Los galardonados desarrollaron los ratones “de diseño”, usados en los laboratorios para estudiar qué función tiene cada gen.
› Por Pedro Lipcovich
Gracias a ellos, los mutantes están entre nosotros: ellos inventaron el ratón mutante, ese monstruito benéfico, esa quimera (es el término exacto), que tiene dos padres y dos madres y se utiliza en laboratorios de todo el mundo para investigar qué función tiene cada gen. Martin Evans, inglés; Oliver Smithies, estadounidense de origen inglés; y Mario Capecchi, estadounidense de origen italiano, han sido premiados con el Nobel de Medicina por sus desarrollos, “que permiten estudiar las bases de enfermedades como el Alzheimer y el cáncer, así como la respuesta a nuevos medicamentos”, según el Instituto Karolinska, de Estocolmo, que los distinguió. Uno de ellos, Capecchi, había sido mendigo en la infancia, mientras la madre estaba en un campo de concentración.
Hace 65 millones de años, todos éramos ratones. Ese lapso, ese suspiro en los tiempos del universo alcanzó para diferenciar las dos especies, pero “la dotación genética del ratón es más parecida a la del ser humano que la de los gatos o los perros”, observó Marcelo Rubinstein –investigador del Conicet en ingeniería genética, profesor titular en la UBA–, quien guió a Página/12 por el raro mundo de los pequeños Frankenstein que sirven a la ciencia. Eso de que los hombres se parezcan tanto a las ratas permite utilizarlas para “reproducir una enfermedad genética humana y entenderla”, señaló.
Pero, ¿cómo estudiar los genes uno por uno? Lo ideal sería ponerle a cada gen del ratón un interruptor que permitiera anularlo, que lo pusiera knock out: entonces, comparando a ese ratón con otro que tuviera el gen en buen estado, se podría saber qué pasa cuando ese gen –ese párrafo en el manual de instrucciones que lleva cada célula– no funciona bien. Precisamente esto es lo que lograron Evans, Smithies y Capecchi.
La receta para fabricar un mutante requiere un embrión de ratón, todavía no implantado en el útero, de no más de 32 a 64 células. Estas células son “multipotenciales”, o sea que cada una de ellas puede dar lugar a cualquier tejido; son las famosas “células madre”, stem cells. Los investigadores pusieron las células de esos embriones en cultivo. Dejémoslas allí por un ratito.
La otra parte de la receta solicita: fabricar un gen que no funcione. “Ahora, cuando se conoce todo el genoma del ratón, como el del humano, es fácil –aseguró Rubinstein–: antes era tedioso, había que ir probando.” Luego de inhabilitar un gen, el que deseamos estudiar, lo aplicamos en la sopa de células que, en el párrafo anterior, dejamos preparada.
Algunas de esas células (gracias a un proceso natural llamado “recombinación homóloga”) se apropiarán del gen modificado: las retiramos de aquella sopa y las inyectamos en otro embrión de ratón. Este, sí, lo ponemos en el útero de una ratona y lo dejamos crecer. Cuando nazca, el ratoncito tendrá la modificación genética que hemos implantado. Será así un ratón mutante, “una quimera: no una cruza entre especies diferentes, como en la mitología griega, pero sí un animal con dos padres y dos madres, correspondientes a cada uno de los embriones”, comentó Rubinstein.
El ratón mutante será estudiado en comparación con otro, un hermano gemelo que no tenga la mutación: criados en el mismo ambiente, “se puede estudiar la genética casi pura”, precisó nuestro guía. El Instituto Karolinska señaló que el trabajo de sus premiados “permite a los científicos establecer los roles de genes individuales en la salud y la enfermedad” y estudiar “dolencias cardiovasculares y neurodegenerativas, la diabetes y el cáncer; sus descubrimientos se aplican en casi todos los terrenos, desde la investigación básica hasta el desarrollo de nuevas terapias”. Los tres científicos –que habían hecho sus investigaciones por separado– se repartirán el premio, equivalente a un millón de euros.
Smithies, a los 82 años, sigue enseñando en la Universidad de Carolina del Norte, desde donde comentó que “el premio produce un sentimiento de paz”. Sir Martin Evans, de 66 años, formado en Cambridge, trabaja en la Universidad de Cardiff. Ya había recibido un título de nobleza por sus investigaciones.
Mario Capecchi, profesor en la Universidad de Utah, había nacido en Verona en 1937; cuando tenía cuatro años, su madre fue arrestada y llevada al campo de concentración de Dachau; el niño quedó en la calle, mendigó y robó para sobrevivir. En 1946 se reencontró con su madre. Emigraron a Estados Unidos, donde, en 1967, se doctoró en Harvard: “No tengo claro si lo que logré hacer en mi vida fue pese a esas experiencias de mi niñez o gracias a ellas”, dijo ayer.
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