Jorge Martínez y Jonathan Lorenzo cayeron baleados por la espalda por un policía bonaerense, este fin de año. Sus familias descubrieron que no era el primer fusilamiento del “paraguayo” Sosa: ya había matado hace seis años. Un relato de dos vidas de pobreza donde se mezclan una comunidad, códigos, trabajo y crimen.
› Por Cristian Alarcón
El comedor popular Juanito Laguna iluminado por la luna llena del jueves brilla en un extremo del barrio, que a un mes del asesinato de dos de sus pibes sigue sin levantar el volumen de la cumbia y el rock and roll. El Barrio Mitre, en Saavedra, está de duelo. Sólo el retumbar de la murga se deja escuchar por los ensayos del Carnaval. Aunque es de noche, la ronda se forma bajo un árbol, donde alguien coloca las sillas de plástico para que se siente la madre de Jorgito Martínez, uno de los pibes que murió de tres tiros en la espalda cuando lo persiguió un sargento de la bonaerense. La mujer ya cocinó como todos los días para cientos de chicos. Habla con el delantal puesto y la voz templada por el dolor. “Hacía poco tiempo que salía a robar. Yo lo quise frenar, pero él siempre me contestó con las mismas palabras: ‘no pasa nada, mamá’. Los chicos de ahora se creen dueños de la verdad, del mundo. Ellos dicen que viven por los códigos, y que no los pueden quebrar.”
Página/12 contó el miércoles pasado la historia de este doble crimen suburbano y un dato desconocido: el mismo policía había eliminado a otro ladrón seis años atrás. Lo que los medios habían publicado tras la última Navidad era la cruda noticia policial: persecución y tiroteo en la Panamericana, dos delincuentes muertos. Primero cayó Jorge Andrés Martínez, “Jorgito”, con un tiro en la nuca y dos en la espalda. Luego, cuando llegaban avanzando por la colectora en contramano, de provincia a Capital, casi en la General Paz, Jonathan Lorenzo, de 24 años, recibió cinco disparos, todos por la espalda. Fue el 24 de diciembre a las cuatro de la tarde.
Pasó un mes hasta que la familia de Jonathan se contactó con Sabina Sotello, presidenta de la Organización Por la Vida, una ONG de derechos humanos y madre de Víctor Manuel “El Frente” Vital, el chico conocido como “el santo de los pibes chorros”, protagonista de un libro escrito por este cronista, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Magdalena, la mamá de Jona-than, y Sabina pasaron dos horas conversando sobre el caso hasta que se mencionó el nombre del asesino de Víctor. “El que mató a mi hijo se llama Héctor Eusebio Sosa”, dijo Sabina. “El que mató a mi hermano se llama Héctor Eusebio Sosa”, dijo Pablo Lorenzo, el hermano mayor de Jonathan. Una serie de casualidades los había juntado. Unos de Saavedra, los otros de San Fernando, ahora viviendo en Don Torcuato, no tenían mayores puntos en común. De pronto el destino fatal y la misma mano ejecutora del tirador los unía en la tragedia.
La luna se proyecta sobre el Barrio Mitre, en el fondo de los pasillos anchos y prendidos. Las familias saludan el paso de los hermanos Lorenzo. Pablo y Emiliano lideran la murga Los fantasmas de Saavedra, que está por comenzar su ensayo. Emiliano cuenta la vida de Jonathan: una vida rara, dice. En los últimos años había cambiado un par de veces. Primero estuvo preso un año y un mes por un robo sin armas a un locutorio. Estaban escabiados, dicen. Fue un deshonor que lo engancharan junto a otro y a una novia bien, una buena piba de Olivos. Salió con ganas de rescatarse. Como Pablo es motoquero, le consiguió trabajo en una mensajería. Después fue repartidor de La Farola y de un restaurante de sushi. Fue la época en que un peluquero del barrio lo convenció: Jonathan, de pronto, se convirtió al evangelio. Durante varios meses dejó la cerveza, el fernet y las drogas. Se obsesionó con recuperar a la novia de la adolescencia. Con Sabrina habían tenido un hijo, Elián, que ya cumplió los siete años. Sabrina, que también se dejó tocar por el milagro de la religión, le creyó. El se bautizó y después se casaron en una ceremonia inolvidable. Ahora Sabrina está embarazada de seis meses.
Pero su compromiso con los mandamientos duró poco. Tras el casamiento se fueron a vivir a un departamento en Drago. Al poco tiempo él volvió a los consumos. Y aunque trabajaba de lunes a viernes como mensajero, los fines de semana regresaba a la calle. “Eran tres, cuatro pibes que les daban a las cajas del Coto. A Jonhy le gustaba sacar pecho”, reconoce Pablo. Si hay algo que, además de compartir verdugo, acerca la historia de Jonathan y Jorge a la del mítico Frente Vital, es esa manera en que sus seres queridos pueden hablar de sus historias y decisiones sin ambages, con la claridad de quien conoce las reglas escritas y no escritas. “Me lo podía imaginar preso, uno puede aceptar que ésas son las reglas, que si hacen algo malo la ley los castigue –dice Magdalena, la madre–. Pero no puedo aceptar que los fusilen. Mi hijo estaba escapando pero le dispararon cuando estaba indefenso. No pudimos cruzarle las manos en el pecho cuando lo pusimos en el cajón porque las tenía cerradas tal como había agarrado el volante de la moto.”
Durante los últimos tres meses los primos Jonathan y Jorge parecían una sola persona. En el barrio los recuerdan como un dúo gracioso: eran simpáticos, lindos, de alguna manera ganadores. Como Jonathan había entrado en una crisis de pareja, pasaba el tiempo en la casa de Jorge, que vivía a su vez con su padre. Durante el día se mudaban a la casa de su hermana Romina o a la de su mamá. Todo en el Barrio Mitre queda a media cuadra. Así que este territorio era el que los circundaba. Su presencia se puede notar en el ánimo de los que se acercan. Un silencioso protocolo hace que cada amigo, cada compañero de la murga o de la cancha, se acerca para presentarse. Al funeral fueron 500 personas. Treinta motos. Cincuenta autos. Un micro lleno. “No eran los chicos más educados porque habían dejado la secundaria, pero tenía respeto. Al mayor lo trataban de usted. A la señora que veían con las bolsas en la feria, la ayudaban hasta su casa. No eran barderos. Más de una persona se sorprendió porque robaban”, dice Romina bajo el árbol sobre el que cae la noche.
Jorge había llegado a los 19 flaco, largo, ducho para el fútbol, con una novia linda. Dejó en segundo año, pero con la nueva pareja de su madre aprendió albañilería y trabajó en varias obras. El verano pasado hizo la limpieza en el Parque Sarmiento, donde Olga trabaja hace cuatro años como empleada del gobierno porteño. “Pero después se enojó porque pagan poco y recién en junio. Yo le decía que volviera pero ya su mente estaba en otro lado”, dice. A Olga el dolor no le ha dado tregua. Al comienzo no puede hablar. Se le cierra la garganta, dice. Pero avanza cuando se acerca al milagro de ese parto. “El era mi bebé. Cuando nació pesó un kilo. Veintidós días estuvo en el incubadora. Salió con un kilo 770 gramos. Como ni siquiera le entraba la ropa de prematuros yo le compraba ropa de muñecos. Era un cristal, no se podía fumar, no se podía echar perfume. Yo sabía que Dios me lo había prestado, que no podía ser para siempre –piensa Olga–. Pero si hay algo que me tranquiliza es que vivió como él quiso. Era muy alborotado. No entiendo por qué se le dio por hacer esto.”
Olga habla como hace siete años Sabina sobre su relación con el Frente Vital. Lo ayudaba, a él no le faltaba nada, con sus dos trabajos podía comprarle las zapatillas, del comedor llevaba la cena todos los días. ¿Qué más quería? Romina lo atormentaba: “Dejá eso. Dejá de joder”. El le respondía: “Hay códigos. Se entra pero no se sale”. En ese tiempo de preocupaciones Olga miraba el único programa de TV que narra la pobreza del conurbano. En Policías en acción se puede ver el destino penal de la pobreza. Allí imaginaba a su hijo, en manos de esos hombres fuertes, golpeado, insultado, encerrado. Pero la cámara testigo no llega a mostrar gatillos fáciles. Así que nunca lo imaginó muerto. “Me moría de dolor de pensar que lo iban a hacer pasar por eso. Eso me imaginaba yo, que me lo iban a llevar preso, pero no esto, esto fue una masacre.”
Magdalena también combatía con su hijo Jonathan, sin éxito. “Nunca le acepté diez pesos. Como le llamaba la atención se iba. La verdad es que eran unos pibes, ellos querían ser ladrones pero no lo eran, no llegaban a tener esa estatura. Robaban porque querían salir a bailar a Bus, al Tropitango, que era donde iba el Frente; llevar la novia al cine. No sé cómo explicarlo, ellos no eran dos matones”, dice. Todos insisten en reconocer que las dos víctimas del policía bonaerense, el Paraguayo Sosa, como muchos otros delincuentes eventuales evitaban los enfrentamientos armados. Hacen hincapié en lo que figura en la causa judicial: el día del raid fatal primero intentaron entrar a una casa de Olivos. Como su víctima se resistió, aún estando armados, se retiraron hacia otro objetivo sin agredirlo. “Hay un pibe que cuenta que con mi hermano un día robaron un auto, el chofer, encañado, se bajó –cuenta Romina–. Y cuando ellos iban a arrancar, escucharon: ‘papi, papi’. Entonces se bajaron, y se fueron caminando. No le devolvieron las llaves para que el tipo no corra a llamar a la policía, pero le dejaron el auto ahí, porque con chicos no se metían.”
¿Cuales son los códigos de los que se habla en el barrio? Dicen: respetaban los horarios, no se metían con la mujer de alguien preso, iban a visitar a los que estaban en la cárcel y si se enteraban de que un gil había robado a alguien en Ruiz Huidobro, a la salida del barrio, ya entre las coquetas casas de Saavedra, lo apretaban. Los Miel, como se decían el uno al otro los primos (“qué hacés Miel, vení Miel, subí Miel”), “tenían, a pesar de todo, un sentido de comunidad, un sentido de pertenencia”, dice Pablo Lorenzo. “Ni ellos hubieran querido ni nosotros, ni los pibes que todavía los lloran, hubiéramos querido tampoco, que a Sosa lo mataran. No pedimos muerte. Pero él los fusiló y vamos a pelear para que vaya preso.”
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