A fin de marzo, el PAMI denunció que un laboratorio extranjero testeaba una droga en un hospital de su cartilla, sin permiso. Ahora, un proyecto de ley intenta llenar la ausencia de norma legal.
› Por Pedro Lipcovich
¿Usted sabe qué está investigando su médico en este momento? La pregunta es personal, porque el tratamiento que usted está recibiendo podría ser, en realidad, parte de una investigación no registrada ante las autoridades. Cierto que éste –aunque real y reciente– es un caso extremo. Más común es que el estudio, aun respondiendo a normas internacionales, sea una “investigación safari”, que responde a preocupaciones sanitarias de países centrales, pero no a las necesidades sanitarias del país donde se efectúa. También sería común, según testimonios de especialistas, que las grandes sumas puestas en juego por las compañías multinacionales lleguen a forzar voluntades de profesionales e instituciones. También existen comités de bioética “shopping”, cuya aprobación sale a medida de la empresa financiadora. Estos y otros males –como el hecho de que, terminada con éxito una investigación, los pacientes deban interrumpir el tratamiento porque no pueden pagar el fármaco– podrían mitigarse mediante una ley sobre investigaciones biomédicas, de la que la Argentina carece. Acaba de presentarse en Diputados un proyecto, cuya suerte quizá sea mejor del que hace casi siete años los legisladores no tuvieron tiempo de debatir.
El proyecto de ley de Investigaciones Clínicas con Medicamentos, Productos Médicos, Productos Biológicos, Terapia Génica y Terapia Celular acaba de ser presentado por la diputada Graciela Rosso: “Es probable que en la Argentina se estén haciendo muchos estudios de investigación clínica sin autorización, control ni regulación”, sostuvo la legisladora, y citó el caso de “una investigación dada a conocer hace pocos meses, sobre implantación de células de páncreas para tratar la diabetes: como no se trataba de probar un medicamento, el estudio simplemente no fue inscripto ante la Anmat: los pacientes no sabían que participaban en una investigación, creían que se les aplicaba un tratamiento ya aprobado”. La prevención de infracciones como ésa sería factible mediante una ley “mucho más abarcativa que las normas ya en vigencia”, observó Rosso.
Ya en 2000, las legisladoras Adriana Bevacqua y Bárbara Spínola habían presentado un proyecto de este orden, que no llegó a tratarse. Ignacio Maglio –jefe de la sección Riesgo Médico Legal del Hospital Muñiz–, quien había intervenido en la redacción de aquel proyecto, precisó que “la regulación actual corresponde a la Disposición 5330 de la Anmat, dictada en 1997: en su momento fue un avance importante, fue una de las primeras normas en América latina, pero, al ser dictada por un organismo técnico, resulta de jerarquía inferior”.
La ley que se dicte debería “impedir las ‘investigaciones safari’, patrocinadas por industrias del Primer Mundo que vienen a países débiles para estudiar patologías prevalentes allá, pero quizá no acá. Enfermedades como el Chagas, el paludismo, el dengue, la tuberculosis, no son de interés para las empresas farmacéuticas –observó Maglio–: a esto se responde con un principio contenido ya en la Declaración de Helsinki, por el cual las investigaciones deben estar en línea con las necesidades sanitarias locales”.
Es más: según Héctor Barberis –profesor de Bioética en la Universidad del Salvador y secretario de la Comisión de Derechos Humanos del Colegio Público de Abogados de Buenos Aires–, “si un ensayo clínico se puede hacer en un país desarrollado, debería hacerse allí, y no en un país dependiente. Porque las sumas en juego son muy importantes: la entidad que alberga el ensayo puede cobrar hasta 8 mil dólares por cada paciente que sume al proyecto, y hay mucho dinero disponible para poner en todas las reparticiones públicas donde haga falta convencer a alguien”.
Rosso advirtió que “en la Argentina hay tres condiciones que favorecen el descontrol: el sistema de salud suele tolerar que sus instituciones sean utilizadas para estos estudios sin estar anoticiadas; los médicos se prestan a hacerlos por dinero y resultan mucho más baratos que los médicos de los países desarrollados, donde, por lo demás, existen regulaciones fuertes; además, las condiciones étnicas de la población argentina favorecen que los resultados resulten aplicables a países desarrollados”.
También sería necesario regular la actividad de los comités de bioética: “En la Argentina, a diferencia de Brasil, no hay una autoridad que acredite a los comités –señaló Maglio–: muchas entidades no cuentan con comités propios y cualquier grupo puede constituirse como ‘comité independiente’, aparentando así cumplir lo requerido por la Disposición 5330. Las empresas farmacéuticas buscan el comité que ponga menos problemas y dé su aprobación más pronto: no les preocupa la plata que inviertan sino los tiempos de aprobación, para aprovechar cuanto antes los beneficios de la patente”.
Además, la ley “debería garantizar a los pacientes, que pusieron su cuerpo para la investigación, el acceso al producto, una vez demostrado que es seguro y eficaz: porque, hasta que el Estado o las obras sociales incluyan su cobertura, pasa mucho tiempo, durante el cual las personas quedan sin medicación”, exigió Maglio.
Tanto Maglio como Barberis anticiparon a este diario el debate que el proyecto de Rosso habrá de atravesar en las comisiones legislativas. Para Barberis, por ejemplo, “debería atenderse especialmente a la situación de los menores de edad, quienes, de acuerdo con la Declaración de Helsinki, no deben ser incluidos en ensayos clínicos, salvo casos especiales; los convenios internacionales también procuran no incluir en investigaciones clínicas a personas consideradas incapaces. También sería importante destacar la responsabilidad legal de la empresa que organiza la investigación”. Maglio requiere la inclusión de grupos como las comunidades originarias, así como la aplicabilidad de la ley a estudios epidemiológicos, y destaca la importancia de que se incluya el tema de los conflictos de intereses (ver recuadro).
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