Cuatro adolescentes murieron en el barrio Los Grillos, de Pilar, después de encender brasas en un tacho de pintura para mitigar el frío. La madre los descubrió fallecidos a la mañana siguiente, cuando le llamó la atención que no se levantaran para ir a la escuela.
› Por Horacio Cecchi
La huella abre la calle de tierra en dos surcos profundos y difíciles. Después de cruzar la vía, dos cuadras y a la izquierda, indican. Y allí, donde la huella pega la vuelta, ahí está la casa de los chicos, como la conocen desde ayer, cuando los cuatro más chicos de Elena Obregón se fueron por el frío. Se le fueron. Víctimas de la única ola de inseguridad que se conoce en tierra pobre, y que es la ola del hambre y del frío que hace estragos en silencio porque, se sabe pero no se dice, esa ola de inseguridad no tiene prensa. Jesica, de 17; Marina, de 15; Maxi de 13 y Marcelo de 11. Los cuatro murieron por aspirar monóxido de carbono de un brasero que habían encendido dentro de un tacho con restos de pintura, en una habitación completamente cerrada. En el séptimo año del siglo veintiuno, en el barrio Los Grillos, de Pilar, paliar el frío tiene sus riesgos.
Elena trabaja en su casita de Los Cipreses y Federación, del barrio Los Grillos, haciendo pastelitos para vender en Estancias del Pilar, a unas quince cuadras de allí y del otro lado del mundo. Hasta las Estancias llegaban, todos los días, sus cuatro chicos con las bolsas con pastelitos.
En las Estancias, del otro lado del mundo, nadie se muere de frío ni, mucho menos, por evitarlo.
“Una fatalidad”, dijo una hermana de Elena, al borde de la puerta de la verjita de alambre y plantas que separa el terrenito de la vereda (Elena no quiso salir a hablar porque ya no podía y porque tenía las palabras secas). Cualquiera sabe, por allí, que la fatalidad de los pobres la llevan escrita en el bolsillo. “Ellos nunca habían prendido la leña. Fueron a la vuelta, que el chico que vende leña les trajo un poco”, prosiguió la hermana. La información decía que habían encendido fuego en un brasero. Pero brasero no es un aparato de hierro forjado para colocar brasas sino un tacho de pintura vacío, con restos de pintura ya secos.
“Serían como las once de la noche –siguió su relato la hermana de Elena–-. Lo entraron al tacho, no con el fuego prendido sino ya cuando estaban hechas las brasas, cerraron la puerta, pero a los veinte minutos lo tuvieron que sacar porque despedía un olor feísimo.”
En barrio pobre la electricidad es lo más barato, pero no todos pueden ni tienen acceso. “Yo tengo estufa eléctrica –aseguró la vecina de al lado de lo de Elena–. Si a lo que está la leña, doce pesos y una carretilla se te va en una noche. Y una garrafa te dura dos noches y sale veinticuatro. Antes nos íbamos a buscar hasta el río Luján, pero ya no queda más y ya no te dejan pasar porque otros pusieron sus casas y no podés pasar.”
“La radio dice que en la Capital tenés 6 grados, pero eso no es nada –comentó, burlón y algo suficiente, Pedro Paz, que changuea de casero en una obra a cuatro cuadras de allí–. Acá, en campo abierto tenés 7 o 10 grados bajo cero. Que vengan los del Servicio Meteorológico y pongan un termómetro, a ver qué dicen.”
Afuera de la casita de Elena, en el terrenito, sentada en un banco estaba Marcela, la hermana mayor de los cuatro chicos muertos. Tampoco quiso hablar aunque durante la mañana contó su versión: dijo que los chicos habían inhalado el humo de la pintura quemada, que se habían encerrado en el cuarto con el brasero encendido.
Pero la hermana de Elena relató otra versión con una pequeña diferencia, aunque qué importancia tiene si los chicos igual se le fueron. Dijo que después de sacar el brasero del cuarto “porque despedía un olor feísimo, los chicos se fueron a cenar. En ese momento, sacaron el tacho del cuarto, abrieron la ventana y la puerta y pusieron el ventilador. Cuando volvieron, no entraron el brasero de nuevo porque daba ese olor espantoso. Pero como hacía mucho frío cerraron la ventana y la puerta”.
Marcela, la hermana mayor, se salvó porque durmió en otro cuarto con su novio. A la mañana siguiente, diez minutos antes de las siete, el despertador sonó y no hubo quien lo apague. A Elena le llamó la atención. Los chicos tenían que levantarse e ir a la escuela. Caminó hasta el cuarto, abrió la puerta. Adentro nadie que le contestara. Jesica todavía respiraba, tenuemente, pero respiraba, dijo la hermana de Elena. “Pero cuando vino la ambulancia ya estaba muerta.”
Ayer, un par de amigos y parentela ayudaban a sostenerse a lo que quedó de la familia. Todos esperan ese otro momento terrible que recuerda a aquel primero, el de la muerte, esperan que traigan los cuerpos de los chicos de la morgue de San Fernando. A esa hora, cuando el sol se ocultaba, el silencio cortaba el frío como un diamante a un vidrio.
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