¿Por qué el fútbol despierta emociones extremas? ¿Por qué el resultado de un partido es capaz de condicionar el humor de la semana? ¿Una fiesta popular o el nuevo opio de los pueblos seducidos por el marketing? Sociólogos, ensayistas y psicoanalistas analizan un fenómeno que en estos días está más que exacerbado.
Cuenta la leyenda que la pasión es el territorio femenino y la razón, el masculino. Claro, no es una leyenda, sino el producto de siglos de patriarcado y discriminación de género: la razón, ese instrumento que garantiza el poder, debía ser propiedad del género que se instituía como dominante. Pero, en su pretensión imperialista, los hombres decidieron que no podían concederles a las mujeres la propiedad exclusiva de lo pasional. Y entonces inventaron el fútbol.
Es en el fútbol donde los hombres, teóricamente, se permiten todo. Como “un hombre macho no debe llorar” (según sostenía Gardel, llorando), debieron construir complicados razonamientos que les permitieran llorar, sufrir, desgarrarse, recordar, ponerse melancólicos, dejar la garganta y la piel en el grito, y tantos otros comportamientos que hasta exageran la desmesura para mostrar que son auténticos. Una vez hecho esto, miraron a las mujeres con desprecio y les dijeron: “vos no podés entender lo que yo sufro con Cambaceres”. Pero tampoco era cosa de ceder espacios, y entonces inventaron en el fútbol el territorio perfecto, aquel que les cede la posibilidad de la pasión pero sin renunciar al monopolio de la razón. La razón futbolística (es decir, el saber) es también monopolio masculino: nadie puede saber de fútbol como un hombre, habráse visto, porque también implica un cuerpo masculino; no es sólo el recuerdo de la delantera de River del ‘40 (Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna, Lustó, un verso alejandrino que cualquiera aprende) sino la sabiduría corporal de cómo parar una pelota con el pecho, nada menos. Y para perfeccionar ese control absoluto, inventaron los arcanos secretos de la ley del offside y del sistema de promedios del descenso.
El invento fue tan bueno que hasta se dieron el lujo de seducir a las mujeres, que cansadas de tanta diferencia decidieron averiguar qué pasaba por allí, y demostrar que podían hacerse fuertes en territorio ajeno –un error: jamás conseguirán que los hombres renuncien al control de una invención tan trabajosa–. Y luego ambos encontraron publicistas que les enseñaran que la pasión no se vende, pero que vende cualquier cosa. Y para agregar un argumento, descubrieron que era fantástica para sobrevivir en tiempos tan desangelados como éstos. Y luego, finalmente, afirmaron que no se trataba de ficciones ni invenciones ni razonamientos, sino de pura autenticidad, y se lo creyeron.
Como dije: una ficción perfecta.
Como ahora ya entre nosotros la religión apasiona a muy pocos, tiene que haber otro opio para que la gente no se rebele. En principio, cuanto peor nos vaya, más tenemos que compensar con lo que podamos, y si eso es el fútbol, que sea, porque tampoco se puede vivir siempre amargados. Esto me hace pensar en los pobres serbios, que la han pasado mucho peor que nosotros, pero es que están acostumbrados. Lo malo de lo mal que nos va es que tenemos recuerdos reales o inventados de lo bien que nos iba antes: para algunos “republicanos”, en 1880; para otros, “hegemónicos”, en 1950.
A lo mejor el consumo de drogas, en cantidades módicas y en forma privada, debería ser permitido, como en Holanda, donde han creado ámbitos para que la gente haga lo que quiera, pero sólo ahí. Lo grave del fútbol es que su consumo no es privado; pero al menos es en lugares afectados a ese propósito. O sea, las canchas deberían ser vistas como grandes fumaderos de opio, bajo severo control policial. El problema entonces es cuando no hay suficiente control, o cuando la gente está tan mal que igual se descontrola. Y lo peor es cuando, bajo la supuesta democracia electoral de los clubes, se arman barras bravas cuya función es mantener una masa votante leal a un grupo de dirigentes. Ahí la pasión, como toda superestructura, tiene una sólida infraestructura de apoyo. Si los clubes fueran propiedad privada, como en Italia o Inglaterra, esto se evitaría. Pero en esos países, y claro está en el nuestro, igual hay otras tensiones que hacen de la cancha un verdadero lugar de expresión de frustraciones. Eso es amargo, y de ahí el bajón de las siete de la tarde del domingo, pero necesario (post coitum omne animal triste, decían los romanos). Porque si el fútbol o alguna cosa así no existiera, esas pasiones se volcarían a las calles en mayor medida aún que hoy día. Entonces, ¡viva el fútbol!
Fútbol. Coto masculino donde está permitido –exaltado, diría– todo aquello que nos está “prohibido” fuera de sus bordes: la expresión impúdica de los afectos, los sentimientos en estado puro, la tristeza más profunda y la alegría más jubilosa, la rivalidad desmesurada, el exceso de ternura y el llanto, la violencia extrema junto a la solidaridad sin límites. El universo masculino, que se jacta por dominar la racionalidad opuesta a la irracionalidad de los sentimientos (que según se piensa es patrimonio de las mujeres), tiene en el fútbol su zona franca, su espacio reservado para la pasión. El universo masculino, que hace virtud del rechazo a la homosexualidad, tiene en el fútbol el lugar y el tiempo autorizado para el cuerpo a cuerpo entre varones. Cuerpos jubilosos que se abrazan, se besan, se amontonan, mezclan sus flujos, sus sudores y sus lágrimas. Cuerpos que se miden, que compiten. Cuerpos que borran los límites que los separan de sus compañeros de equipo para prolongarse y confundirse con la hinchada alborozada en las tribunas que hacen masa en su rugir.
Pasión del jugador, pero pasión bajo caución. Pasión que armoniza como ninguna otra los excesos: el puro impulso, la espontaneidad de la corazonada, la eficacia del envión, con la renuncia expresa a transgredir las reglas. El respeto incondicional a las reglas del juego. Si hay algo que define a un buen jugador es, justamente, eso: la audacia, la temeridad, la fuerza y la resistencia articulada con el estricto cumplimiento de las reglas del juego que sanciona como déficit cualquier transgresión.
Coto masculino para un público que hace virtud de la defensa de su territorio y la ofensa del territorio ajeno; la denigración de la cultura a la que pertenecen los rivales. Quiero decir: son varones, de todas las edades, de todas las clases sociales, que expresan sus sentimientos de manera mimética, gestual, oral, desenfrenada. Es un público que grita, gesticula, se mueve, salta, dispone de un amplio margen para transmitir lo que siente a sus vecinos de asiento, a los jugadores y a los hinchas de las otras tribunas. Es un público que combate violentamente en el propio campo de juego; dentro y fuera del estadio. Antes, durante y después del partido.
Maravillosa pasión de multitudes que, lamentablemente, corre siempre el riesgo de quedar atrapada, cautiva, de la lógica de un mercado que transforma en mercancía a los jugadores, técnicos y periodistas y, en clientes y consumidores, a los aficionados. Maravillosa pasión de multitudes que, lamentablemente, corre siempre el riesgo de quedar capturada por los imperativos patriarcales que suponen la existencia de la masculinidad sólo allí donde lo infantil y lo femenino ha sido denigrado.
Sin duda, es un deporte popular que atrae y moviliza cuando se trata de los mundiales. Hay que diferenciar el poder económico que se mueve a través del fútbol, que tiene que ver con tratar de lucrar con este atractivo de un deporte que moviliza a una proporción de la sociedad. Lo otro es que, efectivamente, si se pone entre paréntesis esta problemática, es un elemento de descompresión dentro de situaciones cotidianas a veces muy duras, muy límites, muy críticas. Por momentos, se exagera la importancia de los mundiales como eventuales cortinas de humo para ciertos problemas, como fueron el mundial ’78 o el triunfo del ’86. A veces se piensa que los gobiernos pueden capitalizar esto, pero a un año del triunfo del ’86 el gobierno de Alfonsín empezó a derrapar. En 1978 hubo una gran paradoja: encontrar una serie de códigos de una movilización social fue un aire para mí, fue una de las primeras movilizaciones de masas donde te diste cuenta de que no eran el último mohicano. La gente cantaba con la música de la marcha peronista, tras dos años de estar escondida. Hay que verlo con múltiples matices, porque lo de Muñoz en 1979 fue indudablemente una utilización espuria del fútbol, pero fue distinta a la movilización del ’78. Es un fenómeno muy complejo para verlo desde una visión muy maniquea. Es una sana alegría: duran dos horas la satisfacción y los festejos, pero no va mucho más allá de eso. Tiene esta capacidad de descompresión social, que es de las pocas expresiones democráticas, entre comillas: si lo ves en un televisión de plasma de 11 mil pesos o en el de la villa que se consiguió, hay un sentimiento de que tienen esa misma alegría, cosa que no sucede en el resto de las actividades. Se trata de un vínculo momentáneo, puntual y que dura lo que dura la alegría del festejo. En Europa se consideró que poder ver fútbol es un derecho humano y se reglamentó que deben emitirse por televisión abierta y no por cable codificado. Vieron como una discriminación que solo algunos podían ver un partido de fútbol, porque no hay otras experiencias donde se dé una unificación de sentimientos en ese nivel.
En principio, diferenciaría a aquel que le gusta el fútbol, que lo ha jugado, de aquel que lo ve y de aquel que no le gusta y no lo ve. Después diferenciaría una pasión, una identidad nacional, una forma de cultura popular arraigada en la Argentina de lo que es el negocio transnacional y globalizado del Mundial. Yo disfruto viendo los partidos y lo demás lo abstraigo. Tiene mucho de fiesta y no lo considero como una enajenación. Es una de las más importantes fiestas populares, porque es algo que uno consume, practica, habla, reflexiona: tiene todos los complementos para ser un hecho cultural y popular. En la Argentina, tiene históricamente un significado muy fuerte, que no es lo mismo que en Caracas o en Pekín. Tiene la cuestión del buen fútbol, la buena técnica, el buen jugador, el triunfo y la derrota, la emoción del gol, el verlo con amigos. Lo que nos aturde es el negocio, el marketing, que cansa, aturde y satura. Viene relacionado con que ese deporte, de alguna manera, es popular en todos lados. Las empresas organizadoras, los sponsors, las recaudaciones y los derechos de televisación monstruosos creo que son el mayor consumo que existe en el mundo. Sin duda, son el punto máximo del consumo de algo virtual, globalizado y que reúne la industria cultural con la cultural popular. Cada uno le dará más importancia a la cultura popular o a la industria que significa el fútbol, pero desgraciadamente no pueden encontrarse ya por separado. Hay que tomarlo en su verdadera naturaleza y no plantear ni una ceguera ni un éxtasis estúpido como pretende la información televisiva, ni desde una lectura intelectual, historicista y abstracta, que no entienda lo que son las fiestas populares. Pienso que se es verdaderamente feliz en las tribunas gritando el gol del equipo (yo lo he sido, por lo menos). Se trata de un momento intensamente ritual, con muchos elementos míticos, mucho emocionalismo, con un gran aporte desde la sensibilidad y donde se cruza lo racional y lo irracional. Y eso es lo interesante.
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