SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Gabriel Elías Ganón *
Nuevamente del Norte llegan ecos que diseminan el miedo y la preocupación. Como ocurrió durante la crisis financiera internacional, los medios de comunicación social y cierta oposición política al Gobierno no dejan de perder oportunidad para infundir miedo y acercar a la ciudadanía a la sensación de estar viviendo una catástrofe definitiva. Es cierto, no son más que visiones parciales de la realidad de un sistema, el capitalista, que no deja de jugar a su antojo, como bien dice el sociólogo Bauman, casi tanto con el miedo de los más o menos acomodados como con la vida de millones de personas condenadas a la exclusión definitiva. Dentro de este contexto, utilizando, como ocurrió con Axel Blumberg, el lenguaje de otra muerte “no descartable”, parte de la elite política vernácula se ha lanzado a la caza y virtual exterminio de los niños pobres. Su evidente hipocresía los lleva a demandar desde la baja de la edad de la imputabilidad hasta la desaparición del juicio previo, para poder encarcelarlos tan pronto como sea posible. Utilizan curiosos recursos discursivos para imponer sus “nuevas” tecnologías del aniquilamiento, ya no como excepcionalidad sino como práctica habitual. Es decir, nos deshumanizan cuando pretenden que con ellos despreciemos las vidas de esos niños, tan sólo porque no les resultan útiles ni rentables y, lo digan con claridad o no, consideran sus vidas indignas de ser vividas. Quizá por eso prefieren dirigir sus presupuestos para la protección de los más ricos e invertir en vigilancia y en cámaras de video. Con este proceso, tan pronto como les sea posible reclamarán la aplicación de la pena más económica y productiva, la pena de muerte. Parecería que para esta clase política emergente de trajes costosos y oscuros, de la zona más acomodada del país, es necesario continuar y construir su carrera política mediante el desvío de las angustias populares hacia la inseguridad urbana. De esta manera, su lenguaje de muerte mantiene su encono contra los niños pobres a pesar de que las investigaciones del caso Barrenechea terminaron contando otra historia. En este contexto, lanzan respuestas mágicas sin fundamentos estadísticos, buscan soluciones en horizontes de sicarios en los que no impera otra cosa que la ley del revólver –Colombia posee la tasa de homicidios más alta del continente– y rápidamente se molestan movidos por intereses personales –es un secreto a voces la candidatura de uno de ellos a la Procuración provincial– contra cualquier voz que pretenda mostrarse disidente y que reclame por las mínimas garantías de un régimen democrático. Naturalmente, en su intención narrativa no todas las muertes son igualmente útiles ni llevan en sí el mismo el poder instrumental de revelación. Quizá por eso la cordura no tiene oferta y pocas muy pocas han sido las voces que se han lanzado contra tanta barbarie deshumanizante –Carmen Argibay, María del Carmen Falbo y Daniel Arroyo– a pedir un poco de prudencia y sensatez para empezar a resolver un problema altamente complejo. Es cierto, ya nada funciona como antes y menos aún los mecanismos tradicionales de aplicación de la violencia. Sin embargo, en semejante coyuntura jamás lo resolverán las mágicas modificaciones legislativas a las leyes penales que se reclaman. Con estas propuestas, las nuevas cabezas del populismo punitivo pretenden, por un lado, transformar al sistema penal en una máquina letal contando muertes como cuentan sus billetes, pero sí tendrán más personas y más jóvenes presos. Sin embargo, como en sus palabras sólo suele imperar el oportunismo y el odio, desconocen el decir de Derrida: que cualquier muerte, no sólo la de alguno de sus vecinos, es el fin de un mundo único y por tanto ninguna es en esencia más valiosa que la otra. Por eso se apresuran también a olvidar que no son ni han sido pocos los niños pobres que, superado el hambre, también han muerto violentamente, como el ingeniero Barrenechea. De cualquier manera, como no son ni sus vecinos ni los nuestros y sus voces estarán siempre ausentes aun después de la muerte, jamás llegaremos a conocer sus nombres. ¿Será acaso porque en estos tiempos, en los que impera la sinrazón y la cólera, muchos de nosotros nos dejamos arrastrar enceguecidos por el miedo y comenzamos a sentir que las vidas de esos niños no son dignas de ser vividas y por lo tanto deben ser abandonados por el Estado o a su suerte o a la muerte aleatoria detrás de los muros de una cárcel?
* Defensor general del Departamento San Nicolás. Profesor de Política Criminal y Criminología de la UNR.
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