La especialista Silvia Coriat denuncia que los medios de transporte son cada vez menos accesibles para personas con discapacidad porque las empresas no invierten lo que indica la ley. “No se puede imponer la legislación mientras la sociedad no se comprometa en la cuestión”, advierte.
› Por Pedro Lipcovich
“Lejos de mejorar, la accesibilidad del transporte público para las personas con discapacidad empeoró en los últimos años”, afirma Silvia Coriat, especialista en el tema. No por falta de normas: la Ley Nacional de Discapacidad permite “mostrarle al mundo qué buena legislación tenemos” pero las empresas no mantienen los dispositivos de acceso en los colectivos “porque los repuestos son caros”, y esto sucede “con el consentimiento de la Secretaría de Transporte y de la CNRT”. En cuanto a los trenes, “desde que los privatizaron, el control de acceso a los andenes los hace inaccesibles para la gente con discapacidad”. Si se trata de educarse, los chicos con discapacidad motriz deben ir a una escuela especial porque las escuelas comunes no tienen accesibilidad, pero la escuela que se les destinó funciona en un piso elevado y tienen que hacer 40 minutos de cola para subir por el único ascensor. La historia de los fracasos de la accesibilidad en la Argentina muestra cómo “la legislación no alcanza, y no se la puede imponer a fuerza de recursos de amparo, mientras la sociedad no se comprometa en la cuestión”.
–No es que la Ley Nacional de Discapacidad 24.314 sea incompleta –señaló Silvia Coriat, integrante de la Fundación Rumbos y miembro fundador de REDI, la Red por los Derechos de las Personas con Discapacidad, quien participó en el seminario “Ciudades patagónicas libres de discriminación”, organizado por el Inadi–. Dictada en 1994, mejoró la 22.431, de 1982, al legislar para todos los espacios, públicos y privados. Su reglamentación, de 1997, establecía un cronograma por el cual en cinco años se hubiera logrado una accesibilidad plena en el transporte, al renovarse un 20 por ciento de los vehículos por año con obligación de ser accesibles; se hizo el concurso “Un Colectivo para Todos”, empezaron a circular vehículos accesibles, fue una época de mucho entusiasmo.
–¿Pero qué pasó?
–Que los plazos de renovación empezaron a dilatarse, y después la Ley de Emergencia Económica admitió que las empresas no renovaran los vehículos. Además, el mecanismo de acceso debe ser comandado por el colectivero desde su asiento: esto procuraba dar autonomía a la persona con discapacidad pero funciona como excusa para que el chofer no se hiciera responsable de ayudar a ese pasajero. Y, tras la devaluación, las empresas argumentaron que los repuestos para los mecanismos, importados, son demasiado caros y abandonaron el mantenimiento: en las pocas líneas accesibles, las personas con discapacidad esperaban una hora, dos horas, hasta que empezaron a desistir. Entonces las empresas dijeron: ¿para qué querían accesibilidad, si nadie la usa? Y muchas empezaron a ocupar con asientos los lugares para sillas de ruedas. Todo con el consentimiento de la Secretaría de Transportes y de la CNRT, que se limita a cobrar unas multas ridículas que las empresas ni suelen pagar.
–¿Y los trenes?
–Cuando se privatizaron, lo primero que hicieron las empresas fue armar un control riguroso de acceso: pusieron molinetes, anularon las rampas que había en las puntas de andenes y así aparecieron problemas de accesibilidad que antes no existían. Personas con dificultades para movilizarse deben recorrer doscientos y hasta cuatrocientos metros o al llegar de noche a una estación tienen que pedir ayuda a personas desconocidas.
–En otros órdenes, ¿avanzó más la accesibilidad?
–No siempre. Tomemos por ejemplo la educación: a la Escuela Nº 1 de Educación Especial de la Ciudad de Buenos Aires concurren chicos con discapacidad motriz: por de pronto, ¿por qué chicos cuya discapacidad sólo es motriz no pueden educarse junto con los otros?: sólo porque las escuelas comunes no tienen accesibilidad. Y ésta, la “especial”, funciona en un primer piso: tiene un solo ascensor en el que no caben más de dos personas con sillas de ruedas; se arma una cola terrible, los alumnos deben llegar 40 minutos antes. No hay patio accesible y el recreo se hace en un pasillo al que convergen las salidas de las aulas, donde se aglutinan los alumnos, y esto es perverso: chicos ya sujetos al sedentarismo por estar en silla de ruedas, dejarlos estáticos en un espacio cerrado.
–¿La ley no funcionó, entonces?
–Es que la legislación no alcanza, y no puede imponerse sobre la base de recursos de amparo; no se puede vivir judicializado. El tema tendría que instalarse en la sociedad al mismo tiempo que la ley. No se trata sólo de sacar leyes a todo trapo, para mostrarle al mundo qué buena legislación tenemos, sino de que los distintos estratos de la sociedad lleguen a comprometerse en políticas de inclusión, pero claro que bajo el impulso principal de los organismos de gobierno: capacitando, convocando a ONG, intercambiando con las empresas.
–¿Por qué no se pudo hacer esto en la Argentina?
–En Gran Bretaña, Estados Unidos y otros países, la accesibilidad fue resultado de reclamos y luchas de veteranos de guerra: ellos habían sido ciudadanos de primera y no estaban dispuestos a ser relegados a ciudadanos de segunda. En la Argentina, fue muy distinto. La primera ley de accesibilidad, la 22.431, se promulgó durante la última dictadura. El mismo Jorge Rafael Videla tenía un hijo discapacitado, y la Corporación Argentina de Discapacitados fue la primera entidad que planteó la cuestión como problema: la integraban profesionales, incluso gente de alta sociedad, que en su mayoría tenían discapacidades como secuela de la epidemia de polio de la década de los 50: tenían contactos en el gobierno y así, por decreto, salió la ley: su texto era un avance importante, pero era todo tan compulsivo, que, así como salió, se cajoneó.
–¿Y después?
–No es que no haya habido movilizaciones en la Argentina: en los ’70, uno de los primeros actos reprimidos fue del Movimiento de Discapacitados Peronistas. Después, cuando, ya en democracia, se conformó la REDI (Red por los Derechos de las Personas con Discapacidad), hubo movilizaciones durante un año entero en lucha por la accesibilidad. Pero, de hecho, la accesibilidad fue introducida como una especie de camisa de fuerza en la que hay que meterse, en lugar de presentársela como una nueva concepción de la espacialidad, que toma en cuenta el abanico de características del ser humano: a mayor diversidad del ser humano, mayor diversidad en el uso del espacio. La accesibilidad sirve a la gente de tercera edad, a las mujeres embarazadas. Los que trasladan elementos pesados, como los cadetes de supermercado o los nenes con sus mochilas de rueditas, necesitan que las veredas estén sanas y se sirven de las rampas. Pero, claro, son los discapacitados quienes necesitan la accesibilidad para vivir en lo cotidiano.
–¿Cómo se llega a introducir estas nociones en la sociedad?
–Hay quienes dicen que habría que empezar a hablar de la discapacidad desde el jardín de infantes pero lo que nosotros pedimos es, simplemente, que los chicos con y sin discapacidad puedan estar juntos desde el jardín de infantes. Hay localidades, como Gualeguaychú y Monte Hermoso, donde se viene haciendo un trabajo muy interesante entre los municipios y organismos no gubernamentales de personas con discapacidad. San Martín de los Andes está avanzando con el turismo accesible, que facilita la llegada de turistas con discapacidad. En realidad, la accesibilidad eleva el nivel de confort y seguridad para todos. Los hoteles con habitaciones accesibles encuentran que, cuando están bien diseñadas, son las más deseadas: porque, aunque no sean mucho más grandes, son más amplias; el mayor espacio, necesario para maniobrar con una silla de ruedas, las hace más cómodas y confortables.
–Usted ha venido utilizando la designación “personas con discapacidad”: ¿es preferible a otras fórmulas?
–Han aparecido eufemismos como “personas con necesidades especiales” o “con capacidades diferentes”: en general, no surgen de las personas con discapacidad sino de otras personas a quienes nombrar las cosas por su nombre les produce culpa o vergüenza. Decir que alguien es una “persona con necesidades especiales” lo ubica como una persona especial; peor todavía es hablar de “capacidades diferentes”, como si se tratara de un marciano. Además, no es cierto que tengan capacidades diferentes, a lo sumo pueden tener capacidades compensatorias: si un ciego tiene buen oído, cosa que no siempre sucede, puede utilizar este sentido para compensar hasta cierto punto la falta de la vista. A la gente con discapacidad es mejor llamarla como ellos mismos suelen denominarse: simplemente “personas con discapacidad”. Esto es distinto de “discapacitado”, palabra que adjetiva al sujeto: se trata de un sujeto como otros, con una característica que es su discapacidad.
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