SOCIEDAD • SUBNOTA
Sólo una vez en su historia la ciudad de Buenos Aires amaneció cubierta por el polvo gris. Fue el 10 de abril de 1932. La ceniza provenía de una erupción simultánea que involucró ocho volcanes: el Descabezado Grande, el Descabezado Chico, el Domuyo, el Planchón, las Yeguas, Quizapu, Azul y Tinguiririca. El foco de erupción se originó en el centro sur de Chile, Mendoza y Neuquén. Y la ceniza llegó hasta Montevideo.
La erupción fue violenta. “Los volcanes han arrojado al espacio materias líquidas en fusión con gran intensidad y han pulverizado las sustancias fundidas que, impelidas por el viento, se han extendido en forma de cenizas para cubrir gran parte de nuestro país, Chile y hasta la vecina república del Uruguay”, dice una crónica periodística de la época, en el diario La Prensa. Por entonces, las autoridades recomendaron tomar algunas precauciones (que la ceniza no entrara en los pulmones ni los ojos). “Nada hay que temer –agregaron–, pues se trata de cenizas volcánicas que más bien pueden ser eficaces para la desinfección del ambiente.”
El fenómeno causó algunos inconvenientes. El polvo grisáceo tapó los caños de desagüe y paralizó los trenes, cayó una tonelada por hora y por hectárea. Para los porteños resultó un motivo de atracción y muchos guardaron polvo de recuerdo, a sabiendas de que cosas así no suelen repertirse.
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