europea y China, que también piensan clavar la banderita y reclamar su trozo de la torta lunar. La carrera recién comienza. Y una vez más, la Luna volverá a conmover.