Las causas más frecuentes por las que los chicos y jóvenes menores de edad son encarcelados en institutos son las adicciones, las deficiencias habitacionales o los casos de violencia familiar. Aquí algunas de las historias que pudo recuperar Página/12.
- J. A. tiene 16 años y a pesar de lo agitado del período de la adolescencia es muy apegado a su madre. No obstante, no pasa tanto tiempo con ella como quisiera. Los horarios de visitas del Instituto para Menores San Martín no se lo permiten. Llegó a ese lugar por circunstancias atribuibles a la mala suerte y preferiría volver con su madre. Un juez ordenó su encierro por no tener dónde vivir. Los dos quedaron en la calle cuando el padrastro, que golpeaba a ambos, terminó por echarlos.
Los tres se habían mudado al conurbano utilizando un subsidio habitacional que les otorgó el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. No hace mucho, la madre se cansó de recibir golpes y de ver cómo los recibía su hijo. Su pareja continuó la violencia dejándolos sin techo y se apropió del subsidio que debía ser para toda la familia. J. A. nunca quiso vivir en un hogar de día. El prefiere estar con su madre. Como ella no tiene una vivienda ni puede alquilar, la Justicia considera que el mejor lugar para el chico es detrás de los barrotes del San Martín.
- En el caso de M. Z., de 14, podría pensarse que tiene un poco más de fortuna porque ahora está en libertad. Hace poco más de un mes salió del Instituto Inchausti, aunque era la tercera vez que entraba y seguramente vuelva a dormir en una de sus camas. En su historia, a la presencia del padrastro golpeador hay que sumarle la adicción a la pasta base de cocaína, el paco. A pesar de haberla institucionalizado dos veces, el Estado no logró prevenir que se repitieran ni los golpes ni el consumo de paco. La madre quiere vivir con ella, empezar a superar lo que significó tener una pareja violenta. Pero el único techo que le ofrecen es el del instituto y el único tratamiento para su adicción es un guardia de seguridad que previene que no se escape.
- Algunos dirán que F. J., una chica de 13, se lo buscó, creerán que tuvo la posibilidad de elegir y se equivocó. Ahora está en el Instituto San Martín. La detuvo la policía junto a cuatro mayores en un intento de robo en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires. Hasta ahora el delito no se pudo probar, por lo que los cuatro adultos están acusados de tentativa de robo y disfrutando de la libertad a la que los autoriza la mayoría de edad. Mientras tanto, F. J., aunque es inimputable, está presa. El juez entiende que no tiene una familia capaz de recibirla. Ella no vivía con sus padres, sino no que –olvidando que apenas está entrando en la adolescencia– lo hacía con su pareja y en la casa de sus suegros. La Justicia no reconoce ese vínculo como el que puede existir en una familia, niega el parentesco y prefiere cuidarla encerrándola bajo llave.
- Cuando A. M. llegó a la comisaría fue por voluntad propia. Creyó que iba a recibir ayuda y volvería a la libertad que le habían arrebatado. Ella tiene 13 años, es boliviana y un hermano mayor la trajo ilegalmente al país sin consultarla. El objetivo era que trabajara en un taller textil, donde estuvo un tiempo en situación de esclavitud, viviendo y cosiendo en la misma habitación. Al ver que la guardia que le impedía las salidas de la casa transformada en taller había decaído pensó que se trataba de una oportunidad irrepetible. Entonces ganó la salida, atravesó el portón hacia la calle y se pensó libre. Después de caminar un tiempo sin saber hacia dónde ir, A. M. entró en una comisaría, tal vez leyendo la frase que da la bienvenida: “Al servicio de la comunidad”.
Todo ocurrió como debe ser: desde la comisaría se comunicaron con el Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes en busca de asistencia para la chica. El organismo envió a un grupo de operadores, pero no llegaron a tiempo. Se interpuso el cambio de turno en la comisaría. El nuevo comisario a cargo decidió llamar a un juzgado. El juez la depositó en un instituto de menores. Ahora está otra vez sin libertad.
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