La villa 25 de Mayo es el mayor centro de distribución de pasta base de cocaína en la zona norte. El nuevo “negocio” está arrasando con el barrio. Una recorrida en una comunidad partida, desmoronada en poco tiempo.
› Por Cristian Alarcón
Sobre la calle Pascuala de Uncal, los vecinos del área donde todavía no hay “transas” pusieron puertas con candados para evitar el paso de los adictos al paco que inundan el barrio. Se cansaron, dicen, de levantarse y encontrarse con la entrada de sus casas sembrada de jóvenes “arruinados”, “perdidos” o “fisuras”. Es que la villa 25 de Mayo, la misma donde se tejió el mito del santo de los pibes chorros, Víctor Manuel “El Frente” Vital, es el centro de consumo y venta de pasta base de cocaína más grande de la zona norte: en dos manzanas los chicos que se confiesan hartos y temerosos de su adicción cuentan con 17 puestos en los que día y noche les venden la droga que los está matando.
El mismo día en que este diario publicaba la historia de los nuevos dos crímenes del mismo policía que mató al Frente Vital (ver nota aparte), una carta desde el Centro de Salud 27, sobre la calle 25 de Mayo, el único lugar al que los adictos no le roban, confirmaba lo que varios ex compañeros del santo de los ladrones habían contado: “El barrio esta inundado”. El sopor de la tarde, los 36 grados a la sombra entre los ranchos, parecen desdibujar los contornos de las figuras que circulan como en una romería, de un lugar a otro. La movilidad interna del barrio es alta. De hecho, la gran novedad de los últimos meses es que ya no son sólo los chicos y chicas de la 25 de Mayo, la San Francisco y La Esperanza los que fuman en este espacio delimitado por Uncal, 25 de Mayo, Quirno Costa y Sobremonte. También vienen adictos de otros sitios más alejados que no llegan a abastecerse en la Capital, que es el centro de distribución de paco a ojos de todos estos consumidores.
Para El Peje, como llamaremos a un pibe de 16 años atrapado por el humo blanco de la pasta base, Soldati en Buenos Aires es el reino del paco. Recuerda con nostalgia que hubo unas semanas en que él y otros cinco se organizaban para ir a buscarla a la villa de la que ahora la sacan solos los transas locales, a bajo costo. “Ellos la buscaban a un peso, y la vendían a cinco. Así varios se llenaron de plata”, dice El Peje. Sentados en la vereda, sin dosis para fumar desde hace un par de horas, los pibes bajan el nivel de sospechas con que comenzó la jornada. A pesar de que cronista y fotógrafo son viejos conocidos para algunos en el barrio, durante media hora la villa se persigue, van y vienen los mensajeros con las hipótesis de qué buscan esos dos chetos recién llegados. Sólo los tranquiliza la idea de que nos acompaña la licenciada Marta Márquez, trabajadora social del Centro de Salud. Y la memoria, que perdida y volátil se despierta en El Peje, que recuerda la foto que le regalaron, cuando hace seis años él era un “pibito de la bolsita”. Quince hermanos, su mamá presa porque le encontraron poco más de un kilo de faso y el sueño de salir un día de esta condena de la que es tan consciente como un condenado a muerte de que el futuro no existe.
El amigo de El Peje es también de familia numerosa: de sus 7 hermanos, 4 son adictos, pero si suma a sus primos, son unos 20, dice. Gustavo, 22 años, los dientes diezmados, el cuerpo magro, exhibe un humor negro que resulta un exorcismo para los que lo escuchamos al sol, en plena siesta. Los transas, nos enteramos, ya guardaron todo por si a pesar de nuestras credenciales resultamos policías. El habla con la displicencia del que se sabe perdido. “Yo hace mucho que fumo. Era una persona respetable. Ahora hago cosas por las que me quiero matar. Robo para poder consumir. A los seres queridos, a los desconocidos, a todo el mundo. Viene uno a comprar, le pedimos la plata para traerle una bolsa y nunca más nos ve. Ayer a uno por merca le puse Tafirol rayado. Se vomitó todo –se ríe–. Pero peor le fue al que le pusimos Uvasal. ¡Tomó un tiro y le salieron lágrimas de espuma por los ojos! ¡Pobre chabón!” se ríe, y aun en la sórdida tragedia, contagia.
A Marta Márquez la paran en las esquinas todos los que tienen sus trámites sociales demorados. Está de vacaciones, regresa el lunes. Tendrá una lista larga de necesidades insatisfechas. En la salita –donde hay un solo médico clínico para atender a los 13.652 habitantes que contó el censo del 2001– por las mañanas ella trabaja por contrato sólo 16 horas semanales. Allí registraron un 23 por ciento de embarazos adolescentes –el promedio es de 16 años– y ya no se sorprenden cuando llegan niñas de 12 y 13. El paco ha creado un nuevo umbral de pobreza y marginación, un límite inimaginable seis años atrás, cuando este cronista conoció la 25. Entonces los transas, enemigos de los chorros como el Frente, eran apenas tres. Ahora esas mismas familias, cuyos padres han ido a la cárcel, continúan atendiendo con los hijos. Varios de esos transas jóvenes son también consumidores. Las amigas del Frente caminan esqueléticas por el barrio, bajo la mirada desconfiada de los pocos vecinos que no participan del pacto del paco: comprar o vender, vivir de él.
El chofer del remise se sorprende de dos cosas: de que no lo roben, y de que ese pibe de 14 se le acerque para preguntarle si su diario no le conseguiría ayuda. “¿Ayuda?”, pregunta el remisero. “Sí”, dice el pibe. “Ayuda, un lugar para internarnos”. En el centro de salud reciben ese pedido de las madres. Llegan desesperadas pidiendo que un juez ordene la internación. Pero en la provincia de Buenos Aires no existen programas específicos de prevención o reducción de daños que lleguen a estos sectores. En el gobierno local “el intendente Fernando Amiero no está interesado en absoluto. Los únicos que están haciendo algo son los de Juventud, pero en realidad sabemos que debería hacerse un trabajo no afuera del barrio, sino adentro. Ahora, es muy complejo, porque el drama tiene muchas aristas, entre ellas lo delictual”, dice Márquez.
De hecho, la violencia se multiplica a medida que crece el microtráfico. Es aquí donde un hombre, tras ser mordido por un perro, volvió armado y mató a su dueño. Y en la esquina de Quirno Costa y Uncal fue donde un hombre conocido como Takanaka, ahora preso, mató a un remisero que vino a cobrarse un robo con demasiado ímpetu. Es tal el conflicto cotidiano que los robos y el consumo generan que los pocos vecinos ajenos al negocio y la trampa de la droga vivan encerrados, construyendo fortalezas con cadenas, candados y silencios. Es el caso de una líder del barrio que fue atacada hace un año y medio cuando todavía se animaba a participar en el Foro de Seguridad, el fracasado proyecto de León Arslanian. “La necesidad los lleva a vender, pero es terrible porque uno debe asumirlos como a un trabajador. Verlos en la esquina y no decir nada. Eso es la impunidad hoy. Nosotros nos vamos haciendo menos, y ellos no tienen límites.”
A un par de cuadras está, intacta, y pintada, la casa de la Mai Marga, la anciana sabia que solía proteger con sus rituales a Xogún, el cuerpo de los pibes chorros como el Frente Vital. Cuando conocí su templo, la puerta de su hogar estaba literalmente abierta al barrio. Todas las consultas, desde las médicas hasta las amorosas y las ilegales, pasaban por sus manos viejas y sus invocaciones. Ahora no está. Anda visitando a un nieto preso. Su hija cuenta el cambio, el encierro. “Mi mamá ya no atiende. Ya no puede. Venía un chico con que tenía convulsiones que pensaban que era un gualicho. Y la mai le decía que no. Al final supimos, era el paco que lo estaba destruyendo. Quién va a venir a las ceremonias si el que no está preso, está muerto o perdido.”
La mai se quedó sin hijos. San Fernando llora la lenta muerte de sus pibes.
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