SOCIEDAD › LUIS VADALA, EX AGENTE DURANTE LA DICTADURA, AMIGO DE REPRESORES
Encerrado en la casa está el ex de Moria Casán y también de la Bonaerense, como se acaba de revelar. Alguno de sus compañeros del programa quiere “tirarlo a la pileta”, pese a su gusto por los autos de carrera y la farándula. Es que Vadalá tiene otro pasado, que lo une a Etchecolatz y su gran amigo, el Buby Avellaneda.
› Por Susana Viau
”Le doy mi voto a Vadalá por su nefasto pasado.” La sentencia la pronunció el viernes por la noche Nino Dolce, el cocinero de Playboy TV que no se llama ni Nino ni Dolce y, del mismo modo que sus colegas de encierro, tampoco es famoso, pregone lo que pregone el título de Gran Hermano. Dolce aludía a la revelación de que Luis Vadalá había revistado en la policía durante los años de la última dictadura militar. Como ocurrió con la tira Montecristo, antes con el programa de entretenimientos Yo me quiero casar y todavía más atrás con la aparición de la actriz Menchu Quesada en un teleteatro, los años más negros se abrían paso entre tonterías, pedorretas de Jorge “Roña” Castro y mohínes de aflicción de Jacqueline Dutra. El currículum de comisaría de Vadalá inquietó al grupo de goods for nothing y la inquietud se expresó en nominaciones para alejarlo de la casa. Para destrabar el conflicto, el conductor Jorge Rial confirmó la denuncia del chef, aunque aclaró que “no sabemos si fue torturador”. Lo que el reality mantiene por el momento en reserva es que un llamado anónimo recibido por su producción informó que el ex de Moria Casan es, además, íntimo amigo de Francisco Ezequiel Avellaneda, alias “el negro Buby”, integrante del Grupo de Tareas que comandaba el ex comisario Miguel Etchecolatz y secuestró a Nilda Eloy.
En el negocio de la tevé nada se pierde y la acusación encendió aún más los encontronazos que, según los seguidores del programa, caracterizaron desde un principio la relación entre Vadalá y Dolce. “Voy a partirle la cabeza con lo primero que tenga a mano”, había prometido el cincuentón; “me dan ganas de ahogarlo en la pileta”, vociferó el cocinero, quien aprovechó para narrar una ininteligible y todo parece indicar que desgraciada experiencia familiar con la dictadura. El canal, sometido a la lógica del minuto a minuto, exprimió a fondo el incidente y dio pasto a todas las emisiones que parasitan a GH. Desde la misma pantalla de Telefé, el abogado Darío Villarroel opinó que se trataba de un típico caso de calumnias e injurias: Vadalá no aparece mencionado en los informes de la Conadep ni implicado en violaciones a los derechos humanos. Lo cierto es que, a pesar de las sospechas que pesan sobre su foja de servicios, al ex de Moria Casán se le están cumpliendo los deseos. Poco antes de debutar había admitido que aceptó entrar en la casa “por la parte económica, no lo voy a negar”, pero insistió en que su objetivo primoridal consistía en lograr que “la gente sepa quién es Luis Vadalá”. Es probable que nunca haya imaginado hasta qué punto se iba a desovillar la madeja de su vida privada.
Un muchacho como yo
Cuando el romance de la madurísima vedette con ese hombre surgido de la nada se hizo público, ella, suelta de cuerpo, confesó haber conocido a su nuevo acompañante de manera fortuita, en un aeropuerto, en Ezeiza, yendo o viniendo de Miami. Y agregó vaguedades. En colisión con las declaraciones de su novio, quien aseguró que “al conocerla yo tenía apenas cinco mil pesos en los bolsillos”, ella sostuvo que él era exportador e importador. De todo. De cualquier cosa, “desde heladeras hasta ropa interior”. Hay quien asegura que Casán, cierta vez, en una entrevista periodística, mencionó el paso del galán por la policía. Lo cierto es que Luis Vadalá, si puede, omite el dato: “Para mí no es una vergüenza decir que mi padre fue colectivero, ni que trabajé en la línea 103, ni que tuve reparto de productos lácteos, ni que repartí fiambre a los 13 años”, se victimizó ante Rial en los días previos al inicio del juego. Sin embargo, del tránsito por la bonaerense, ni noticias. Eso sí, subrayó que “es muy fácil decir que uno es un 840, pero yo trabajé”. En la peculiar jerga de los policías y los delincuentes, 840 alude al número del antiguo edicto que castigaba el proxenetismo. “Yo no soy un rufián”, “yo no soy un fiolo”, quiso decir Vadalá.
Vadalá luchó sin demasiado entusiasmo contra el rótulo de “mantenido”. Para alejar el fantasma, la condición de asesor de la actriz no fue una buena carta de presentación. Tampoco lo fueron su pasión por los “fierros” y sus veleidades de corredor en el automovilismo profesional, militando en el Turismo Promocional Clase 3, categoría en la que debutó en 1999. Nadie ignoraba los estrechos lazos que vinculaban a su compañera sentimental con Carlos Menem: ella solía presentarle amigas al anciano presidente y éste obsequiarle joyas para su cumpleaños. No resultó extraño, entonces, que su coche de competición llevara la leyenda “Menem 99”. El novel corredor se jactaba de que, en su caso, la amistad con el primer mandatario era un bien ganancial y él concurría con asiduidad a la residencia de Olivos a jugar al truco. Entre tanto, la compañía de telefonía celular que había montado se caía a pedazos y un semanario publicó que la bancarrota lo decidió a pedirle a su mujer que intercediera para que el jefe de Estado acudiera en su auxilio gestionándole un crédito. No lo consiguió. De todos modos, consignó la publicación, lejos de desanimarse, Vadalá solicitó una entrevista con un directivo de Miniphone valiéndose de lo que creía era una carta de presentación invencible: “Vengo de parte de mi amigo, el presidente Menem”, habría dicho. Y el ejecutivo, según el mismo medio, habría respondido: “El único presidente que conocemos es el dueño de la empresa”.
Las cosas funcionaron hasta que la vedette descubrió que su cavalier servant la engañaba como a una modistilla con una muchacha uruguaya, muy joven, a la que había conocido en Punta del Este, donde la chica, Noelia, trabajaba como promotora de productos lácteos. El pataleó sin suerte: había sido arrojado del paraíso o, en este caso, despedido de la mansión de la Casán, con una valija como única posesión. Más tarde reconoció que “del dinero que tenía no me queda nada”. A partir de ese momento, la vida, o mejor dicho, la situación económica de Vadalá descendió en caída libre. La farándula lo olvidó, los negocios fracasaron. En la revista Caras, el hoy “famoso” de GH recordó con gratitud que quienes le pusieron el hombro fueron su hija mayor y su “amigo de siempre”, Buby. Fue justamente Buby quien le consiguió en su mismo monoblock de la calle José Enrique Rodó, en Parque Avellaneda, a unos seiscientos metros del Olimpo, un modesto departamento para que Vadalá viviera con la que ya era su mujer, Noelia, y el pequeño hijo de ambos.
El pasado que vuelve
La voz que se comunicó con la producción de GH el jueves por la noche para hablar de Vadalá, advirtió, entre otras cosas, quién era “Buby”. En realidad, “el Negro Buby”. De acuerdo al relato nervioso del televidente, el Negro Buby era ni más ni menos que Francisco Ezequiel Avellaneda, un sargento primero de la bonaerense, inmortalizado, él sí, en el Legajo 0976/6769 de la Conadep. Su acusadora y víctima era Nilda Eloy, la mujer que junto a Jorge Julio López se convirtió en protagonista del juicio contra el ex comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz. Eloy relató ante el tribunal platense que instruye los Juicios por la Verdad lo mismo que había confiado a la Conadep: el 1º de octubre de 1976 un grupo de unos veinte efectivos llegó hasta la casa de su familia, en la calle 56, entre 12 y 13 de La Plata. Se distribuyeron en el interior y, mientras el individuo que ella reconocería luego como el comisario Etchecolatz permanecía en el patio de la vivienda en compañía del policía Hugo Guallama, otros penetraron en la habitación. Uno se ubicó entre el ropero y la cama y le apuntó con un arma. La casa fue saqueada, a la joven Nilda Eloy, de 19 años, la trasladaron hasta el centro clandestino de detención conocido como “La Cacha”, al “Pozo de Quilmes”, a “Arana” a “El Vesubio”, a “El Infierno” (Brigada de Lanús) y a la comisaría 3ª de ese mismo municipio. Era la última escala del “circuito Camps”, la instancia previa al “blanqueo” de los detenidos que tenían la fortuna de sobrevivir. Con el correr del tiempo Nilda Eloy reconocería al individuo que vio en su habitación como Francisco Ezequiel Avellaneda.
El Negro Buby fue citado a declarar a mediados de junio del año pasado. Negó haber participado de los grupos de tareas de Etchecolatz, director de Investigaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y mano derecha del jefe de Policía, Ramón Camps. Sólo admitió su condición de antiguo chofer de Etchecolatz, para el que, dijo, había cumplido misiones como “llevar a su mujer a la peluquería”, en la Ciudad de Buenos Aires. De los operativos, agregó, no sabía nada excepto de uno en el que había intervenido y donde murió un efectivo de la fuerza. Su relato fue puesto en entredicho por el propio Etchecolatz, quien precisó que durante las detenciones siempre estaba acompañado por su personal.
La ventana indiscreta
Que la televisión muy de vez en cuando deje filtrar entre sus expresiones más torpes fragmentos de la mayor tragedia argentina no es un mérito de la televisión sino una muestra de la magnitud del agravio. Hace unos meses fue Montecristo, la tira que se devoró el rating, la que resolvió matizar los pucheros de Pablo Echarri con una historia de secuestros y desapariciones. Ese extraño maridaje produjo un resultado insólito: a instancias de la telenovela, un joven robado a su familia y apropiado durante la dictadura recuperó su identidad.
Sin embargo, ni GH ni Montecristo llevan en eso la delantera. La lista de hallazgos es exigua, bien cierto, pero algunos son sorprendentes y otros maravillosos. Sorprendentes como el que se desarrolló por casualidad en el set desde donde se emitía Yo me quiero casar. ¿Y usted?. El conductor Roberto Galán se había acercado a una de las cuatro o cinco aspirantes a novia. Preguntó nombre, edad, estado civil... “¿Viuda?”, arriesgó. “No sé”, fue la respuesta que desconcertó a Galán. “¿Cómo que no sabe?”, siguió el que en aquellas épocas se denominaba “maestro de ceremonias”. La mujer que rondaba los sesenta, rubia, algo gruesa y de expresión pacífica se echó a llorar. Un llanto contenido, casi silencioso: “Es que era delegado sindical –murmuró, tal vez avergonzada de estar allí–. Un día salió como siempre para el trabajo pero no volvió más. Nunca supe nada. Está desaparecido”.
En la cuenta de los hechos maravillosos no podría faltar el que en 1978, el período más intenso de los “años de plomo”, circuló como reguero de pólvora. Tan increíbles eran los detalles, tan perfectamente habían encajado las piezas del puzzle, que la historia se repetía y se repetía sin que nadie se animara a dar un centavo por su veracidad. El rumor hablaba de un pequeño de dos años y medio secuestrado junto a sus padres y alojado de modo provisional en casa de una funcionaria de la Secretaría de la Minoridad. Indicaba que, de pronto, una noche, el niño se aproximó al televisor que mostraba el rostro de la actriz de una telenovela y acarició la pantalla repitiendo “Tía, tía”. Por una vez, los dados habían rodado bien. La actriz de la telenovela era Menchu Quesada, el niño, Nicolás, hijo de su sobrina Adriana, desaparecida, y nieto de Nya Quesada, hermana de Menchu, actriz igual que ella y miembro de Abuelas de Plaza de Mayo.
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