SOCIEDAD
• SUBNOTA › COMO VIVEN EN LOS CALABOZOS DE LA BONAERENSE
Un descenso al infierno
Imposible imaginar, más allá de la literatura y el cine que reconstruyó la época, cómo era el viciado aire, la perversa estadía en los “pozos” de la dictadura. Pero quizás este que se abre oscuro, húmedo, lleno de cautivos bajo una comisaría del conurbano, sea algo como aquello, tenga algo de aquel modelo de eliminación y de exclusión última. Algo parecido a lo que un fiscal general de provincia, desbocado a propósito de la falta de lugares para meter a los presos bonaerenses, propuso como posible futuro: campos de concentración. Si no, sólo ponerse a conversar con alguno de los veinte hombres de todas las edades que allí sobreviven hacinados, escuchar cómo se les ha hecho costumbre armar y desarmar las camas cada día para entrar casi apilados a lo largo del piso sobre el que se cansan de matar cucarachas, oír toser a ese hombre delgado que hace tres días no recibe su medicación para el VIH y que pelea con una tuberculosis que le provoca la tos una y otra vez en lo profundo del pozo. Sus nombres y el lugar no serán revelados en esta nota. Como tampoco ningún dato que demuestre la manera en que se logró ingresar al pozo. Entrar, bajar unas escaleras de cemento empinada, como un corte, y ver de a poco cómo la mañana desaparece en el pozo. Primero, una puerta de hierro, con una de esas ventanitas. Después una enrejada, con arabescos, gruesa, pero como si fuera la de un jardín. Tiene puestos candados. El policía busca en un manojo y abre. Adentro cuesta ver. La noche es persistente en el pozo. La combate sólo un foco cagado por insectos que alumbra como se le antoja a sus 75 voltios. Los presos se están levantando. Algunas toman mate o té sentados en algunas sillas desperdigadas, a distancia unas de otras. Hace veinte días en el lugar había cuarenta personas. Llegó a ponerse pestilente. Sufrieron dolores de cabeza, mareos y hubo algunos descompuestos. Sólo a dos los llevaron al médico. Lo peor, dicen los presos que quedan, que son unos veinte, fue cuando “metieron a un pibe que tenía los ojos infectados y entonces nos infectamos todos”.
Este cronista intentó durante toda la semana ingresar con autorización al sector calabozos de una de las tantas comisarías del Gran Buenos Aires. Mientras el Ministerio de Seguridad y varios defensores generales daban el visto bueno, fue imposible luego que se materializara ante la negativa inclaudicable de los jefes de Departamental, que directamente negaron haber recibido instrucciones “de arriba”. Aunque se pudiera hablar con los detenidos, darles voz, ya era demasiado pedirle a la corporación, a pesar de que “el problema (del hacinamiento) se le ha vuelto en contra a la fuerza y ha colmado la paciencia hasta del cabo más raso”, según confesó un capo zonal a Página/12. En el Departamento Judicial de San Isidro, por ejemplo, la policía informó a la Justicia que para poder custodiar y hacer los traslados de los detenidos en comisarías ocupa el 40 por ciento del personal del que disponen. El indicador que más preocupa a polis bonaerenses y a las defensorías generales de cada departamento judicial —Página/12 habló con seis fuentes– es el incremento de la violencia.
En el pozo las caras se empiezan a ver de a poco. Algunos se levantan, aparecen desde el fondo acariciándose torpemente la cara con una mano que casi siempre tiene una o dos uñas largas, o todas largas. Hay un chico muy joven, esmirriado y con una pequeña joroba, que se para siempre detrás del resto. Algunos ocupan asientos. Otros se sientan sobre dos camastros de cemento contra la pared sobre los que hay varios colchones. Sólo algunos comienzan a hablar. El primero es un chico de 25 que muestra su tobillo hinchado. Tiene un enorme absceso allí y dice que le duele, que necesita un médico. Muchos quieren contar que son primarios, que jamás habían caído presos, o que fue su segunda caída, o que están hace seis meses, un año, dos, por intentar robar una cartera a una mujer en la calle. “A mí me engarronaron un doble homicidio en ocasión de robo”, dice el del tobillo. Es de Fuerte Apache. El día que dinamitaron las torres en el barrio él fuede la intifada apache que apedreó el palco oficial donde estaba Hugo Curto y su corte de rubias esbeltas y teñidísimas. Esa vez le tomaron una foto dice. Y por culpa de esa foto, de su ficha, se está comiendo el garrón de pagar por esas muertes, jura.
El tiempo que se puede pasar dentro del pozo es indeterminable, o interminable. Con la Ley de Excarcelaciones 12045 –el desvelo de cualquier interno– es imposible una pena alternativa o una salida antes de que se tenga condena. Algunos están siendo trasladados a raíz de un hábeas corpus. Por eso se desagotó el pozo. Por eso se desagotaron los buzones, ese pasillo infame en el que llegaron a dormir ocho. Está a la salida. Quedan tres personas adentro. Son los parias. Estuvieron con la población, pero “hubo problemas de convivencia”, según el suboficial que abre la puerta. Un chico bajo, como empequeñecido dentro de esa miniatura en la que vive, invita: “Este es mi departamento”. Está puntillosamente ordenado y decorado. Ha escrito frases sobre lo que extraña a su mujer y a su hija en letras góticas hechas con birome. Está por un robo sin armas hace diez meses. Está, podría decirse, feliz con el lugar que le ha tocado. A pesar de que mide un metro diez de ancho, dos y medio de largo y dos de alto. Su cama, que parece un hilo de cama, mide 55 centímetros. Es que fue el “gato” de “la población”. Habían entrado un cinto y con eso latigueaban su espalda y la de otros siervos. Se sube la remera y muestra las marcas de los fracasos que cicatrizaron. Estuvo en el médico por eso. Tuvo suerte: no son cortes profundos. El hombre que tiene tuberculosis hace dos meses pide que lo lleven a un penal con hospital. Aunque tiene un hábeas corpus aceptado por un juez hace veinte días, no lo consigue. Y tose, tose, tose, muy ronco, en el fondo del maldito pozo.
Nota madre
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