SOCIEDAD • SUBNOTA
› Por Mariana Carbajal
Yo no voy a ir en el patrullero –recuerda Natividad Obeso que le dijo al mayor Bernardo Ojeda, cuando el oficial le comunicó que había llegado una orden de detención acusándola de terrorista y tenía que trasladarla hasta los tribunales de Cajamarca a declarar. El uniformado, que la apreciaba como tantos en su pueblo, Cajabamba, le permitió viajar en su propia camioneta. Pero custodiada y esposada.
La fiscal que tenía su caso le preguntó tres veces, en la indagatoria, si era terrorista. Tres veces –dice Natividad– ella lo negó. Hasta que la fiscal le susurró algo a un policía que presenciaba la declaración y el uniformado pasó a aconsejarle que aceptara la acusación, que si no la detendrían, la torturarían hasta que lo admitiera. En cambio, así, podría regresar a su casa mientras proseguía la investigación... y podía intentar escapar. “Tuve que decir que sí, que era terrorista. De ahí me llevaron al Departamento de Policía de Cajamarca, donde me informaron que yo había adherido a la Ley del Arrepentimiento, que implicaba una pena menor, pero también la cárcel”, sigue Natividad.
Recorrió en su camioneta las seis horas que separan Cajabamba de Cajamarca.
–Llegué a la madrugada. Cargué las maletas. Tapé la camioneta para que no las vieran. Y esperé hasta las 8 para mandar un fax a la Sociedad Cervecera de Trujillo para avisarle que entregaba la distribuidora por fuerza mayor. Me fui entonces con mis cuatro hijos, en ese tiempo de 11, 9, 6 y 3 años, a Trujillo, una localidad en la costa. Ahí alquilé un departamento y compré todo lo necesario para montar una casa, heladera, camas, mesa. Y dejé ahí a mis hijos con mi mamá.
Cinco años pasaron hasta que pudo volver a abrazarlos, cinco años que vivió en el exilio en Buenos Aires al borde de la locura y la desesperación.
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