SOCIEDAD › OPINION
› Por Emilio García Méndez *
Comienzo aquí aclarando lo obvio. Me refiero a que no pretendo agotar ni la extensión ni la complejidad de este problema en un breve artículo periodístico que, ojalá, pueda servir por lo menos para enunciarlo. En otras palabras, me conformaría con dejar aquí algún principio de respuesta a la pregunta acerca de cuánto derecho necesitamos hoy para poder sobrevivir como sociedad.
La mera pregunta presupone un cambio radical respecto de las condiciones imperantes en las décadas del ’70 y del ’80 del siglo pasado. En América latina por lo menos, ansias ilimitadas de libertad y la vigencia de utopías liberadoras nos llevaron en esos tiempos a denunciar procesos de inflación jurídica que intentaban cuadricular en forma milimétrica hasta los últimos detalles de la vida social. En ese contexto, resultaba imperioso oponer la “vida” al derecho. Por la vía más impensable y paradójica, la brutalidad del autoritarismo militar y su obsesiva manía de juridificación de las relaciones sociales, se reforzó esta idea de negación de un derecho que, por otra parte, se mimetizaba con un Estado que era necesario acabar.
El retorno a la democracia y el papel fundamental de la introducción de los derechos humanos como derechos fundamentales que imponen límites a las decisiones del poder político devolvieron una tenue confianza en las vías del derecho. Hoy, sin embargo, dos procesos en parte paralelos y en parte concluyentes han hecho saltar por el aire nuevamente la frágil confianza en el derecho. La globalización y el desarrollo tecnológico plantean nuevos desafíos en relación con el sentido y alcance del mismo.
Muy recientemente, un jurista francés y uno italiano han propuesto sendas reflexiones alrededor de este tema, sobre las que vale la pena detenerse. Me refiero respectivamente a Alain Supiot, Homo Juridicus. Ensayo sobre la función antropológica del derecho (Ed. Siglo XXI, Argentina, 2007. Edición original de 2005) y Stefano Rodota, La vita e le regole. Tra diritto e non diritto (Ed. Feltrinelli, Milano, 2006. Versión castellana no disponible).
Aunque más vinculada con una mezcla de cinismo e ignorancia que con la ingenua fe positivista en el progreso indefinido de fines del siglo XIX, una nueva fe en un progreso impuesto por una globalización avasallante y un desarrollo tecnológico desenfrenado conduciría a una ideología del no límite, donde el derecho asumiría la forma de un estorbo arcaico. Muy correctamente, Supiot identifica el hecho de que esta tentación de un mundo sin derecho (y sin una política que lo gobierne) está “democráticamente” distribuida entre la derecha y la izquierda. Si en el primer caso se trata de liberar a la esfera económica de las constricciones del derecho remitiendo al hombre al libre juego de los contratos, en el segundo, desde la izquierda, mientras se denuncian (con razón) los efectos devastadores del mercado, se reclama la misma retirada del derecho en el campo de la vida privada. “Toda ley que limite el libre juego de nuestros amores o desamores es percibida como un mal, y en nombre de la lucha contra los últimos tabúes se promueve activamente una política de desregulación del Estado de las personas.” En ambos casos, afirma Supiot, se cumplen los mismos efectos. Es decir, el retorno a la ley del más fuerte. Situación que, malgrado la ceguera que invade al abolicionismo penal de cualquier pelaje, invariablemente se establece frente a la ausencia de normas entre dos que no poseen la misma cantidad de poder.
De ambos extremos del espectro ideológico se profundiza y se refuerza en forma complementaria un “mundo feliz” con un pequeño número de ganadores y una inmensa mayoría de perdedores.
Es en este contexto que el derecho debe medir su fuerza con una técnica frente a la cual muchos se han rendido antes de comenzar la batalla, capitulando en nombre de un realismo que nada tiene de mágico y según el cual todo lo posible debe ser permitido.
Para suerte y para desgracia, el horror potencial de la clonación humana, como caso tan extremo cuanto realizable, pone en discusión no sólo la sexualidad como forma de reproducción sino también la unicidad del ser humano sujeto a las fantasías de la serialización (Rodota) y a la sustitución de Dios por parte de hombres productores de otros hombres (Supiot).
Despojados por la modernidad del valor religión, sólo nos queda el derecho como la única técnica posible para la humanización de la técnica. El alerta de Supiot resulta desgarrador. “La fe en un ‘futuro brillante’ en que seríamos liberados de toda ley excepto las de la ciencia ha sido desde hace dos siglos el fermento de la negación del hombre. Sigue siendo actualmente el vientre fecundo de monstruosidades inéditas. El horror no se repite, se renueva, de modo que las líneas Maginot de la memoria no bastan para prevenir su retorno. También hay que mantener sólidas las cuerdas del derecho, sin las cuales ni el hombre ni la sociedad pueden sostenerse de pie.”
* Abogado, diputado nacional (ARI).
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