SOCIEDAD › CRECE LA CANTIDAD DE TEMPLOS Y DEVOTOS DE LA RELIGION AFRICANISTA
Orixás bajo los cielos porteños. Tambores repiqueteando en el conurbano bonaerense. Servicios en portuñol o en castellano con términos nagó y mandinga. “Beneces” buscadas con ofrendas, danzas y posesiones. La umbanda argentina ofrece un panorama curioso y mestizo, con babalorixás judíos y un crecimiento exponencial.
› Por Cristian Alarcón
Un murmullo se quiebra con el golpeteo africano. Los tambores en el fondo del salón agitan la tarde del barrio de Flores. Unas sesenta mujeres y unos veinte hombres dan vueltas a lo largo y ancho del templo del Pai Hugo de Iemanjá. Vestidos con las ropas ceremoniales se ordenan en ronda y comienzan a danzar. Es el batuque final a Oxalá, el padre de las naciones africanas, la mayor de las deidades en un multitudinario panteón en el que las virtudes conviven con los defectos de los humanos en cada uno de los orishá, o dioses. La religión umbandista o africanista ha crecido, según los registros oficiales y sus propios referentes, a un ritmo frenético como el de los timbales. Afianzada desde hace tres décadas en la Capital, avanza de manera insospechada, sobre todo en los territorios de la exclusión, más allá de la General Paz, donde “cualquier rancho puede ser un templo”, según define un devoto en la puerta del batuque. Adentro, en un barrio de casas chatas, bien porteño como Floresta, alrededor de Hugo el baile se acelera. Comienzan a descender los espíritus de los orishá. “Ahí llegó Bará”, anuncia un creyente que mira desde la vereda. Señala al hombre alto y morocho, de capa blanca, que avanza dando vertiginosos giros con las manos cruzadas sobre el pecho. Los ojos cerrados, la frente arrugada, el rictus de alguien que no es él, el hombre salta, mira y abre la boca para gritar, en trance, como un luminoso pájaro nocturno.
La cultura umbanda en la Argentina es vieja y es joven. Tiene raíces antiguas como la invasión española y el tráfico de esclavos y nació a partir de la llegada de las enseñanzas de Brasil y Uruguay, que unidas a la religiosidad popular del Noroeste y Noreste argentinos, y la herencia indígena, crearon los primeros templos. Ya en Brasil se había fusionado con el catolicismo en un sincretismo de deidades y santos que servía para sobrevivir las creencias afro en la clandestinidad. Cada deidad, cada orishá, tiene su correspondiente en el santoral católico. Si Iemanjá, la diosa del mar y madre de todos los orishás, es la Stella Maris; Ogún, el dios de la guerra, es San Jorge; y Oxún, la diosa del río, el oro y el amor, la Virgen de la Concepción. Oxalá, el padre de las naciones, es Cristo. El Dios padre, el único, es Olodum u Olorum. La diferencia es que en la umbanda los creyentes, los hijos de la religión, iniciados en una ceremonia especial, pueden dialogar con sus deidades. Sin que ellos lo sepan, en un misterio fundamental, pueden hacerse presentes los orixá, “ocuparlos”, como al hombre pájaro. Hay un momento epifánico en el culto umbanda, que es el del trance del hijo que puede “recibir” en su cuerpo el espíritu de un orixá. Se poseen de su espíritu y hablan, danzan, cantancomo él, de acuerdo a su carácter especial. La religión umbanda es caracterológica: todos tenemos un orixá que nos rige en la cabeza, otro en el cuerpo y otro como mensajero. Hay un molde para cada quien.
Congas en el GBA
¿Cuáles son los motivos por los que la umbanda o el africanismo crecieron en la Argentina? Alejandro Frigerio, doctor en Antropología de la Universidad de California, con una tesis sobre la expansión de la umbanda en Buenos Aires, cree que hasta 1995 ese crecimiento fue sobre todo en las clases medias. La dictadura había mantenido clandestinos a los pais y sus templos, y con la democracia hubo una explosión. Y confirma que con la crisis económica y social se propagó por el Gran Buenos Aires de manera cada vez menos oficial y adaptada. “Se proletarizó”, dice Frigerio, y advierte lo que para los templos y fieles con tradición es una desgracia: la proliferación impresionante de pequeños congas en el Conurbano. El conga es un lugar de consulta en la casa o el rancho de cualquier pai que se autoconsidere apto para mediar con los orixás, y sobre todo con las deidades menores, los caboclos, los preto bellos –espíritus de indios y negros esclavos– y los echús y pomba giras –los más cercanos a la tierra, espíritus de personas muertas que rondan–.
“La religiosidad popular no es nueva –dice el sociólogo Nicolás Viotti, autor de ensayos sobre el tema–. La religiosidad umbandista logra darle un nuevo lenguaje a una matriz cultural previa. En el Gran Buenos Aires hay mucha inmigración del norte del país, de Paraguay y de los países limítrofes. Allí lo sagrado es inmamente al mundo. Se le puede pedir al curandero que te dé trabajo o te cuide tu marido. En ese sentido la umbanda es algo parecido. Tal como en Santiago, Catamarca o Misiones, la posibilidad de que haya un daño tiene que ver con que lo sagrado es potente, luminoso, capaz de transformar el mundo.” En la Secretaría de Culto de la Nación los inscriptos como templos en el registro de cultos no llegan a 400, pero una fuente del organismo estima que pueden ser mil. Las dificultades para la legalización son muchas y el deseo de legitimidad de la mayoría de los nuevos pais y mais no es tanto. “A mí no me tiene que decir nadie cómo es mi relación con mis orixás. Yo no necesito papeles para trabajar”, dice la mai, una morena de ojos fuertes que instaló en el living de su casa de Morón un templo.
Agradar a Oxún
“Aie ieo; aie ieo; aie, ieo”, canta la mujer descalza con una tabla de madera de un metro por un metro cubierta por una tela amarilla de satén y bordes dorados. Prepara un agrado en el día de su orixá, Oshún, junto a su mai, la que no quiere legalidad. Ha puesto sobre ella desde duraznos en almíbar hasta maíz hervido, medallas de oro –se debe ofrecer en un “agrado” lo más valioso– y junto con ellos, escritos en papeles enrollados, sus deseos para el año próximo, los de sus hijos, los de su marido y los nuestros, por qué no. “Aie, ieo, aie ieo”, canta, ella y todas las demás vestidas de blanco, rodeadas de niños, de blanco, y entran al agua, en esa parte del río a la que pudieron llegar, frente a las discos de Olivos. Se puede escuchar el ruido metálico del punchi punchi, a espaldas de la ceremonia. Más allá tres chicos fuman y lo pasan. Hay viento. Y una luna llena que ilumina espectral detrás de los nubarrones. El viento apaga las velas, y las olas que forma frenan el “tabulero”, la balsa con la que honran a la vanidosa y atractiva Oxún.
Al salir del agua la mai camina en trance. Su hijo, de 11 años, la asiste, como si fuera un pequeño pai. Ella habla en yoruba, el idioma africano que recrean en las ceremonias cuando los espíritus superiores como el de Oxún ocupan a una persona. La mai me explicará luego que no es ella en ese momento. Oshún la ha tomado, es parte de ella. Y como es un misterio, de ese tema no hablará, ni de ella se podrán tomar fotos. Eso le quitaría la energía (o el xaxé, y no le permitiría volver a recibir a la deidad. La mai frota los cuerpos de los demás con las entrañas de un animal, parece hígado. Su madre, una mujer que no deja de cantar, toca una campana y le alcanza los bebés, a quienes les quitan los zapatos para sobarles los pies con la carne. De a poco la ceremonia termina. La enorme pollera blanca de la mai sube hasta taparle la cara, como si le diera vergüenza, y al bajar, allí está otra vez simplemente ella, una médium. La balsa navega junto a otras por el río marrón. Los deseos de la mujer, ama de casa y vendedora ambulante, se van con él.
Seremos millones
El pai Hugo de Iemanjá no es sólo pai, es babalorixá, que es la máxima jerarquía dentro de la religión. Lleva 27 años en el templo de Floresta y vio cómo desde el 2001, “después de los sucesos, se notó gran afluencia en los templos en busca de respuestas concretas”. El pai se llama Hugo Waselman, es de una familia judía de Baradero y comenzó cuando tenía 18 años, en 1975, contra sus propios padres, viento y marea y la dictadura. Asegura que en la Argentina puede llegar a haber hasta cuatro millones de personas relacionadas al culto umbandista. La mitad de ellos iniciados en la religión. Su cálculo se sustenta en que sólo sus hijos, los que comenzaron con él, han fundado 18 sucursales a lo largo del país. En su barrio son cinco. Además de las otras diez de otros países. Nadie, ni la Secretaría de Culto ni los académicos, pueden confirmar la versión de semejante masividad. Un chequeo en la provincia indica que en San Fernando, entre las villas 25 de Mayo y San Francisco, sólo en un radio de diez cuadras hay siete mais o pais.
En el batuque en casa del pai Hugo quince de los fieles danzantes han formado un círculo más pequeño, dentro de la gran ronda. Son los que o se han iniciado en la última semana o refuerzan las energías gastadas de su orixá. Se trata del final de lo que llaman “una obligación” para con el orixá. Como el que comienza es el año de Oxalá, la obligación es para él. Es jueves. La ceremonia comenzó con un batuque –el baile, el canto y la invocación con tambores– el sábado. Entonces se sacrificaron los animales. Por lo general son gallos, gallinas, palomas y chivos. La sangre del animal debe ser ofrendada en el templo a los acutá, piedras encontradas en el río en las que radica el espíritu del orixá. La carne de los animales es cocinada. Los órganos internos son ofrecidos “al frente” del acutá. El resto lo comen los participantes del rito, y el hijo que hace –y paga– la “obligación”. Ese hijo debe permanecer en el templo durante varios días. A eso se le llama “hacer suelo”. Es un retiro espiritual durante el que no se puede mirar TV, hablar por teléfono ni salir a la calle. El sexo está prohibido. Ni manipular cuchillos ni tenedores, se come con cuchara. Tampoco pueden mirarse al espejo.
De pollera roja y camisola verde, la mujer es hija de Ogún, el San Jorge de los cristianos. Su marido mira el batuque del pai Hugo desde la vereda, parado como cualquier vecino curioso que se asoma. Es la esquina de Moreto y Alberdi, al 4500 de la avenida, en la Capital. En la esquina hay un kiosco por el que pasaron por cigarros mujeres con polleras anchas de bahiana a las que les han cosido siete enaguas, hombres de diseñados trajes blancos que parecen haber elegido con sumo cuidado las sandalias de igual color, niños como ángeles con vestidos vaporosos. La estética umbanda tiene el don de la ensoñación. El batuque reluce y hace lucir. “A mí me gusta y nunca fui hijo de religión. Mi señora hizo su primera obligación hace seis meses y la verdad es que lo que ha pedido se lo han dado. Desde la armonía familiar hasta el equipo de música. Pedís cosas y te las da: pero tenés que ser agradecido y agradar. A mí me aumentaron el sueldo. Pudimos ahorrar”, dice Pablo, que es sebero, un oficio poco común que consiste en recolectar en camiones la grasa y el sebo de los animales faenados en el Gran Buenos Aires.
Lo más popular de la religión no son estas obligaciones en las que se presentan los orixás sino las sesiones con deidades menores como los echú y las pomba giras. A ellos se les puede pedir para bien o para mal. Son los más cercanos al hombre, porque lo fueron, y dan, pero si los que piden no son agradecidos se lo cobran. Y si se le pide el mal al Echu se le impide el crecimiento como espíritu. Allí reside lo que Frigerio llama “el potencial amoral” del quimbanda, el punto en el que los sectores populares pueden apropiarse de los símbolos religiosos y usarlos para proteger ya no su casa, por ejemplo, sino su negocio ilegal. Uno de los más solicitados oficios de las mais y pais de las villas es la “aseguranza”, la protección.
Preocupado y molesto con eso que prefiere no ver –”en mi vida alguien me pidió eso en mi templo”–, el pai Hugo de Iemanjá insiste en que más allá de las demandas materiales de los fieles, la gran crisis que ven en ellos es “humana, de cimiento, de valores. La gente está muy desvalorizada por las múltiples crisis y necesitan sentirse contenidos. Amén del problema económico y laboral, hay una necesidad emocional fuerte en la que se expresa la soledad, los descontentos y las carencias de un país”.
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