SOCIEDAD › MAS ALLA DE LA CONTAMINACION: EL COSTO HUMANO DE LA INDUSTRIA DEL PAPEL
Sus jornadas empiezan los lunes de madrugada y terminan los sábados a la tarde. Trabajan hasta 14 horas diarias, viven en campamentos míseros, cobran sueldos magros y, si reclaman, entran en “listas negras” que los dejan sin trabajo y con la migración como única salida. Pesares del eslabón más débil de la industria de la celulosa: los motosierristas misioneros.
› Por Darío Aranda
Desde Puerto Esperanza, Misiones
Lonas viejas y plásticos negros son el techo. Cartones húmedos sobre la tierra hacen de cama. El monte tupido es la pared. Y un fuego pobre, que amenaza apagarse, es la calefacción. Es el “campamento” de los motosierristas de la Papelera Alto Paraná, la mayor empresa de pasta celulosa de Argentina y una de las mayores de América, propietaria del diez por ciento de la tierra misionera y que mantiene el escalón inicial de su cadena productiva, los cortadores de pinos, en condiciones medievales: jornadas que comienzan los lunes cuando el sol ni asoma y finalizan los sábados por la tarde. Traslados hacinados, cientos de kilómetros, en camiones destruidos. Días de hasta catorce horas de trabajo. Paga mínima. Maltratos constantes. Y “listas negras” para quien levante la voz: despidos y proscripción laboral en la zona. “Tengo cinco hijos, siete años como motosierrista, un esqueleto arruinado y un (sueldo) mensual de 668 pesos. Acá tiene el recibo de sueldo. Mire usted. No hay derecho”, increpa Camilo Paiva, hombre alto, 31 años, manos grandes, repleta de marcas, ojos celestes e indignación creciente. Entre carpas improvisadas en el monte misionero, un centenar de hombres duros dan testimonio de pesares, jornales inhumanos e injusticias silenciadas.
El cielo azul, el monte con un sinfín de verdes y la tierra colorada producen un contraste de postal. Es marzo en Puerto Esperanza, pero aún el calor agobia; el clima es pesado, pegajoso. Tanto en el pueblo como en el campo, las nubes de mosquitos, el mate en mano y la pobreza son la regla. En el monte, el motosierrista cumple la función que décadas atrás le tocaba al hachero. Se interna entre las hileras de pinos y derriba el árbol, corta el tronco en pedazos (llamados “toras”, de 2,2 metros de largo) y lo “limpia” cortando las ramas principales. Todo el proceso lleva tres nombres: tumba, picada y desgaje. Luego interviene el “raleador” que utiliza tres herramientas: hacha, machete (para terminar de limpiar el pino) y un “diablo” (dos ganchos tipo garfio cruzados) que se utiliza para abrazar los trozos de pino, que pueden pesar de 70 a 200 kilos, y arrastrarlos hasta las pilas de raleo, donde una grúa los sube al camión.
Una suerte de asamblea se arma de repente en el campamento. Los hombres cuentan sus historias y explican que la vida en el pinal es peligrosa: hay que cuidarse de accidentes (muy seguidos) con las motosierras, los “patazos” de madera (cuando los árboles se zafan y van a dar a los cuerpos de los trabajadores) y de los bichos del monte, incluida la gran variedad de víboras que suelen probar la carne de los trabajadores. Además de manos y pies astillados o con cortes, cuerpos magullados de golpes, cinturas doloridas y sistemas respiratorios agónicos.
Un porcentaje importante de motosierristas es analfabeto, pero debe aprender de cuentas. “Dándole duro se puede llegar a cien toras”, explica Camilo Paiva. Significarán entre doce y catorce horas de trabajo y unos 70 pesos libres (les descuentan el combustible de la motosierra, aceite, lima, cadena, ropa de trabajo y, en muchos casos, también la comida). Pero la matemática también puede ser una ciencia con errores: el cálculo final lo tiene el capataz. No importa si fueron veinte toneladas, quince o diez. Si el patrón dijo sesenta pesos, se pagarán sesenta pesos. “Si usted se queja con el capataz, la respuesta siempre es igual: ‘Si no le gusta, puede irse’. Pero a dónde vamo’ a ir nosotros”, se lamenta Juan González. Tiene 30 años y desde los 16 que trabaja para Alto Paraná a través de contratistas. Fue desmalezador, fumigador y motosierristas. Conoce todos los secretos del campo y también conoce las leyes no escritas: “Si usted se pelea con un contratista, en seguida ése los llama a todos los demás y nadie lo vuelve a tomar. Entra en la lista negra, no consigue más trabajo eh, se lo firmo. Tendrá que irse pa’l sur”. El “sur”, en esas latitudes, es Posadas o Corrientes.
“El Rubén, el menor de mis hermanos, está en la lista. Reclamó la paga de días de enfermo y ahí nomás lo largaron. El es cabezadura, se fue al sindicato y le fue peor: ahí nomás entró a la lista negra. Tuvo que agarrar sus cosas y rajar al sur”, recuerda Aníbal Romero, ex cosechador de yerba mate, de hablar rápido, manos grandes y cabello negro.
Trabajadores desobedientes y listas negras, al estilo de la dictadura militar, van de la mano. En Puerto Esperanza, al norte provincial, viven 16.000 personas y existen 22 contratistas que emplean, cada una, entre 100 y 500 obreros. Son los mayores empleadores de la zona. Servicios Forestales Walterio Kubsch es la más grande e impone las reglas de juego: marca el techo de sueldos y la impunidad para despedir a su antojo sin sufrir reprimendas. Pelearse con una contratista es pelearse con todas y quedarse sin trabajo en la región. El resultado, el desarraigo de tener que emigrar a la ciudad, donde vivirán en barrios empobrecidos o, en el mejor de los casos, serán empleados golondrina. Todo en una provincia donde el 50 por ciento de la población está bajo la línea de pobreza y el 32 por ciento de los menores de 14 años es pobre.
La gran mayoría de los motosierristas tiene entre 20 y 30 años. Hay pocos que superen esa edad. “Nadie aguanta más de diez años acá. La columna no aguanta, uno se descadera o cuando empiezan los achaques seguro que lo largan sin pagarle un centavo”, explican entre varios, luego de horas de charla, mate y torta frita. Cálculos aproximados de técnicos del Programa Social Agropecuario de Misiones hablan que, sólo en el norte provincial, hay unos 3000 hombres que se ganan la vida, y pierden la salud, con el mismo trabajo. “Los que no tenemos estudio terminamos acá, no hay otra”, explica Antonio Ramírez, raleador desde hace seis años. No hay estadística oficial, pero el boca a boca asegura que ocho de cada diez hombres sin formación profesional termina como jornalero directo, o indirecto, de Alto Paraná.
Existen dos tipos de jornada laboral: semanal o diaria, y siempre la determina el patrón. En el primer caso, en la madrugada del lunes se deja la casa y se vuelve el sábado por la tarde. El tour incluye traslados hacinados en camiones de animales y estadía en los exclusivos (no dejan entrar a nadie ajeno al obraje) campamentos, donde deberán llevar hasta su colchón y frazada, y disfrutarán una comida tan pobre como el sueldo: guisos sobre la base de fideos o arroz, harinas, poca carne y mucho mate. En muchos casos, los contratistas ni siquiera aportan esa comida, que se le descuenta a fin de mes. Todo corre por cuenta del trabajador, hasta la ropa, que también se descuenta. Las jornadas arrancan a las 6 o 7 de la mañana. Una hora al mediodía para almuerzo o siesta, y seguir trabajo hasta las 18 o 19, según la empresa, productividad y humor del capataz. A las 21 se apagan las luces del campamento. A dormir o disfrutar de la oscuridad, y las picaduras de mosquitos, en el monte misionero.
La segunda opción son jornadas diarias. Salen de sus casas de madrugada (puede ser a las 3, 4 o 5, según cuán internados en el monte vivan), caminan kilómetros hasta la ruta, por donde pasa el camión de la empresa, y pueden viajar entre una y tres horas hasta el pinal. Trabajo, almuerzo y, a las 18, el camión comienza el viaje de regreso. Los deja en el mismo lugar donde los recogió de madrugada. De ahí, caminata hasta la casa, cuando ya es de noche otra vez. “No es de sol a sol. Es de luna a luna”, ironiza Lorenzo Ramírez, 28 años, hombre bajo pero fornido, raleador experimentado. Siempre hay horas extras, pero nunca se cobran.
En agosto de 2006, los motosierristas de Alto Paraná hicieron un paro durante 42 días en reclamo de mejores condiciones de trabajo. Además, como no se sentían representados por el gremio asignado, la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (Uatre), al que acusan de cómplice de la empresa, exigían la libertad de afiliación. Muchos de ellos deseaban optar por el Sindicato de Obreros y Empleados de Celulosa, Papel y Afines (Soep). El conflicto se destrabó luego de promesas de mejoras y cierta flexibilidad sindical. A inicios de marzo, se repitió el reclamo: aseguran que poco y nada de las promesas se cumplieron, que algunos sueldos aumentaron pero que les deducen la ropa y elementos de trabajo. Y denuncian que en gran parte de los casos les hacen firmar recibos de sueldos de hasta 1200 pesos, pero la paga real no supera los 700. Pararon cerca de 400 motosierristas. El paro se mantuvo por tres semanas, fue suspendido a fines de la semana pasada para propiciar un consenso. Pero saben que un acuerdo será difícil y que fácilmente, y en poco tiempo, llegarán las reprimendas: listas negras, desempleo y desarraigo obligatorio.
Desde el inicio de la charla en el campamento, un hombre alto, de 40 años largos, de tez muy blanca y cabello escaso y rubio escucha con atención, mira y parece querer hablar. Pero no se anima. Una y otra vez se acerca, amaga levantar la mano, como pidiendo permiso para hablar, y vuelve a retirarse. Hasta que se hace un silencio incómodo, de segundos que parecen eternos. El hombre comienza su discurso y todos lo miran. Tiene voz ronca, de fumador, y un leve tartamudeo. “Muñoz Adalberto es mi razón. No voy a hacerle perder su tiempo, señor. Sólo decirle mi verdad: acá no hay ley de trabajo, no hay derechos y ni Dios hay. No hay nada, sólo hombres usados como animales para hacer un trabajo bruto.” El hombre baja la vista y se va. Se pierde entre las carpas y la oscuridad del atardecer. Todo se hace silencio. Nadie más puede, ni quiere, hablar. La espontánea asamblea comienza a desconcentrarse.
Camilo Paiva, quien inició la charla y se mantuvo el resto del tiempo en silencio, se acerca, mira fijo a los ojos y, mientras se despide con un apretón de manos, resume con una precisión que humilla: “El tata abuelo y mi padre fueron hacheros. Tres de mis cuatro hermanos son motosierristas, como yo. Mis hijos seguirán estos pasos. Quizás ellos vivan mejor. Mientras espero eso, ojalá los porteños se enteren cuánto brazo, espalda y sacrificio hizo falta para su papel de computadora”.
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