SOCIEDAD • SUBNOTA
› Por Adrián Paenza
Dan Ariely fue otro que me impactó en las charlas TED. Nació en Estados Unidos, hizo su carrera en Israel, es investigador en el MIT (Massachusetts Institute of Technology) y se ocupa de diseñar y organizar experimentos con humanos que sirvan para describir parte de nuestras conductas. Por ejemplo, ¿por qué hacemos trampa? ¿Hasta dónde somos capaces de llegar? ¿Qué límites tenemos? ¿Qué las atenúa, o al revés, qué las estimula?
Ariely publicó en febrero del 2008 un análisis de sus hallazgos en un libro que se transformó en best seller mundial: Las trampas del deseo (Predictably Irrational en el original). Lo novedoso en Ariely es su capacidad de elaborar experimentos para medir lo que él sospecha que pasa. Por ejemplo, si uno quiere descubrir en qué condiciones un humano es capaz de hacer trampa, cómo hacer para exponerlo sin necesidad de humillarlo, cómo hacerlo desde un costado científico, que no tiene el condimento de la moral, sino que sólo trata de entender. Por otro lado, la idea es tratar de descubrir cómo somos, o cómo reaccionaríamos frente a determinados estímulos, pero sin estar sujetos a lo que debería ser el resultado, o lo que él espera que sea el resultado.
Suponga que usted está trabajando en su oficina y su mujer lo llama por teléfono y le dice que le hace falta un lápiz y le pide que se lo consiga cuando llega de vuelta a su casa. ¿Usted se lleva uno de los que tiene a su disposición en su lugar de trabajo?
Piense su respuesta antes de seguir leyendo. Ahora sigo yo (o mejor dicho, Ariely). La abrumadora mayoría de las personas dice que sí, que se llevaría el lápiz de la oficina (por las dudas, yo también contesté lo mismo). Ahora bien. Si en lugar de un lápiz, en el lugar de trabajo hubiera una moneda de un peso o un billete de dos pesos, que es lo que supongo que cuesta el lápiz que usted se está por llevar, ¿sacaría la moneda o el billete de la oficina para comprar el mismo lápiz? Es decir, ¿se llevaría el dinero que cuesta el lápiz para ahorrarse de pagarlo?
Aquí, la contestación es distinta. Es abrumadora también, pero en sentido contrario. La gente contesta en general que no, que no se llevaría el dinero. Es decir, quedarse con dinero de otro es robar. En cambio, apropiarse de un lápiz, no. O en todo caso, pareciera que no. Dentro de nuestro grupo de reglas sociales, las que tienen que ver con nuestro comportamiento diario, hacer un poquito de trampa es tolerado. “Un poco, está bien... pero no tanta.” Se puede robar, pero hasta un determinado límite.
Otro ejemplo. Ariely comentó que cuando se produjo el desfalco de Enron, uno de los más grandes de la historia de Estados Unidos, se preguntó: ¿Es posible que haya diez mil personas dedicadas al mal? ¿Se pusieron todos de acuerdo? ¿Todos comparten un mismo objetivo, el de robarle a la gente? Ariely dijo que incluso haciendo un relevamiento de la vida personal de los tres arquitectos de la estafa, los directores principales de la empresa, descubrió que las tres eran personas queridas en la comunidad en donde vivían, generosas en sus obras de caridad e incluso valorados por los vecinos por la forma en la que estaban involucradas en el mejoramiento de la calidad de vida del lugar que habitaban.
Intrigado por el desdoblamiento tan increíble de las personalidades, Ariely diseñó un experimento para ver hasta qué punto uno está dispuesto a trampear. Para eso, escribió un grupo de 20 preguntas de matemática, relativamente simples, que cualquiera podría resolver siempre y cuando le dieran el tiempo suficiente para hacerlo. Las imprimió, las pasó a un grupo de estudiantes y les dijo que tenían cinco minutos.
Al cumplirse los cinco minutos, Ariely recogía las hojas y verificaba la cantidad de problemas que habían sido contestados correctamente y les pagaba un dólar por problema bien hecho. Es decir, a los efectos de lo que los estudiantes sabían, el objetivo era poder determinar cuántas preguntas podrían contestar en cinco minutos. Y la recompensa, o el pago por haber participado del experimento, era un dólar por pregunta bien contestada. Luego de evaluar las respuestas de este grupo de estudiantes, resultaba que en promedio habían contestado correctamente cuatro de las veinte.
Después hizo lo mismo con otro grupo de estudiantes, pero tan pronto como se cumplían los cinco minutos, Ariely les pedía que rompieran la hoja en la que habían resuelto los problemas, de manera tal de que no quedara ninguna evidencia de lo que habían hecho. Inmediatamente, Ariely les mostraba cuáles eran las respuestas correctas a cada pregunta y les pedía que le dijeran cuántas habían contestado bien. Y por supuesto, seguía vigente que les pagaría un dólar por acierto. En este caso, en promedio, la respuesta de los estudiantes era “resolví siete”.
Como no hay (ni había) ninguna razón para imaginar que los estudiantes se habían transformado ni en más capaces ni en más rápidos, es aceptable conjeturar que las personas del segundo grupo estaban haciendo trampa. Es decir, al romper la hoja y que ya no hubiera más evidencia de lo que habían hecho, los estudiantes, en promedio, trampeaban el resultado. Y en lugar de cuatro el número de respuestas correctas ascendía a siete. Con todo, Ariely señaló algo interesante: ¡ningún estudiante de ningún grupo del experimento dijo que había resuelto las veinte!
Lo que se deduce es que la abrumadora mayoría mintió, si, pero sólo “un poquito”. Como si solamente un poquito estuviera permitido. La pregunta entonces es: ¿por qué solamente un poquito? Ariely propone dos posibles explicaciones: por la probabilidad de que a uno lo descubran y porque el dinero en juego no es (era) suficiente, no valía la pena.
Para ver cómo incidía el dinero, modificó el pago por respuesta correcta. Hizo el mismo experimento pagando 10 centavos por pregunta correcta, y luego pasó por 20 centavos, 50 centavos, dos dólares, cinco dólares... Y los resultados fueron muy parecidos. O sea, no parecía que el dinero fuera un factor determinante. Entonces modificó el otro potencial factor, la probabilidad de ser descubierto.
Primero, en lugar de romper la hoja por completo, indicó que la rompieran sólo por la mitad o que salieran de la habitación y se pagaran a sí mismos retirando el dinero de una billetera que contenía 100 dólares. Los resultados no variaron sustancialmente. Es decir, siempre había trampa pero no en forma inaceptable, como habría sido o sería contestar las 20 preguntas. Pero nunca se reducía totalmente.
La pregunta que surgía entonces es: ¿Por qué hacer trampa hasta un determinado nivel y después parar? ¿Por qué parar?
Ariely y sus colaboradores empezaron a sospechar que lo que adquiría importancia es la posibilidad de seguir mirándose al espejo y sentirse relativamente bien con uno mismo, algo así como la posibilidad de seguir pensando de nosotros mismos como buena gente. Es decir, existe un umbral que varía con la persona, hasta el cual uno puede hacer trampa pero aún sentirse bien con uno mismo. ¿Cómo testear ese umbral? ¿Cómo estar seguros de que la conjetura es cierta? Se trataba de diseñar un experimento que hiciera sentir a la gente menos cómoda si trampeaba, para que por lo tanto hiciera menos trampa, pero que también contemplara la posibilidad de hacerlos sentir más cómodos si trampeaban y luego verificar si eso sucedía.
Se les ocurrió hacer lo siguiente: antes de hacerlos contestar las preguntas de matemática, los invitaban a participar en un experimento de memoria. A la mitad se le preguntaba el título de diez libros que hubieran leído en el secundario. A la otra mitad se le preguntaban los diez mandamientos. La idea era averiguar si habría diferencias entre los dos grupos. ¿Cómo reaccionaría el segundo grupo, el que tenía que recordar los mandamientos, respecto de hacer trampa comparado con el primero? Ariely se ocupó en señalar que le parecía muy difícil que la gente pudiera recordar los mandamientos, salvo que fueran muy religiosas. A la persona común, los mandamientos nos resultan virtualmente imposibles de reproducir.
Con este grupo de estudiantes sucedieron dos cosas para destacar: el número de mandamientos que recordaban no tenía ninguna conexión con cómo contestaban los problemas de matemática, pero el nivel de trampa disminuía radicalmente y en algunos casos desaparecía totalmente.
Es decir, independientemente del número de mandamientos que pudieran recordar, ese grupo ¡hacía menos trampa en sus respuestas!
Ariely averiguó también cuán religiosos eran los participantes y concluyó que eso no incidía en la prueba: ni los más religiosos hicieron menos trampa ni los menos religiosos, más. La trampa virtualmente desapareció de ese grupo. Bastó que uno apelara a la moral para que eso fuera suficiente para cambiar la actitud.
Para quitar a los mandamientos del medio (si es que esto le causó o causa algún respingo), Ariely les propuso adherir al código de honor de la institución en la que estaba haciendo el experimento (en el caso del MIT, por ejemplo, no existe ningún código). Los estudiantes que participaron del experimento firmaron que cada uno de ellos sabía que había un código de honor en el establecimiento y que estaban dispuestos a cumplirlo. Este grupo contestó como pudo las preguntas de matemática que le dieron, rompió la hoja como le habían propuesto, pero no hizo trampa. Recordarle a la gente inmediatamente antes de hacer la prueba de la existencia del código de honor es más que suficiente para cambiar su conducta.
Por supuesto, no pretendo con este artículo sacar una conclusión general sobre nuestras conductas. En todo caso, valdría la pena conocer un poco mejor cómo somos. Ariely y su grupo van y fueron mucho más allá de lo que yo puedo incluir en esta nota, pero ciertamente sus experimentos ponen en evidencia cuán diferente somos de lo que creemos que somos. Y cuán lejos estamos aún, como sociedad, de respetarnos más, de ser más solidarios, de ser más generosos, y eso tiene que ver también, aunque no lo parezca, con pagar los impuestos, evitar la coima o en general... no trampear.
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