SOCIEDAD • SUBNOTA › DE PUNTA A PUNTA, CRóNICA DE UN DíA A LAS CORRIDAS
El bombo del Tula es, además del más famoso de Argentina, el primero en sonar cuando detrás de los dragones y entre cientos de federales aparece el windsurfista Carlos “Camau” Espínola, antorcha en mano y con 22 minutos de retraso, a las 14.37 de ayer. Hubo quien reclamó que no haya sido Diego Maradona, es cierto, pero más fueron las cinturas y piernas las que se quejaron, ya a la altura de Figueroa Alcorta, de que el tramo argentino de la antorcha tuviera casi 14 kilómetros. Más allá del trajín, y del operativo de seguridad que no permitía acercarse demasiado –so riesgo de recibir un golpe en los codos de un escudo federal o un empujonazo de un federal con escudo–, nadie quiso ayer perderse el paso del fuego olímpico por Buenos Aires. Ni el Tula que, pedazo de manguera en mano, confesó que anda “con bronca”, porque merece ir a Beijing “pero nadie pone la guita” para que viaje.
A cuatro cuadras del punto de partida, la primera imagen de comunión argenchina: uno de campera y bandera roja y otro de camiseta y bandera albiceleste se dan la mano, se abrazan, avivan el fuego de la antorcha con sus gritos. Y, hermanados, tropiezan juntitos cuando la policía los corre, en Alicia Moreau de Justo y Machaca de Güemes. Cuando la escolta del fuego olímpico, ése que se proclama imperecedero, llegó a Paseo Colón, empezaron los bocinazos clásicos del tránsito porteño, cerrado en el tramo anterior, abierto y furibundo por los retrasos desde Moreau de Justo hasta el Monumental, donde la ex tenista Gabriela Sabatini terminó el recorrido de la llama en tierras argentinas. Mejor dicho, porteñas.
En Casa Rosada hubo aplausos, vitoreos y un papelerío que se mezcló con el viento y se empastó en las frentes sudorosas de los valientes que se le animaron al maratón. “Qué quilombo”, lanzó uno de traje cuando salió del subte en Diagonal Norte y se topó con la histeria olímpica de frente. El fuego pareció apagarse en Diagonal Norte y Esmeralda, cuando el que lo llevaba se apuró más de la cuenta en encender la antorcha de su relevo, que se quedó pegado al piso, sin llama en su palo y haciendo pucherito. El otro, el apurado, tuvo que volver, y luego de asegurarse de que la llama prendiera en el segundo intento, subió al micro, fucsia de la vergüenza. Ya arriba del ómnibus al que iba a parar cada antorchero, los deportistas, empresarios, periodistas y ganadores de un concurso que ya habían hecho sus 180 metros con el palo en la mano lo aplaudieron como a todos. En ese micro, un rato después, se agolparían, entre otros, el boxeador Pablo Chacón, la leona Magdalena Aicega y el futbolista Andrés D’Alessandro.
El clima estaba raro en el Obelisco. De un lado de Lavalle, militantes pro-Tíbet. Del otro lado, militantes de la izquierda vernácula. En el medio, señoras con sus hijos, deportistas frustrados, artistas, turistas y lo que Nahuel, un cadete motorizado de 25 años, designó como “el gremio de los supermercadistas”: un grupo de centenares de chinos que se negaron sistemáticamente a dar cualquier tipo de precisión sobre su participación, pero se bancaron la caminata de punta a punta de la Ciudad.
Pola no hizo el recorrido, pero está en la vereda, en los brazos de una mucama, esperando saludar a la llama olímpica, al igual que hicieron ya varios miles. Lo que diferencia a Pola de los demás es que ella saluda ladrando cuando el fuego pasa por la puerta de su casa, en Figueroa Alcorta al 3200. Así fue el corto pero intenso paso del símbolo de los Juegos Olímpicos por Buenos Aires: ni los perros quisieron perdérselo. “¿Ya pasó? Pero la pucha, che”, pregunta y se queja, sin dar tiempo a responder, la dueña de la casa, de Pola y de la mucama. Y de fondo se escuchan dos o tres cacerolazos, cuando la procesión llega casi al final.
La rectitud del largo tramo de marcha por Figueroa Alcorta le permitió a María seguir. “Vengo desde Retiro corriendo atrás, pero no me quejo, está buenísimo esto”, dice, sin que se entienda si lo que está buenísimo es la llama o correrla desde atrás. Allá va María, y se la banca en los últimos kilómetros, haciendo ella sola todas las postas de esa especie de corredor deportivo: Club de Amigos, Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, el Club Hípico, el Monumental. A cinco cuadras de la cancha de River, nadie puede pasar las vallas y todos se preguntan hacia dónde correr ahora.
Informe: Luis Paz.
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