Mar 29.08.2006

SOCIEDAD

El cura Puigjané y una última visita a Caseros antes del derrumbe

El sacerdote visitó la celda donde estuvo encerrado durante nueve años, en el piso 18. El Ejército trabaja en la demolición manual del edificio. Deben terminar el trabajo en un año.

› Por Eduardo Videla

El cura Antonio Puigjané sube los dieciocho pisos que separan la calle de la celda donde pasó nueve años de su vida, en la cárcel de Caseros. Lo hace por las escaleras, porque los ascensores ya no están y el único montacargas está fuera de servicio. Y pese a sus 78 años, camina con una velocidad difícil de seguir para quienes lo acompañan. Hasta que llega a ese cuartito de tres metros por uno y medio y se asoma a la ventanita, a la que tantas veces se trepó para ver el río y el sol del amanecer. En esa parte de la ex prisión ya no se está “a la sombra”, simplemente porque ya no hay techo. La demolición del edificio avanza, a golpe de maza y martillo neumático, a manos de soldados del Ejército. “Después de todo fui feliz aquí, con mis hermanos presos, a pesar del sufrimiento, de la injusticia y de la locura”, dice el sacerdote. Saluda a los soldados agitando la mano y baja las escaleras al mismo ritmo con que subió.

Desde afuera, la mole de cemento que fue cárcel hasta diciembre de 2000 parece igual que siempre, pero si alguien cuenta los pisos se dará cuenta de que faltan cuatro. Los tres superiores ya habían sido demolidos en una primera etapa, cuando todavía estaba vigente la idea de derrumbar el edificio mediante una implosión.

Ahora, tomada la decisión de hacerlo en forma manual, a golpes de maza y martillo neumático, los soldados-obreros van por el piso 18, que ya no tiene techo y se ha convertido en una terraza desde donde puede verse el Río de la Plata y buena parte de la Ciudad.

El cura Puigjané, que cumplió allí nueve años de condena por el ataque a La Tablada, regresa a la que fue su celda ocho años después. El pretexto es la grabación de un documental sobre su vida, que se verá el año próximo. Acompañado por un grupo de periodistas, el sacerdote se para en el tercer piso debajo del hueco que han tallado los hombres del Ejército para fracturar la estructura del edificio y facilitar su derrumbe. Segundos después, cuando el grupo se ha desplazado unos metros, se escucha el estruendo de los escombros que han caído por ese agujero, en el lugar donde todos miraban hacia arriba.

En el piso 18 quedan aún algunas celdas, entre ellas la que habitó Puigjané. El cura se para en el asiento que todavía se conserva y se asoma hacia la ventana. “Desde aquí veía las grúas del puerto, el río, el amanecer. Y por las noches, buscaba las estrellas con un espejo”, recuerda.

Los soldados riegan las paredes para que después los golpes no levanten tanta polvareda. No hay demasiado equipamiento: además de las mazas, hay dos pequeños vehículos, mezcla de martillo hidráulico y pala excavadora. En las paredes aún pueden verse las perforaciones donde iban a ser colocadas las minicargas de gelamonita, que harían derrumbar la mole de cemento en apenas 4,7 segundos, como estaba planeado, según explica uno de los responsables del Batallón de Ingenieros 601.

Ese procedimiento fue frenado por una orden judicial, en 2004. Como la estructura ya estaba debilitada y el edificio corría riesgos, se resolvió terminar el trabajo en forma manual. Hace dos semanas, el Ejército y la Ciudad firmaron un convenio para realizarlo en un año: para cumplirlo, habrá que demoler 4500 metros cuadrados por mes, algo así como un piso y medio cada 30 días.

Antes de bajar, Puigjané busca el lugar donde estaba la capilla de la cárcel, en el piso de arriba, que ya no existe. “Nunca fui a esa capilla –dice–. Mi iglesia era mi celdita y los patios, donde compartí momentos con mis compañeros y con los hermanos ladrones que conocí acá.” Puigjané no participó del ataque a La Tablada, pero decidió estar junto a sus compañeros detenidos y terminó condenado a 20 años de cárcel. Hoy vive en una parroquia del barrio de Coghlan.

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