› Por Erce Molist
y Tomás Delclos *
La computadora personal (PC) cumple 25 años. El 12 de agosto de 1981, IBM presentaba su modelo 5150 y abría camino a una de las mayores revoluciones tecnológicas de la historia. Un equipo de 12 personas dirigido por Philip Estriedge hizo el milagro. El sistema operativo era de Microsoft, una empresa dirigida por Bill Gates, un visionario de 25 años llamado a convertirse en el hombre más rico del mundo.
IBM lo había intentado ya en dos ocasiones, pero habían salido unas máquinas demasiado caras. Esta vez dio con la fórmula para ahorrar tiempo y dinero. En lugar de fabricar su propio software y todo el hardware, lo fue a buscar ya hecho, en el mercado. La máquina era una caja con 16 kilobytes de memoria que costaba 1565 dólares. En la pantalla se podían leer unos caracteres de color verde fosforescente y, según la publicidad de la época, un manual muy fácil de entender permitía estar empleando aquella máquina en apenas unas horas. Otras marcas se habían anticipado con ingenios similares. El profesor Michel Dertouzos, cuando hablaba de la historia de las computadoras personales, siempre ponía a Xerox y Apple por delante de IBM. Pero IBM no se guardó el secreto de su arquitectura. Estaba fabricada con componentes genéricos, que podían obtenerse fácilmente. Y su comercialización se hizo con distribuidores independientes.
El procesador lo puso Intel, y el sistema operativo, unos novatos, los chicos de Microsoft, que se habían juntado apenas hacía seis años. Cualquier fabricante podía hacer su PC y encaramarse a la ola de su repentino éxito. Este ejemplar de IBM rápidamente fue clonado por otras marcas. El ecosistema de la PC se impuso. En 1983, la revista Time no proclamó un Hombre del año sino la Máquina del año: la PC.
Hoy hay unos mil millones de computadoras personales en el mundo; eso sí, muy mal repartidos. En Estados Unidos hay 70 por cada 100 ciudadanos, y en Brasil, apenas siete. Y eso sin bajar los últimos eslabones de la brecha digital. No sólo se han multiplicado, también han crecido en potencia y habilidades. Es más, algunas de las tecnologías que llevaba el 5150 hoy prácticamente están en los museos. Como el disquete (floppy). Un dispositivo de almacenamiento de datos que hace 25 años se vendía en forma opcional junto a la máquina.
¿Qué sería de todos sin las tareas que ejecutan los ordenadores personales? Seguramente, la mayoría de aquellos niños ni siquiera han pensado en un eventual apagón informático que los dejara sin enciclopedia virtual o sin juegos. Ni el oficinista se imagina regresando al ábaco.
Aquellas primeras PC no eran muy amigables. Las órdenes debían dárselas por escrito y la gestión de los comandos no era intuitiva. Apple lo resolvió con un sistema de ventanas e iconos sobre los que se cliqueaba. Mucho más fraternal. Pero para emplear el sistema Apple había que comprar una máquina Apple. Esta táctica de encerrar al cliente fue nociva para su negocio. Microsoft lo imitó con una diferencia. Como no era fabricante de máquinas, sólo de programas, no tuvo inconveniente en licenciar su Windows a cualquiera. Ahí empezó su reinado.
Poco a poco, los informáticos logran mejorar la cordialidad de las máquinas. Pero todavía falta un largo trecho. Los fabricantes de ordenadores son envidiados por sus colegas. Tienen un cliente que se siente culpable. Cuando se estropea la heladera, todo el mundo piensa que le han vendido un cacharro. Cuando la computadora se cuelga, lo primero que se pregunta es: ¿qué habré hecho?
Militantes de la simplicidad como Donald A. Norman han escrito libros en los que reclaman computadoras menos complicadas. “¿Deseamos usar ordenadores? Por supuesto que no.” El sentido común, escribe en El ordenador invisible, “nos dice que queremos escribir una carta... no emplear un procesador de textos. No quiero usar una computadora sino lograr algo. No quiero un programa informático extraño y complejo capaz de hacer más cosas de las que deseo aprender. Quiero que la informática se adapte a mis necesidades. Quiero que la tecnología esté oculta, que no se vea”.
Este es el camino, la inteligencia de los ordenadores va progresivamente embebida, disimulada, en centenares de artefactos. Teléfonos móviles, agendas y pizarras electrónicas, videos con disco duro... Son también computadoras. No pasarán muchos años para que hablemos con las máquinas y entiendan –quizá sólo en inglés y chino– nuestras órdenes. Michio Kakuhace un cálculo inquietante: en el año 2050, esas máquinas pueden tener conciencia de sí mismas. Y, más allá, llegará el “ordenador definitivo”: el cuántico. En lugar de cables y circuitos usará ondas cuánticas y tendrá un tamaño de átomos. En un futuro lejano, la biónica quizá conseguirá cierta fusión entre mente y máquina, el cableado del cerebro. Quizá los abuelos que han visto cómo un chip de silicio de unos pocos milímetros, que hay que tomar con pinzas, tiene hoy más capacidad de cálculo que el Eniac, un mastodonte informático de los años ’40 que ocupaba toda una habitación, empiezan a creérselo.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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