SOCIEDAD
› RECORRIDA POR PENALES Y COMISARIAS EN MEDIO DEL PEOR HACINAMIENTO
Horror tour
La mano dura de Ruckauf derivó en un hacinamiento inhumano en penales y comisarías. Página/12 visitó Olmos: allí viven 3371 presos en un lugar para 1800; la violencia impera y los líquidos cloacales caen de paredes con cañerías explotadas. El tour terminó en una comisaría parecida al infierno.
El frío manda sobre la indignidad de la cárcel de Olmos y sus 3371 hombres apretujados el último miércoles en celdas hechas sólo para mil ochocientos. El frío de junio impera como la propia indignidad del hacinamiento. Esa corriente de viento helado que se cuela por el “pasaplatos” del pabellón 11 de la planta baja hacia el pasillo circundante es tanto peor cuando se está del otro lado. Así alerta un preso, uno de los cientos de rostros jóvenes que se asoman a esas ventanas minúsculas por donde pueden pasar la mano para llamar por teléfono o para recibir la comida. “Pase a ver cómo nos morimos de frío, cómo la gente está enferma de los pulmones, cómo acá en el fondo vivimos sobre charcos de mierda y de meo; pase, don, pase que no le va a pasar nada”. Y los directivos de la cárcel, decididos a mostrar el horror que encierra la prisión en la que ellos también viven, mandan abrir la puerta, girar el pasador haciendo ese ruido metálico que suena como se lo puede imaginar cualquiera. Adentro el murmullo se vuelve repentino silencio. En días en que la expectativa de los internos y del propio Servicio Penitenciario Bonaerense está en una reforma de la Ley de Excarcelaciones que mandó a votar Carlos Ruckauf hace dos años, no hay ya en el sistema penitenciario quien se niegue a dar testimonio de las consecuencias inhumanas que dejó como legado la mano dura judicial.
Al entrar los detenidos que se habían agrupado en torno del pasaplatos –una abertura enrejada de 30 por 30– se van parando al lado de las camas enfiladas a lo largo de una especie de pasillo. A la izquierda, los camastros, cuchetas que hacen las veces de paredes, separando ambientes según las “ranchadas”, dibujando a lo largo del salón caprichosas formas, como las que se hacen en el dominó. El pabellón es uno de los llamados “de católicos trabajadores”, aunque en realidad no sean fervorosos creyentes cada uno de los casi sesenta hombres que viven allí arropados y medio acostumbrados al viento. El viento, es verdad, se siente directo viniendo del patio de aire que bordea el salón y que deja entrar luz hasta las cinco de la tarde, por entre unas rejillas que parecen más el alambrado de una cancha. A la planta baja también se le dice “talleres” porque en realidad años atrás se desarrollaban allí oficios varios. Así se puede ser de Talleres 1, hasta de Talleres 12. Cada nivel de Olmos tiene 12 pabellones. La cárcel tiene una estructura radial cuyo centro es un pozo de aire. Por ahí no es que entre una brisa fresca que alimenta los pulmones de los encerrados: como el deterioro lleva 62 años, y como el penal está diseñado para la mitad de presos de los que alberga, las cañerías están explotando y entonces siempre escurre por allí, desde el quinto hasta la planta baja, la pestilencia de los líquidos cloacales.
Niveles
Cada nivel de Olmos tiene su gente. En la planta baja están los más débiles, los que hacen buena letra porque están “solos en la vida” y carecen de cualquier ayuda externa, o los que por el tipo de delito como los violadores no pueden circular entre los reos comunes, o los que tampoco lo pueden hacer por su condición de ex policías. En el pabellón de Andrés, el chico de 21 años que invita a pasar, son trabajadores o estudiantes y eso significa que “acá la gente está buscando la calle”.
–Me cuentan que con la superpoblación crece la violencia y que las pastillas (el Rohypnol y el Artane) son el motivo de los problemas.
–El que quiere “cachivachear”, ése se queda con “la población”, en el segundo –contesta, en un alto del pasillo que bordea el extraño dibujo laberíntico de 60 camas, Luciano, un muchacho de 25 años, que cayó poco antes de sancionarse “la ley de Ruckauf”–. Los que somos parias y encima por estas leyes no salimos nunca preferimos acortar el tiempo a la calle. Cachivaches: eso dicen los de talleres que son los del segundo piso, donde todos aseguran que “están los peores”. Allí y en algunos pabellonesdel primero viven los tumberos. “Aquí es así, o sos tumbero o sos trabajador”, define el nuevo jefe de la cárcel, Julio César Quintana, caminando junto a Página/12 por los pasillos y las escaleras de Olmos. Claro que en una cárcel hacinada no es que todo el que se quiera “portar bien” tiene espacio para hacerlo. En el segundo hay quienes, sobreviviendo en un clima de violencia creciente porque los combates por el poder que genera la exagerada aglomeración son cada vez más feroces, esperan turno en un pabellón para trabajadores donde no serán sometidos a servidumbre por otros presos.
“Acá, al acumular personas como se hace cada día más, se acumulan problemas edilicios; no te alcanza el agua, la electricidad, te explotan las cloacas y aumentan los problemas de convivencia”, admite en la recorrida el jefe de Tratamiento del penal, Marcelo Iñigo. “Tenga cuidado si entra a Olmos –le advirtió un defensor oficial a este cronista el martes–. Yo, que he entrado hasta en el peor lugar, la última vez me pareció riesgoso porque para 3300 hombres tenían sólo 30 guardias”. Entre las recomendaciones el defensor no olvidó remarcar lo que luego confirmarían los penitenciarios: las facas ya no son en la cárcel esos cuchillos cortos que de un envión podían reventar un órgano o sacar un ojo. Por el alto nivel de violencia ahora se diseñan largas, para que el contacto cuerpo a cuerpo sea más relativo. Parecen espadas de samurai, dicen. Los conflictos pueden estallar por cualquier motivo. Desde la guerra de bandas hasta la comida. “A mí me mataron un interno por un pedazo de pizza”, dice uno de los guardias. “Acá ya no es como antes que venía un alto ladrón y caminaba como un señor. Acá se terminaron los grandes chorros. Acá los guachos pelean, y el que pelea mejor gana”.
Peleá, guacho, peleá
Esteban conoció las facas apenas entró, hace cinco meses. Es un rubiecito con boca de pez que podría pasar por botones de cualquier hotel cinco estrellas, o joven socio del CASI saliendo de una práctica de las inferiores de rugby. El cronista podría asegurar, si no fuera por el robo calificado y el homicidio que lo tienen preso, que lo ha visto en uno de esos entrenamientos. Cuando llegó hace cinco meses al segundo piso, lo vieron entrar y supieron con la verdad que les confirmó el prejuicio que costaría nada despojarlo. “¡Peleá, guacho! ¡Peleá, te digo!”, escuchó apenas puso su bagallo en un rincón, lleno de miedo. No tenía banca en el lugar; nadie lo conocía; carecía de prontuario. “Se acercan, te preguntan de dónde sos y te invitan a pelear. Yo tenía miedo porque me habían dicho que acá era una de las cárceles donde se mataban chicos”. Había caído por primera vez preso dos meses antes, pero mientras tanto lo habían mantenido en una comisaría, hacinado, mucho más hacinado que en Olmos, hasta que lo trasladaron. “Ahí hay uno que maneja todo”, cuenta en el pabellón evangélico del cuarto que le tocó después de que a los gritos le pidió al vigilante que lo sacaran del infierno que lo dejó descalzo por un tiempo. Por suerte ahora recuperó las zapatillas, si no, no resistiría el frío.
“Entra mucho viento y entonces tratamos de tapar con lo que podemos”, explica los nylons que tapan las rejas que dan al aire. Esteban es uno de los 14 hombres que ocupan una de las tres celdas del pabellón 4.11. Se trata de un lugar diferente al de la planta baja. Por lo menos no hay charcos de agua podrida ni las filtraciones que padecen los “parias” de talleres. Es más, un orden y una pulcritud de iglesia se notan apenas se ingresa. En un rincón, frente a un altar cristiano, se hincan unos diez hombres, que para el agnóstico parecen musulmanes en la manera de rezar, pero son evangélicos. “Los hermanitos” se les dice en todo Olmos. Un gordo de gran panza se para en la punta del pasillo que empieza inmediatamente después de ese antesalón en el pabellón 11. Es el guía espiritual y, de alguna manera, el jefe del pabellón. Excepto la planta baja, el resto de los pisos tiene pabellones como éste. Miden cuarenta metros de largo. Tras la puerta de hierro hay un espacio de 6 por 6 que en este caso es oratoriopero está hecho para comedor. Después, hacia atrás, a lo largo de un doble pasillo de metro y medio por donde se pasea un guardia cada tanto, hay cuatro celdas. Finalmente, cada celda tiene ocho metros por tres. Eso significa que en la de Esteban, donde son 14, a cada uno le queda como espacio menos de 2 metros cuadrados. Mejor no contar las camas.
Para que puedan entrar todos en el calabozo de Esteban, hay algunos colchones en el piso, bajo las cuchetas. “El de ese colchón, el de ahí abajo, lo saca a la noche para dormir? ¿Dónde lo pone?”, es la pregunta. “No, no lo saca, es flaco, duerme ahí abajo”, explican. No todas las cárceles de la provincia son iguales: hay lugares, también repletos, donde el problema es el hambre. Pero en todas la violencia crece. La baja cantidad de personal ante la explosión demográfica hace cada vez más indispensable el sistema de “buchones”. El jefe penal Iñigo tiene unas 50 entrevistas diarias con soplones que le advierten los conflictos posibles. Pero ni siquiera ese sistema con el que se intenta un ojo omnipresente podrá prevenir el caos absoluto cuando “el sistema” estalle. Al dejar la cárcel, cuando cae el sol sobre la mole, el frío hace temblar al más recio de los reos. En una de las salidas esperan unos 25 “nuevos” llegados de comisarías. Cada día hay una fila igual y un montón de “bagallos” esperando pabellón en la entrada. El sistema parece desagotar en Olmos, como los caños cloacales hacia la planta baja. Los gritos que se escuchan al partir, alaridos de un pabellón a otro a fuerza de pulmones y de códigos, dan apenas una idea de lo que podrían ser tres mil trescientos setenta y un hombres rebelados por la incumplida promesa de volver sobre los pasos de Ruckauf.
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