SOCIEDAD › CRONICA DE LOS TERRITORIOS COLOMBIANOS DOMINADOS POR EL PODER PARAMILITAR
De integrar una banda de ladrones y asesinos, Alexis pasó a depender de la estructura paramilitar que maneja pueblos enteros. El mismo tiene ahora poder en su zona. A él, los vecinos le pagan impuestos y él impone las normas. Y decide a quién se puede matar o dejar vivir. Página/12 recorrió el lugar donde la nueva legalidad impuesta por el paramilitarismo bajó el índice de homicidios.
Alexis pudo morir como un perro. Baleado en las noches de guerra de la Comuna Nororiental. Ajusticiado por ser miembro de una banda de ladrones y asesinos; eliminado, como cada uno de sus ex compañeros, por una banda mayor que se hizo de su territorio, esas manzanas color ladrillo en la ladera de la montaña. Pero, increíblemente hasta para él, ha sobrevivido. No sólo se puede sentar a contar los muertos que ha visto rodar en sus treinta años, sino que, además, manda. “De esa estación hasta abajo de la cancha mando yo. De ese lado para arriba manda el parcero. El que está en (la cárcel de) Bellavista.” Alexis es el nuevo jefe de ese sector próximo a la estación del metro cable. Al mirar hacia el horizonte se ve al funicular salido de una película futurista planeando en silencio sobre la comuna. A salvo de la guerra, Alexis cuenta que sabe más de la muerte que un forense. Y se luce al explicar cómo la ciudad surge de la guerra de narcos, paramilitares, bandas, milicias y guerrilla. Cómo supo escapar y luego pasar al bando enemigo, la nueva lógica de la paz lo tiene como líder. Controla los desmanes y pregunta a los capos si un fulano se ganó la muerte. Es el modelo de administrador territorial del nuevo orden paramilitar. El nuevo orden colombiano.
Llega en jeans y camisa verde. Lo acompaña un hombre negro que lleva, como un amuleto, una carpeta en la mano. Se llama Benjamín Montoya, dice al estirar la mano y apretar fuerte. Nos encaminamos por entre la gente que camina zigzagueante debajo del metro, ese que a unos cuatro pisos sobre el suelo es moderno como pocos y el orgullo de la ciudad, que cada vez siente menos el estigma de la violencia, pero al mismo tiempo vive bajo nuevas condiciones de seguridad, invadida de “paracos”, como se le dice a los paramilitares en Colombia entera. En el bar atiende una chica de uniforme ajustado. Se pasea con pericia entre las mesas diminutas de fórmica blanca llenando las copas, cambiando los porrones de cerveza uno tras otro. El ritmo de los parroquianos es sostenido. Escuchan corridos narcos, versiones colombianas de la moda que viene del norte de México. Piden aguardiente. Toman cuatro veces del pequeño vaso y acompañan con otro lleno de agua a la que rocían con jugo de limón y naranja. Alexis tiene movimientos bruscos pero certeros: levanta el vaso, lo eleva lo justo para empinarlo, lo deja con un golpe seco sobre la mesa y luego manipula el limón, lo chupa de una sola vez y lo arroja. Vuelve al vaso con sorbos cortos, como besos de despedida furtiva. Benjamín es su jefe. “Es más que mi padre”, exagera.
Es un encuentro de aproximación. Saben quién es el periodista, pero prefieren interrogar primero. Ellos han hecho sus consultas, dicen, con los jefes más jefes, presos en el penal de Bellavista. Hace tiempo que los asuntos de importancia en los barrios se consultan directamente con ellos. Lejos quedaron las escenas de combate de cuando Alexis era miembro de “Los Rambos”. La banda intentó conservar su poder pero fue una de las tantas que a lo largo de los últimos cuatro años fue eliminada. Medellín, con dos millones de habitantes, enclavada en el corazón del verde Valle del Aburrá, es la ciudad de la industria y la pujanza. Clanes matriarcales –los describe con saña César Vallejo en sus libros–, familias de migrantes y ochenta mil personas desplazadas por la violencia llegadas de otros puntos de Colombia en conflicto durante los últimos siete años viven en un clima de eterna primavera. La belleza y la intensidad son la marca de la ciudad.
Al mismo tiempo, según información divulgada en el informe “Efectos económicos del desplazamiento forzado en Colombia”, de la Escuela Latinoamericana de Cooperación y Desarrollo, “en Medellín existen aproximadamente 200 grupos armados ilegales en cuyas filas militan cerca de 9000 jóvenes”. “Ante la ausencia del Estado, los grupos armados (pandillas o milicias) son quienes imponen la ley en comunas y barrios”, asegura la ONG.
Mandar desde Bellavista
Benjamín lleva la carpeta llena de cartas a la municipalidad. Es él quien maneja algunas relaciones con el gobierno local. Y paralelamente trabaja en la campaña presidencial de Uribe de parte de uno de los tres partidos vinculados al paramilitarismo, el de Carlos Moreno Decaro, de “Dejen jugar al Moreno”. En eso le tiene que ayudar Alexis. “Nosotros fuimos a una reunión que se hizo con todos los combos –cuenta Benjamín–. Alexis fue por el suyo. Y ahí arreglamos la paz. Todos tuvieron que ir decidiéndose por la paz, no les quedaba otra. Desde la cárcel, Don Delio los llamó uno por uno. Y cuando los tenía adelante a los líderes de los combos les decía: ‘¿A usted quién le dio candela?’ Ese es Don Delio. El está en Bellavista.”
–¿Usted cuánto se queda? Porque él dijo que podría ir a verlo –le preguntan al periodista.
Llevaría por lo menos dos semanas hacer el trámite. Pero a estas alturas de la legalización de lo ilegal sería posible sentarse ante el capo y hablar con él como con un líder legítimo.
La ciudad vive un proceso de pacificación que se puede constatar en las cifras: los homicidios pasaron de tres mil a 700 por año. El proceso es un complejo ajedrez en el que, por un lado, los crímenes en ciudades como Medellín bajan, pero al mismo ritmo que el control paralegal de los territorios. María, la esposa de Alexis, embarazada de casi nueve meses, vivió el proceso como nadie. En aquella época, cuando el conflicto urbano recrudeció por la lucha entre las bandas, ellos se dejaban llevar por el apasionado romance entre una señora de su casa, de la parte alta de la comuna, y un joven empleado de su taller de zapatos, de más abajo. “Que Alexis esté vivo es un milagro de mi Dios. El se subió hasta allá arriba con su arma. Yo no podía bajar. Decían que él era un ‘carro’, que trasladaba información. Alexis cogía las armas y era boleando de lado a lado, sin descanso”, recuerda María sentada en un sillón de flores amarillas. En la casa, un primer piso sobre la calle que sirve de terminal de una línea de ómnibus, las paredes son verde agua, celestes y lilas. El piso de cemento crudo y limpio. Cuando los descubrieron en unas vacaciones clandestinas, ella perdió a su familia y su microempresa. Al poco tiempo quedó embarazada de las gemelas. Ahora las niñas llegan del jardín. Son idénticas y hermosas. En el cuarto frente a una caricatura de la Mona Lisa fumando un “vareto” de marihuana, ellas cuelgan sus dibujos.
Durante el embarazo de las niñas fue cuando atacaron la casa. “Nos tocaba meternos debajo de la cama, en el baño”, recuerda. Los hombres de la casa, Alexis y sus hermanos Carlos y Claudio, recuerdan con reconstrucción de escena. Carlos, un actor callejero recién salido de la cárcel después de pagar un homicidio y al tanto de las tareas menores del grupo para los políticos en campaña, se tira contra una pared, salta contra la otra y relata la guerra como si fuera un partido de fútbol. “Hubo dos noches en que nos daban candela desde allá abajo (salta), de allá (se arrincona contra el otro lado), de la esquina (dispara con un rifle imaginario). Las mujeres y los chicos encerrados en el baño (en el corazón de la casa). Uno aquí parado, dos allá arriba (por el techo de la casa).” Lo que más lamentan los tres es que la guerra terminara de llevarse a la abuela que los crió. “Mi mamá nos dejó abandonados cuando yo tenía 12 años, Carlos siete, los otros cinco y tres. Mi mamita –así le dice a la abuela– nos crió y tuvimos que verla decaer mientras nosotros estábamos de bala”, dice Alexis.
De Rambo a Los Triana
María termina de configurar el territorio y su devenir hacia este nuevo orden en el que a Alexis le toca “gestionar lo paralegal”, como lo llama la antropóloga mexicana Rossana Reguillo en sus últimos ensayos. “El hambre era muy fuerte, porque no había forma de tener empleo por la misma violencia. Acá no nos podíamos mover, podíamos ir de donde usted bajó hasta la carnicería. Alexis era de los Rambos. Ellos como combo nacieron hace mucho tiempo. El recién se fue a juntar con Los Triana cuando acorralaron en la casa a todos, que mataron a tres. Rambo existía, era familia de Alexis y el jefe total. Era de treinta y tantos años. Desde ahí es que empezaron a coger esto Los Triana.” Desde 2001, señala Jesús Balbín a Página/12 en las oficinas blindadas –tras las bombas de la década del 90– de la ONG Instituto Popular de Capacitación, “los paramilitares actúan a través de las bandas, que crecieron paralelas al fenómeno del narcotráfico. A algunas las someten a las fuerza, y a otras las coptan, como a Los Triana”.
Los Triana –300 hombres en toda la zona nororiental– se suman entonces al Bloque Cacique Nutibara, triunfante en su guerra contra el Bloque Metro, dos facciones del paramilitarismo colombiano. En 2002 los jefes del Nutibara aseguraban que ejercían control sobre el 70 por ciento de la ciudad. Y que hoy mismo controlan el 80 por ciento de las bandas. A pesar de que más de 800 paramilitares entregaron las armas en el marco de un proceso de “desmovilización” y se reinsertaron en la vida civil, “no es explicable para el ciudadano corriente que, mientras eso pasa, aparezcan otros cobrando vacunas –el impuesto ilegal que todo lo que existe paga a los líderes como Alexis– y ejerciendo el control de los barrios”, dice Balbín.
Vacunas y muertes
Cuando Los Triana eliminaron a su banda, Alexis se escondió en un hotel del centro que pagó la municipalidad, dice. Vio la muerte de cerca pero le pasó raspando. “Yo estaba en la puerta de mi casa con un man que me vino a avisar que me buscaban para darme, cuando dos manes se le vinieron de abajo y ¡pan!, ¡pan!; veo que el man cae, con nueve tiros, y corro entre las balas por la escalera de la casa, con esos manes atrás, cuando siento algo en el brazo, y la sangre. Desde arriba, miro por la ventana, y lo veo al otro. ‘Está muerto’, pensé. Pero no. El huevón ese sí que vive. Está tuerto, cojea, quedó medio maluco, pero vive.” Alexis muestra la marca del tiro en el brazo. El también vive para contarlo. Se fue del barrio, pero al regresar fue otro lazo familiar el que lo reconcilió con sus viejos enemigos. Es un Triana al que le dice “el parcero”, que en Medellín es compinche, compadre. El le mostró las reglas que debe hacer cumplir.
María las repasa: “Se cobra la vacuna –el impuesto al transporte y los comercios–. Aquí él no acosa a la gente. Lo que le puedan dar. En otras partes es con un libro en mano. El acá no puede dejar robar, ni que se tiren al vicio –que fumen marihuana, por ejemplo– por la calle. Ellos (Alexis y su grupo) si cogen a una persona en falta le dan su pena. Les pegan. Le dan duro. Una falta grave, por ejemplo, es que le vengan a robar al mismo jefe. Esos, ‘fueron de raspón’, los arrastran para otro lado y los tiran por allá, en las cañadas. El que quiera que se mate a alguien tiene que decirle a Alexis, y él consultarlo en la cárcel” (ver aparte).
Alexis vuelve de la calle. Lo tuvieron toda la mañana en diligencias con los candidatos de Uribe. “¡Me pasó 18 mil maricas pesos! De puro corazón no le voy a trabajar a estos hijoputas!”, maldice y cuenta los menos de diez dólares que le dieron junto a una pila de boletas de afiliación al partido del Moreno. María prepara el almuerzo sólo para él y el cronista. En la casa es todo el dinero que hay. No han podido comprar los útiles para las niñas. No han podido terminar el departamento de dos piezas queintentan levantar arriba para ya no vivir hacinados. Resulta paradójico el poder que tiene Alexis en su área y la pobreza en que vive al ser solo un eslabón de la cadena ilegal. Hoy, por ejemplo, después de pasar con las fichas, tiene que mediar con un vecino que por pagar vacuna se cree con derecho a protestar demasiado porque le robaron una bicicleta. Ya apretaron, sus muchachos, al chico de diez que se la llevó. Consideran que la situación está saldada. Si el hombre sigue quejándose terminará mal.
–¿Qué pasa con los recuerdos de la guerra?
–Nos ponemos a veces a hablar y a beber y a beber, por las noches cuando no podemos dormir. A usted inspirado le salen las lágrimas del alma, huevón. Eso lo lleva uno siempre en la mente, en el corazón, huevón. Cuando está uno triste, se emborracha uno y llora, huevón.
–¿Y qué le parece el presente?
–Estoy pasando bien. Sinceramente es la etapa mejor que he tenido en la vida. Tengo un poco de poder. A pesar de que esté tan berraco, al menos consigo pa’la comida.
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