Dom 18.03.2007

SOCIEDAD  › LAS MULAS QUE TRAEN DESDE PERU LA COCAINA POR LA QUE EMPEZO LA GUERRA NARCO EN BUENOS AIRES

El transporte

La cárcel de Santa Mónica, en Lima, tiene lugar para 500 mujeres. Hay 1050. Muchas de ellas son argentinas que cayeron traficando. Un cronista de Página/12 registró sus testimonios de desesperanza y terror. Las autoridades antinarco peruanas explican que cada vez viaja más droga hacia la Argentina. Y revelan rutas y modos. Historias de necesidad extrema, riesgo y desolación.

› Por Cristian Alarcón

El grito viene del fondo. Es un grito colectivo, enardecido, y cualquiera pensaría que es signo claro de motín o pelea. Aunque al final se puede distinguir: “¡Gooooooool!”. Es el tanto que define minutos antes del final el partido de fútbol que se libra en una cancha de cemento entre dos pabellones de cuyas ventanas cuelgan tangas, corpiños, remeras, polleras y pantalones; las pilchas recién lavadas de las chicas presas por traficar droga. En el penal de Santa Mónica, en Lima, son más de 1050 aunque hay lugar para 500: siete de cada diez ha caído como “burrier”. Ese es el término, que nadie sabe quién acuñó, usado a diario para nombrar a las mulas del narcotráfico en Perú. Burrier, una palabra nueva a fuerza de mezclar “burro” y “courrier”. Aunque por ahora Argentina ocupa el quinto puesto como país de destino de la “merca” peruana, las mulas que salen desde Lima hacia Buenos Aires son cada vez más. Sólo en enero, informa un general en jefe de tropas antinarco de Perú, Miguel Hidalgo, de 191 burriers apresadas con cocaína en el aeropuerto limeño, 45 venían hacia Buenos Aires: casi el 35 por ciento.

El penal de Santa Mónica queda en Chorrillos, un barrio popular al sur de Lima, muy cerca del mar. Es una de esas calles que se parecen a muchas otras en las zonas empobrecidas de las grandes ciudades: camiones, buses, smog y en la puerta de la cárcel, a las ocho de la mañana, los familiares con los bagayos cargados en día de visita sólo para las que cumplen años. Del lado de adentro, tres chicas esperan al camión que las llevará a sus comparendos. Y en el patio, con una remera de la selección puesta, Leonor Romero, 37, espera una de las dos argentinas presas por transportar droga desde el aeropuerto. “Yo nací en Palermo, en la clínica Anchorena. Y la primera casa que recuerdo es en la esquina de México y Saavedra. Pero desde que se murió mi papá, todo cambió. Primero me fui a Europa, allá conocí al pibe que me trajo a Perú”, se presenta.

Rubia, de ojos claros, rellenita, Leonor tiene arrastre entre las mujeres del penal. La persiguen, cuenta su compinche, una colorada de ojos azules que cayó cuando pretendía salir, vía Buenos Aires, hacia Sudáfrica, hace apenas cuatro meses. Pero “la Colo” no habla; “mi ex marido, mi hijo y toda mi familia sabrían mi historia en mi país, en mi barrio, no lo soportaría, no sería justo para ellos”, argumenta y con los dedos como pinzas se alisa el pelo planchado que le cae sobre la cintura. Leonor acepta y no tiene problemas en ser filmada para Telenoche, el noticiero del 13. Tiene la esperanza, dice, de que en su casa de Misiones, la pueda ver su madre, de 77 años. “¡Mamá, acá está tu hija! Está entera. Está viva a pesar de todo”, dice de sí misma en tercera persona, y se toca los brazos, como palpando lo real de su tragedia.

Leonor se sienta en el banco de cemento, junto a un jardín minúsculo cuidado con obsesión por una mujer absorta en su única ocupación: abrir y cerrar la canilla y acomodar el regador. Leonor se atropella con las palabras de su defensa pública, que ni siquiera será la defensa ante el juez peruano del Callao con el que tiene audiencia dentro de dos semanas. “Para hacerla corta, porque acá si te equivocás una palabra en lo que decís, te dan quince años, ante la Justicia declaré y voy a repetirlo en el juicio, que sabía lo que había en la maleta”, dice. Desmiente su versión oficial con una historia confusa, pero parecida a otras cientos de historias: un novio nuevo, evangélico, que prometía casamiento por iglesia y futuro con hijos, le dio la valija que llevaba, al momento en que fue abierta por la policía del aeropuerto, un kilo 900 de “cloro”, o clorhidrato de cocaína.

La carnada

Dice Leonor que ella había juntado siete mil dólares y que con eso podía ponerse una peluquería, un kiosco, algo en Posadas. Pero le robaron en Pueblo Libre, un barrio de Lima en el que se había instalado. Las versiones de Leonor, dice ella misma de entrada, no coinciden. No coincide la que le da al juez, según la que aceptó que fondearan 1800 gramos de cocaína en su valija. “Llamo a una amiga allá (en Italia), ella me conecta...”, esboza pero enseguida vuelve a una vida laberíntica en la que tiró las cartas del tarot en la Barceloneta, fue niñera en Roma y vidente en Oberá. Quizá por eso sus amigas en Santa Mónica son las chicas europeas que se subieron al avión hacia Madrid o Amsterdam, “cargadas”. La española cuenta que lo hizo porque era adicta a la heroína. La reclutó su propio dealer. Se queja porque padeció una abstinencia cruel sin pastillas ni nada que le parezca y porque la cárcel está “llena de gente inculta”.

“Me detuvieron con 550 gramos. Es que vomitaba por la abstinencia de la heroína. Por eso me puse las cápsulas pegadas en el cuerpo. Tenía que llegar con eso a Barcelona. O me mataba el nigeriano que me mandó para acá, o me mataba el peruano que me había dado la droga. Era un peruano muy especial, nunca tomaba yo contacto con él, sino que él me encontraba a mí. Parecía un skinhead, hasta estaba bueno el hijoeputa!”, dice Jackeline Beltrán Ortega, con 17 meses en Santa Mónica y siete más por delante. Así y todo, ella, como otras chicas que cayeron presas saliendo hacia Francia, Italia y Alemania, reciben asistencia mensual de sus consulados: con trescientos euros pagan quien les lave la ropa en el penal. Así vive Koku Kasusura, con pasaporte holandés, y padres etíopes. La traen entre varias para que dé una entrevista a los periodistas extranjeros, pero ella, hermosa, reina de Santa Mónica 2006, dice que no le interesa hablar de delito, y prefiere volver a la tribuna de su pabellón que va ganando el partido por goleada.

No corren la misma suerte que las subvencionadas europeas las argentinas que se quejan amargamente del Consulado patrio. Leonor fantasea con que le darán condena en la audiencia inminente y entonces sí, con la condena firme, lograr que su caso ingrese en el acuerdo entre las cancillerías argentina y peruana para extraditar detenidos a cumplir condenas a sus países de origen. El sueño de Leonor es que su madre pueda visitarla en la cárcel de Ezeiza.

“Acá te dicen que sos burrier, y te ponen la 296”, se lamenta Leonor. Es el número de la ley antidrogas del Perú, equivalente a la 23737 argentina. Por el delito de tráfico no agravado la pena puede ir hasta los seis años. Pero si resulta demostrado alguna responsabilidad dentro de una organización, la pena se va a los quince años. Esa diferencia es el terror de los encausados. “Mi expediente dice que tal cual está me suceden los hechos –se explica Leonor–. Tenés que tener mucho cuidado de no decir una palabra con otra, porque si yo me llego a equivocar en una palabra me ponen 15 años sin yo poder llegar a aclarar nada. Te ponen en la 297.” La rubia se pierde en los meandros del pasado, relata con una particular dislexia de tiempos y espacios, pero sabe lo que tiene que saber: no pelear para ganarle a la desmesurada burocracia judicial peruana, y no hablar de más. “Si yo llego a hablar de más... Estoy sola acá y mi vieja esta sola en casa. A mí me rompieron la boca de un cabezazo acá adentro antes de ir a declarar. Es tan grande esta organización, pero no puedo hablar más porque tengo miedo. Lo único que puedo decir es que paso yo, quedo, y atrás mío pasan otros.”

Alfonso Zavaleta Martínez es médico farmacólogo, experto en epidemiología de drogas, y ha sido el coordinador de una investigación de campo entre burrieres del narcotráfico en la cárcel limeña. Su experiencia como psicólogo frente a las mujeres del penal de Santa Mónica y el resultado de una encuesta masiva realizada por Cedro (Centro para la Prevención y Educación contra el uso de las Drogas) indican que esa estrategia es habitual en Perú: el 90 por ciento de las personas que detienen en el aeropuerto cae presa en el primer viaje. “Los relatos de las burrieres que entrevistamos es que en el mismo vuelo, cuando una de ellas cae están pasando otras personas al mismo tiempo –asegura–. Es un táctica que se da también antes, cuando la droga va de la selva a las ciudades. La policía se ocupa de la detención formal de uno o dos sujetos mientras pasan nueve o diez más que van ubicados en el mismo avión o en otros vuelos pero a la misma hora.”

La necesidad extrema. El riesgo. Esa es la única similitud que se puede encontrar en todas las burrieres de Santa Mónica. Las europeas como la española y la Colo, que fue toda la vida enfermera hasta que le ofrecieron la oportunidad de irse a Sudáfrica y luego a Lima, para pasar por Buenos Aires cargada, ninguna de ellas deja de hablar de la necesidad como condición a la que se le suma la adicción o la ambición modesta. “Tenía que arreglar problemas, ver si me paraba”, explica. “Acá la he pasado muy mal, pero no quiero contar mucho –dice–. He llorado todo el primer mes, y de a poco fui asumiendo que estoy en un lugar donde hay gente salvaje. Tengo terror. Tengo miedo de no salir viva de acá adentro.”

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