SOCIEDAD › LOS MAPUCHES QUE RECUPERARON TIERRAS EN PODER DE BENETTON
Luchan desde hace cinco años por 535 hectáreas de las 965.000 que tiene el grupo Benetton en el sur y que, dicen, fueron de sus antepasados. En 2002 fueron desalojados y ahora volvieron. Viven en carpas y un juez les prohíbe hasta prender fuego. Página/12 pasó nueve días con los integrantes de la comunidad, que cuentan cómo piensan resistir.
› Por Sebastián Ochoa
Desde Santa Rosa Leleque, Chubut
El día arranca con los “jey-jey-jey-jey” que los agradecidos tiran con los brazos hacia las montañas del este, donde el sol empieza a asomar. Cumplen la ceremonia frente al pillán kutral, “el corazón de la comunidad”, como definen sus integrantes. “Fuego sagrado” sería una traducción aproximada. En Santa Rosa Leleque el pillán kutral está encendido desde el 14 de febrero pasado, cuando treinta hombres, mujeres y chicos pasaron el alambrado para declarar a sus 535 hectáreas territorio mapuche recuperado. El fuego, que alberga fuerzas de los ancestros, vive en un redondel de piedras y sobre dos meses de ceniza. Se le debe respeto absoluto: está prohibido tirarle colillas de cigarrillo, saquitos de té o basura. Solamente da luz y calor. Para cocinar y quemar está el fogón normal, delimitado por una muralla de ladrillos. Este elemento fundamental de la religión mapuche no escapó al conflicto que la comunidad tiene con la Compañía de Tierras del Sud Argentino, la figura del grupo Benetton para mantener alambradas 965 mil hectáreas del país. La semana pasada, la Justicia prohibió a la comunidad hacer fuego hasta que se resuelva la pelea legal. Para que nadie diga que las instituciones son impiadosas, se permiten fogatas sólo si la leña es traída de afuera. Los mapuches piensan que la medida “es cruel. La dictan justo cuando está por llegar el invierno”.
La resolución del juez de la Cámara de Ejecuciones de Esquel, Omar Magallanes, obedece a un pedido de los abogados de Benetton. La misma medida prohíbe la construcción de casas para las diez familias de la comunidad. Por eso Santa Rosa Leleque es un conglomerado de carpas iglú siempre delgadas para las temperaturas bajo cero infaltables de noche. Por ahora las únicas construcciones son un ranchito donde guardan harina, yerba, fideos, mermeladas, tortas fritas y decenas de cajas de alimentos dejadas por gente de pueblos cercanos y turistas altruistas. A 700 metros está la casa comunitaria, todavía inconclusa porque la justicia winka, como le dicen en Leleque, así lo dispuso.
Hace días cruzaron el alambrado el juez de Paz de El Maitén, Guillermo Palmieri, y su maletín. Allí pesaban las 30 cédulas de notificación judicial para cada uno de los habitantes de Santa Rosa (ver aparte). Con esta estrategia, la Justicia no reconoce a la comunidad. Con la prohibición del fuego, “quieren que nos cansemos y nos vayamos. Empezó a nevar y no tenemos ni una casita hecha. Pero es la lucha que esperamos siempre, no nos van a asustar con prohibirnos el fuego y la leña”, dice Rosa Nahuelquir, que junto a su esposo Atilio Curiñanco enfrenta desde 2002 una moderna Campaña del Desierto. Ese año, la pareja había sido desalojada por orden judicial de esas tierras que reivindican como propias.
Lo que llamaron desierto es –sin exagerar– el lugar más lindo del mundo. Montañas peinadas de nieve que baja en arroyos, tierra lista para llenar de vegetales y/o vaquitas, el sueño de Atilio. Temprano, él y Luis Millán, con pico y pala, van “a canalear”. Caminan hacia las montañas por el lecho de un arroyo seco desde 2002, cuando las fuerzas del orden lo desbarataron, como todo lo construido por la pareja Nahuelquir-Curiñanco. Ese arroyo regaba un sector de tierras ideal para el cultivo. “Estos milicos se creen que vamos a tener flojera”, comenta Atilio entre paleadas. Acomodan unas piedras y de un arroyo se hacen dos, que van a permitir sembrar y cosechar varias hectáreas. “¿Querés agua fresca? Es la más pura que hay. Viene derechito de la nieve”, señala.
En Santa Rosa reina el pleno empleo. Si no hay que canalear hay que buscar leña. Para los mapuches los árboles son sagrados, por eso no los cortan. Hacen leña solamente de los caídos. Si por necesidad tienen que matar un árbol –o algo vivo– primero piden permiso a la mapu.
Para los mapuches, recuperar el territorio es recuperar la espiritualidad. Desde que se levantan hasta que se acuestan hacen culto a la tierra. Y aun cuando duermen: la mapu les habla en peumá y les dice lo que es. Son tan claros sus mensajes que a nadie se le ocurriría desobedecerla. El mapuzungun es el idioma que dio la tierra a los humanos para que puedan comunicarse con ella. Muchos están convencidos de que las tristezas del pueblo mapuche empezaron cuando dejaron de comunicarse con ella, cuando se awinkaron. Por eso no pudieron resistir desde 1879 los fusiles del Ejército Argentino, dirigidos por el presidente de los cien pesos, Julio Argentino Roca. Recuperar la línea directa con la tierra va a hacer real lo que gritan al final de todo encuentro político: marichi weu, diez veces venceremos. Así quedó demostrado en el sexto futa trawun, que por tres días reunió a 150 mapuches felices de pisar territorio recién recuperado.
Reunión Grande
Cada uno tiene su estilo para cruzar el alambrado. Para entrar a la comunidad hay que doblarse, primero un pie acá, después un pie allá, en medio el incómodo roce sexual. Todo lo que entró a Santa Rosa atravesó o saltó el alambrado. Porque cortar candado o cerco configuraría violencia, lo que cambiaría la clasificación judicial en desmedro de los pobladores originarios. Entre los participantes del encuentro hay una viejita diminuta, toda arrugas en su cara noble. No hace falta preguntarle la edad para saber que vivió la época de los desalojos, cerca de 1937. “Díganos, Papay, ¿quiénes vivían en Santa Rosa antes de que los echaran?”. La viejita suspira: “Antes, cuando no había alambrado”. Ella y otros memoriosos empiezan a recordar nombres: Tureo, Llancaqueu (así se llama el cerro que habitó), Raíl (Juana Raíl fue lavandera de la Compañía de Tierras hasta que la echaron de la compañía y de las tierras). “Díganos, Papay, ¿quién vivía en esos álamos allá arriba?”. “Vivía, eh, el viejo.” La única luz, la del fogón, da vueltas en su cara. “Era mapuche”, afirma. Hoy no se acuerda. Mañana sí.
Jonathan Márquez se asumió mapuche en la adolescencia. Su abuelo fue lonko en Neuquén, pero sus padres se adaptaron fácil a la vida ciudadana. ¿Cómo se reencontró? “Son los sueños. Estás en lugares donde sentís que ya estuviste. Y llega un tiempo en que sabés qué hacer. Soñaba con estar en espacios como éste o en una ceremonia. Estar en conexión con nuestros ancestros. Es muy raro. Pero presenciás cosas que no se pueden explicar.” Todos se acuerdan de cuando Celinda Lefiú, con su canto y su kultrun, hizo llover sobre Neuquén después de una sequía de meses. Esa vez hasta los estancieros le pidieron ayuda. Para la anciana, el prodigio está en juntar voluntades. “Eramos más de mil en la ceremonia. Había mucho newen”, cuenta.
Newen –así se llama el hijo de Jonathan y Daisy– anda a los tropiezos con su chupete como un volante. Su padre, de 25 años, quiere dar un mensaje “a los mapuches que no se reconocen como mapuches. A los que tienen sangre y apellido les aconsejo que lo hagan valer. No se dejen seducir por la vida moderna, es una vida vacía. En la ciudad estudio y trabajo, pero no olvido lo que soy”.
Furilofche
Sus abuelos vivían en la tierra. Hasta que se las quitaron y tuvieron que emigrar a las ciudades, adaptarse a su cultura para sobrevivir, ni más ni menos. Sus hijos, desarraigados de la vida mapuche, criaron a sus hijos según el modo argentino. Hoy rondan los 20 años y no pierden oportunidad de movilizarse por Gulumapu y Puelmapu (actuales Chile y Argentina) para defender a su pueblo. Se conocen todas las comisarías de la región, donde cayeron para responder al mismo trámite:
–¿Nacionalidad?
–No tengo nacionalidad, soy mapuche.
–¿Y dónde naciste?
–En Wallmapu.
–¿Y eso qué es?
–Territorio ancestral mapuche.
La discusión puede durar horas, hasta que el policía se aburre y pasan a otra cosa, a la celda o a la calle.
En Santa Rosa abundan jóvenes de barrios pobres de Bariloche, o Furilofche, como se llamaba antes de que se impusiera el Estado argentino. Ezequiel, de 20 años, siempre está para los trabajos que requiere la comunidad. En su carpa, entre ropa llena de ceniza y tierra, brillan algunos libros de cultura y espiritualidad mapuche. Una noche, frente al pillán kutral, responde a un nene de seis años inquieto por conocer a su pueblo. “En el pillán viven dos ancianos, el abuelo y la abuela. Nos cuidan. No podemos molestarlos. Al kutral no podemos echarle tierra ni apagarlo. Está para alumbrar y calentar nada más. Tiene kume newen, fuerza buena. Los mapuches antiguos veían a los ancianos, pero ya no los vemos más. Yo no los veo porque estoy awinkado. Dicen que los chicos los pueden ver.”
–Yo los veo –dice el nene.
Ezequiel le cuenta sobre “la gran guerra”, la de los antiguos contra el winka. Sobre sus héroes, que sólo respiran en la memoria del pueblo. “A Leftraru –acá le dicen Lautaro– lo robaron los españoles de chico y lo pusieron a cuidar caballos. Y se hizo amigo de los caballos. Cuando creció lo pusieron al frente de unos mapuches traidores y los mandaron pelear contra su gente. Pero se juntó con los mapuches y enfrentaron al winka, y le ganaron. Atraparon a (Pedro de) Valdivia, que era el jefe de los españoles, y lo mataron. Le hicieron comer tierra, le tomaron la sangre, le comieron el corazón. Eran así los antiguos. Y Leftraru ganó hasta que un mapuche traidor lo entregó y lo mataron.” Ezequiel evoca a Kalfulkurá, que gobernó por 40 años al pueblo, venció al ejército de Bartolomé Mitre y al del general Manuel Hornos. En la ciudad de Buenos Aires temían su llegada. Hasta que enfrentó al gobierno de Domingo Sarmiento y perdió. Murió de viejo. “Tenía dos corazones, por eso no lo podían matar”, relata el joven. Narra cuando en el Bío Bío atraparon a Galvarino: “Los españoles le cortaron las manos pero el peñi no lloró”. Lo mandaron de regreso a su tribu para que vieran qué pasa a quienes atacan la corona. “Pero Galvarino volvió a pelear igual, se hacía atar las armas a los brazos. Eran unos grosos los mapuches antiguos.”
–¿Y ahora somos comunes? –pregunta el nene.
–Demasiado comunes. Nos ganaron porque olvidamos qué somos. Nos awinkamos, no hablamos mapuzungun, empezamos a creer en el dios de los winkas –diagnostica Ezequiel.
–Todavía veo a esos abuelos. Están comiendo –dice el mapuche chico.
Mauro Millán, de la organización 11 de Octubre e integrante de la comunidad, sostiene que “no pedimos la tierra, ya la tenemos. Pedimos que nos dejen vivir en paz. Pero el Estado y Benetton nos impiden cocinar, hacer fuego, alimentarnos: atentan contra la vida. Sin una decisión política esto va a desembocar en que un juez racista –que en la Patagonia abundan– ponga el gancho para el desalojo. Queremos evitar un marco de violencia. Ojalá nunca suceda. No hacemos apología de la violencia. Queremos que comprendan que retornamos y nos quedamos. No vamos a permitir que nos desalojen”.
El pillán kutral se defiende de las decisiones humanas. ¿Pero si llueve o nieva? “No se apaga. Es imposible”, responden los mapuches como si fuera lo más normal del mundo. Luis, representante de la comunidad, se acuerda de cuando en un pueblo vecino los agarró la lluvia. “Lo que llovía esa noche. Al otro día nos levantamos todos empapados. Y nos pusimos a secar.”
–¿Y el fuego?
–El fuego no. No se apaga.
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