SOCIEDAD
› OPINION
Violencia sexual y segregación
› Por Pedro Lipcovich
El reciente caso de violación y lesiones gravísimas a una niña, que fue abandonada en Pablo Nogués, puede dar alguna luz al precario debate sobre si “los violadores” reinciden siempre, si no sería necesario señalizarlos de por vida o aun aplicarles una “castración química”. Esas discusiones presuponen que “los violadores” son seres radicalmente distintos a las personas que generalmente componen la sociedad, para lo cual se llega a proponer explicaciones infundadas e infames, como que a su vez fueron violados en su infancia, lo cual simplemente lleva a estigmatizar a las víctimas de estos delitos.
Con respecto al principal sospechoso en el caso de Pablo Nogués, hay dos datos de gran significación: que golpeaba de manera habitual a su mujer y a su propia hija, y que la comunidad a la que pertenecía admitía o naturalizaba esta violencia. Esto fue expuesto con involuntaria precisión por una de sus vecinas: “El no se metía con nadie... Eso sí, le pegaba a la mujer”. Si su comportamiento en la familia hubiera recibido sanción social, es posible que no hubiera llegado a tales extremos de violencia y, en todo caso, es seguro que a la vecinita que terminó siendo víctima no se le habría permitido visitar su casa como lo hacía habitualmente.
No hay por qué postular que la violencia sexual responda necesariamente a “cuadros de personalidad” específicos. Un ejemplo categórico es el de las violaciones masivas sistemáticas durante las llamadas guerras “étnicas”, en años recientes en los Balcanes. Como es obvio, nadie puede violar por obediencia debida: es necesario que se excite sexualmente en tal situación. Aquellos soldados, miles, reclutados por leva entre la población general, que no vacilaban en forzar a sus vecinas y a las hijas de sus vecinas, ¿eran todos “violadores”?
En rigor, la guerra civil es caso extremo en el desgarramiento de redes sociales que deben estar preservadas y funcionar activamente para prevenir –siempre de modo imperfecto– las distintas modalidades y escalas de violencia de que es capaz el ser humano. Cuando estas redes están dañadas, puede imponerse –como involuntario, fallido intento social de repararlas– una lógica de segregación, por la cual el mal que una comunidad no puede controlar en sí misma le es atribuido a una categoría muy especial de sujetos –por caso, “los violadores”–. Sociedades enteras pueden funcionar según esta lógica, como quizá sea el caso de Estados Unidos.
Lo expuesto no niega la posibilidad de que determinados casos de violencia sexual –sin duda que no todos– se vinculen con particularidades muy específicas en la personalidad del perpetrador. Pero esto sólo puede investigarse a ciencia cierta en una sociedad que sepa procesar estas formas de violencia bajo una lógica distinta a la de la segregación. Porque esta lógica sostiene y perpetúa la identidad del “violador”, mediante acciones muy concretas, que van desde el modo de tratar el tema en medios de comunicación hasta el tipo de abusos carcelarios a los que suelen ser sometidas esas personas. Consolidado el “violador” como tal, sólo restará castrarlo o matarlo, y quedar a la impaciente espera de que otro sujeto se muestre dispuesto a encarnar formas del mal de las que la sociedad prefiere no hacerse responsable.