Sáb 19.01.2002

SOCIEDAD  › QUIENES SON Y COMO TRABAJAN LOS QUE VENDEN Y COMPRAN DOLARES EN LA CITY

Arbolitos que crecieron en diez días

Algunos tienen la experiencia de los 80 y apenas se produjo la devaluación volvieron a la calle. Otros son desempleados y aprendieron rápidamente, en apenas un día, los secretos del oficio. Página/12 estuvo varias horas entre los arbolitos, que en la city crecen más que en la selva.

› Por Alejandra Dandan

Agustín está mareado. Los que no compran lo paran igual: “¿Che, a cuánto está?”, tantean como si preguntaran la hora. Pero la cotización no importa demasiado: en sólo cien metros el dólar habrá variado cinco veces. Los dueños de ese cambio que sube, baja y vuelve a subir están ahí, agitados como la versión remixada de un tema. Son los arbolitos o, más bien, una selva bien tupida y exuberante que se expande y crece en medio de la city. Están de a cincuenta o de a cien apretados en una esquina, en un edificio, contra un kiosco. Entre ellos hay iniciados y quienes ahora aprenden el folklore del viejo regateo financiero. Están los convertibles y los entrenados por la híper. Página/12 pasó algunas horas entre ellos: en ese mundo donde sólo manda el vértigo, y donde la vida se empeña un poco con cada pase de dinero.
Uno de los hombres-árbol entró a un bar de San Martín. El lugar está lleno pero no le importa: hace como si todas esas mesas estuviesen vacías o como si nadie advirtiera las montañas de billetes que cada tanto desmonta en su mesa.
El bar no es una cueva ni una de las remesas de dinero que funcionan, medio en secreto, en oficinas del microcentro. No es nada de eso. Más bien, es un sitio bien público, bien claro. Es sólo un bar o, en todo caso, un rincón con aire confortable para cerrar algunas de las operaciones más grandes.
–Esto, ¿sabés qué es? –dice el árbol.
–¿Un bar, una operación?
–Esto... Esto es la patria financiera.
Está convencido. Agustín aprendió las leyes de este universo en la calle, en sólo diez días. Empezó el viernes de la devaluación. Ese día se levantó temprano decidido a viajar hasta el centro. Después de algunas dudas, se puso un traje, uno de medio pelo, y en un bolsillo guardó una vieja calculadora Casio, de esas que usaba en la escuela. Antes de salir buscó toda su plata: en total eran mil pesos. Ya no tenía trabajo y eso era lo que había podido juntar en unos días; ni siquiera eran dólares, sólo pesos. Cuando estuvo listo, guardó el dinero en el pantalón y se fue para Corrientes.
Cuando llegó se encontró con varios problemas:
1. ¿Tendría que pedir permiso? No lo sabía.
2. ¿Traje o zapatillas? Ya tenía el traje puesto.
3. Lo más importante: no había preguntado dónde pararse. Los arbolitos todavía no eran tan populares excepto para los de la vieja guardia, aquellos que como el Colorado volvían a la actividad después de diez años.
Colorado el tres
Cuando Agustín llegó, el Colorado ya estaba parado en la esquina de San Martín y Corrientes. Ya estaba porque como es uno de los más viejos, cuando anunciaron la devaluación tenía todo listo. Venía preparándose desde hacía quince días. Aquel viernes llegó con algunos dólares pero (fundamental) con una buena estructura de trabajo. Desde la vieja época, mantiene los contactos con los sitios que en la city se conocen como cuevas. Sus socios son algunos capitalistas que cada mañana salen con toneladas de billetes a la calle. El Colorado es un nexo: conecta clientes con la banca paralela.
Aunque nunca será capaz de admitirlo es uno de los arbolitos de copas grandes: desde su esquina comanda a una tropa de siete u ocho hombres que se pasan el día dando vueltas, distribuidos en Corrientes o parados como estatuas en la vereda. Todos están ahí, relojeando a los que pasan como lo harían los buenos perros.
–¿Cambio, cambio? ¿Cambio señor? –dicen– ¿Quiere comprar dólares, señora? Si alguno de los caminantes pone cara de ganas, los arbolitos se ponen en marcha. La tarea puede dividirse en varios pasos: 1. Tanteo: tratan de saber cuánto está dispuesto a pagar quien busca dólares o pesos. 2. Danza del regateo: aquí comienza una negociación simulada. Nadie conseguirá lo que busca pero todos lo intentan. 3. Pase a retiro: con el precio pactado, el arbolito deja al cliente en manos del Colorado, una suerte de comisario a cargo de terminar la mayor parte de los trámites.
–Soy peronista, de Boca y entrerriano, anotá eso que es correcto -pide–. Yo vengo a hacer como un servicio, pero con todos ustedes que pasan con las cámaras nos pasamos el día jugando a las escondidas.
Cuando se pone a editar su biografía cuenta que ha vivido como gestor durante todos estos años en los que la bicicleta estuvo medio dormida. En el ‘83 salió por primera vez al ruedo y estuvo arboleando, como aquí definen a la actividad, durante dos años. Para la época de la híper volvió al centro y en ese momento terminó asociándose con la gente de las cuevas. Ahora está en la misma esquina de hace años, cuando la gente transpiraba todavía más porque, según él, había más dinero: “Esto no tiene nada que ver con la híper: en aquella época, oíme bien, en ese momento había circulante, si ahora no se mueve nada. Acá no hay un peso”.
En esa época además había trabajo, ahora los que pasan vendiendo dólares se parecen a ese chico:
–¿Estás seguro que son de verdad? –le pregunta a un árbol de pie.
–Pibe... Miralos: son cien, de los nuevos.
–No me mientas ehhh...
La discusión de pronto es un revuelo. El joven, algo crecido, de melenita y anteojos puestos como sombrero, agita su billetito en el aire. Según su teoría hay demasiados dólares falsos en el mercado. Los argentinos más desesperados, dice, cambian unos billetes que fueron impresos antes del ‘92: “Los tenían acovachados en el colchón y ahora los sacan para venderlos”.
De tanto sol y tanta esquina los arbolitos tienen toda la cara quemada. A pesar del sofocón nadie abandona su puesto. Están ahí quietísimos como estatuas durmientes. Nadie se mueve pero hablan y hablan y también molestan:
–Es un disparate señora –se oye–, ¡es un disparate esto!
Los dos viejitos que acaban de pasar no le hablan al Colorado ni a su gente: se cuentan cosas entre ellos.
–Pero qué pretende este hombre, señora –dice el señor–, ¿que se vaya a 400 para que gane 200?
Los murmullos son cientos y pueden oírse en todos lados. Detrás del Colorado sobre los frentes de algunos kioscos y negocios, hay una fila de árboles, y todos amontonados.
–¿Cambio? ¿cambio? –tantea uno.
–Qué cambio ni cambio –le dice una mujer–. Yo no me cambio ni los zapatos.
A esa hora, Agustín terminaba su día trabajo. Habían pasado diez días desde la primera vez, cuando llegó a la city con el traje y el título de licenciado en Comercio Exterior abajo del brazo. Esa vez estuvo doce horas, al final del día había ganado cien dólares.
Para quedarse no le pidió permiso al Colorado ni habló con nadie durante un rato. Caminó, caminó.
–¿Y después?
–Fue así hasta que aparecieron: ahí comenzó otra historia.
Ni para escarbadientes
Hasta hace unos meses la empresa de Agustín estaba funcionando. Durante algún tiempo con algunos amigos tuvo una fábrica basada en la importación de polipropileno. Las nuevas medidas económicas lo quebraron. Cuando empezó diciembre mandó su currículum a toda su base de datos. Un día una de sus hermanas lo llamó desde Nueva York para pedirle que se fuera. Ellaestudia ahí, se mantiene con un suelo de mesera que a veces llega a dos mil dólares. No se fue, pero su vida se convirtió en infierno.
–¿Te sentís sucio?
–Es un laburo de mierda, sentís que dejás la vida por papel higiénico.
Ayer fue viernes y fue el peor día de la semana. Los pases de dinero no fueron del todo mal, pero los viernes en la city entran los capitanes del juego: la policía que viene por su tajada.
–Se llevaron toda la guita.
–¿Todo lo del día?
–Mirá: no sé cómo decirte, es como si le hubiese pagado a una puta a cambio de nada.
Las denuncias concuerdan. Este estrado de la calle es una de las cajas chicas recuperadas por la policía. La actividad de los arbolitos es ilegal. Ellos saben que si los detienen, les decomisan el dinero y les abren una causa federal. Por eso de algún modo también consienten las cuotas.
–Para los grandes, esto que hacemos nosotros acá es un escarbadiente.
Los grandes a los que se refiere ahora no son policías. Son los dealers de la city: los mayoristas que llegan con un maletín de 20 mil dólares para negociar. Delante de Agustín hay uno de ellos de rasgos asiáticos. Cuando pasa, lo llama con la mano. Enseguida comenzará uno de los regateos más feroces. Un negocio así es una lotería: pueden ganar mucho, pueden terminar quebrados. El precio puede ceder un poco, pero no demasiado.
–Cancelá esa operación .-le sugieren– cancelala, no corre más.
Mientras los muchachos abren y cierran el negocio, el japonés sigue parado, medio perdido frente a Casa Piano. Pasa una señora todavía más despistada:
–Señorita -.pregunta a la cronista–: ¿sabe a cuánto venden en Casa Piano?

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