SOCIEDAD
› TESTIMONIO DE DOS DOMINICANAS ESCLAVIZADAS POR LA BANDA DE PROXENETAS Y POLICIAS
“Nos asustaban con el loco de la ruta”
Ambas fueron traídas engañadas desde República Dominicana y obligadas aquí a prostituirse. Fueron a parar al burdel marplatense que se convirtió en el eje de la investigación por la muerte de prostitutas en esa ciudad. Página/12 las ubicó para que contaran su terrible experiencia. Aquí, el relato de cómo eran vejadas y explotadas. Y de cómo todo se hacía al amparo de policías y funcionarios políticos. Un testimonio desgarrador.
› Por Mariana Carbajal
“Si se van a otro boliche, las van a encontrar muertas. La que se me escape de acá, la mando a buscar con mi gente y me la traen muerta o yo la mato a golpes; y la tiro por ahí y nadie va a saber nada.” La amenaza les quedó grabada en la memoria y no se la van a olvidar jamás. Así, las solía atemorizar Pilar de las Mercedes Peralta Zamora, quien bajo el nombre de “guerra” de Marisa regenteaba el prostíbulo de Salta 1337, en Mar del Plata, eje de la causa judicial que investiga la desaparición de tres prostitutas, en la que están imputados diez policías y un fiscal federal está acusado de encubrimiento. Dos mujeres dominicanas, que llegaron al país engañadas por una organización de trata de blancas, contaron a Página/12 sus tortuosos días en aquel burdel, virtualmente privadas de la libertad, obligadas a vender su cuerpo como esclavas, sin recibir más que golpes a cambio. Ambas detallaron los contactos de la dueña –actualmente prófuga– con personal policial y con el jefe de Migraciones local, Fernando Rizzi. “Estábamos casi secuestradas. Si nos dormíamos nos ponían una multa. Nos cobraban hasta los profilácticos y el papel higiénico”, señaló una de ellas, que ya regresó a Santo Domingo. “Para que no nos fuéramos nos asustaban con el loco de la ruta”, contó la otra, que todavía está en Buenos Aires y a instancias de este diario ayer declaró en la causa que instruye el juez marplatense Pedro Hooft. “Ustedes no saben lo protegidas que están. A ustedes no les va a pasar nada”, les decía Marisa.
Vida de perros
“Iban muchos policías y muchos agentes de Migración. Todos eran amigos de ella”, recordó Vanesa, de 34 años. Hace siete meses volvió a Dominicana y este diario la ubicó vía telefónica en su casa de las afueras de Santo Domingo. La otra, Linda, de 26, todavía está en Buenos Aires, aunque en pocos días retornará a su tierra, con un pasaje pagado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que está ayudando a varias de sus compatriotas, también víctimas del tráfico, a regresar a la isla.
Según Marisa misma les contó, se había ganado el “privado” trabajando como prostituta. Para amedrentarlas, solía recordarles que “una amiga suya que trabajaba con ella la había cagado, y cada vez que pretendía trabajar en una esquina, le mandaba policías que no la dejaban trabajar”, recordó Linda. Además, las asustaba con “el loco de la ruta”, el personaje inventado por la policía, al que originalmente se le adjudicaron las desapariciones y muertes de doce prostitutas en Mar del Plata. “Decía que el loco de la ruta mataba mujeres si las encontraba en la calle, que las acuchillaba”, agregó Vanesa.
El burdel funcionaba camuflado en el primer piso de Salta 1337, en un departamento con varias habitaciones, sin cartel a la calle. Cuando no estaba Marisa, lo manejaban dos homosexuales que formaban parte del plantel. En total, en el momento en que estuvieron Vanesa y Linda, entre enero y febrero de 2001, había siete dominicanas. “Cuando sonaba el timbre, los dos trolos nos decían: ‘¡gatos!’, para que nos pusiéramos en fila, una al lado de la otra, en la cocina. Uno de ellos bajaba a abrir y la gente subía al living. De a una nos hacían saludar a los clientes y ellos elegían”, recordó Linda. El régimen era casi de esclavitud. Para que no pudieran escaparse, al llegar les quitaban los pasaportes y la ropa. Adentro, vivían en bombacha y corpiño y tacones altos, siempre maquilladas, por las dudas que cayera un cliente. El trabajo fuerte era de noche. “Cuando daban las 6 de la mañana así como estábamos vestidas nos mandaban a limpiar. Una los baños, otra el living, otra las habitaciones. Si en ese momento llegaba gente, teníamos que largar todo y ponernos otra vez en fila”, siguió Linda. No podían descansar nunca. “Si nos veían durmiendo nos ponían una multa”, contó Vanesa.
Los clientes pagaban a los encargados antes de entrar a las habitaciones con las chicas. Las tarifas oscilaban entre 50 y 100 pesos, según el servicio. Se suponía que al día siguiente, a cada chica le colocaban un porcentaje de lo que había recaudado en un sobre a su nombre, pero nunca tenían más de un peso o dos. “Nos cobraban todo y nos lo descontaban de lo que ganábamos: la lavandina, los profilácticos, la comida y hasta el papel higiénico. Al final, terminábamos debiéndoles plata”, continuó Vanesa. Ni siquiera les permitían recibir propinas.
Un día que Vanesa empezó a menstruar, anunció que no quería trabajar porque se sentía mal. “Tenía temblores y muchos dolores. Marisa no estaba, pero se enteró y regresó. Me dijo que me pusiera dos tampones juntos y me obligó a tomar dos pastillas, que me tuvieron medio loca. Me reía sin querer y sin parar. Fue el día que más trabajé. Como ocho servicios hice y las otras chicas quedaron sentadas toda la noche”, recordó.
Policías y funcionarios
Linda y Vanesa son amigas. Llegaron a la Argentina hacia fines de diciembre de 2000, con diferencia de algunos días, traficadas por una banda vinculada a la embajada dominicana en Buenos Aires, que les prometió que ganarían un suelo de mil dólares mensuales como mucamas. Pero ya en suelo porteño todo era una gran mentira. Como habían hipotecado sus casas para poder costear el viaje, no tuvieron otra opción que ejercer la prostitución, la única forma de poder enviar dinero a sus familias para pagar las deudas. Así, sin un peso, desesperadas por el engaño, llegaron al burdel de Mar del Plata. En Dominicana, Vanesa había dejado un trabajo como secretaria de una agencia de autos y Linda, un puesto de enfermera. Nunca antes habían ejercido la prostitución, aseguran. Fue la última.
Los relatos de las dos mujeres sobre el funcionamiento del burdel son idénticos, hasta en los más mínimos detalles. Vale aclarar que desde hace ocho meses, cuando Vanesa regresó a Dominicana, las dos no tienen contacto entre sí. “Lo que viví en ese lugar no lo voy a vivir jamás”, sentenció Vanesa, sobre sus días en el “privado” de Marisa.
El lugar funcionó hasta octubre del año pasado, cuando el juez Hooft ordenó su allanamiento, al constatar que era el denominador común entre tres de las prostitutas desaparecidas en la ciudad balnearia entre 1997 y 1998. “Hay indicios que revelan que las tres tenían contacto con ese burdel”, precisó una fuente cercana a la investigación. Después se conocieron la cantidad de llamadas que el fiscal federal Marcelo García Berro y varios policías habían hecho a esa dirección (ver aparte). Vanesa y Linda estuvieron encerradas ahí nueve meses antes de que fuera desactivado. Las mandó un hombre dominicano vinculado a la banda que las traficó llamado Ludovino.
Las dos mujeres recordaron que, a poco de llegar, en un diario local salió “el jefe de Migraciones” anunciando que iba a “reventar” todos los burdeles de la ciudad y deportar a las extranjeras que ejercían la prostitución. “Marisa se puso nerviosa. ‘Pero si yo les pago, acá no pueden venir’, gritaba y nos decía: ‘Quédense tranquilas chicas, que acá no les ponen la mano porque primero tienen que matarme. Este de la foto es amigo mío, si me cierra el negocio salgo a decir que toma servicios con mi gente’”, relataron Linda y Vanesa, cada una por su lado, en forma coincidente. Las dos dijeron que en la nota aparecía la foto del jefe de Migraciones, aunque no recordaban su nombre. Según pudo determinar Página/12, el artículo mencionado, que Marisa pegó en la cocina del burdel, fue publicado por La Capital, de Mar del Plata, el 10 de enero de 2001. Allí aparecen declaraciones y una foto de Rizzo, a cargo de la delegación local del organismo. Según contaron, “Marisa fue a Migraciones y al regresar nos contó: ‘Les dije que a mis dominicanas no las voy a cambiar, que a mí me gusta trabajar con ellas’”, agregó Linda. Rizzo, joven abogado radical, estuvo suspendido en sus funciones por varios meses hasta hace poco tiempo por denuncias de corrupción en su repartición. Según el relato de las dos dominicanas, a los dos o tres días de la publicación del artículo, el mismo director de Migraciones se presentó enel burdel con otros tres agentes del organismo y los cuatro interrogaron a las siete muchachas que trabajan en el lugar y se fueron tan tranquilos como habían llegado. La descripción física que las dos mujeres hicieron del funcionario coincide con la de Rizzo. “Tiene la cara chata”, dijeron.
Las dos recuerdan que a los pocos días de estar en el burdel, llegó un policía “con una cicatriz en la panza”, y eligió a Vanesa para que lo atendiera. “Yo estaba desesperada, quería irme y le pregunté si podía ayudarme. Todavía no sabía que era amigo de Marisa. Pero él le contó todo a ella, hasta el más mínimo detalle y Marisa me dio una golpiza que no me la voy a olvidar más”, contó Vanesa, aterrada por el recuerdo. No fue el único policía que visitaba el departamento. “Los policías salían de trabajar y venían al apartamento y se quedaban ahí. Si querían, se bañaban, si querían una hora y media con una chica, se quedaban. Marisa se enojaba, decía que se estaban aprovechando, que ya iban a ver”, precisó Linda. También les mandaba chicas a domicilio. A Linda le tocó ir a la casa del agente de la cicatriz en el abdomen. Quedaba en un descampado, y estaba repleta de armas como ametralladoras.
Un día Vanesa intentó recuperar el bolso con ropa que le habían quitado para poder escapar, pero Marisa se dio cuenta de sus intenciones y le propinó otra golpiza. Mientras la madama hostigaba con golpes y malos tratos a Vanesa, a Linda la trataba amablemente y, poco a poco, Linda se fue ganando su confianza, hablando delante de ella mal de su amiga. Hasta que un día, cuando había pasado alrededor de un mes de su llegada, le planteó que tenían que regresar a Buenos Aires para pagar una deuda, pero que volverían. Y Marisa le creyó. Pero una vez que ganaron la calle, se subieron a un taxi y huyeron desesperadas a la terminal de trenes. Atrás quedaba el infierno.
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