SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Jorge Volpi *
La reacción ante la epidemia de gripe A H1N1 es la consecuencia extrema de la racionalidad fraguada en el año 2001 a partir de dos acontecimientos paralelos: la secuenciación del genoma humano, anunciada el 26 de junio, y los atentados terroristas del 11 de septiembre. A la distancia, la coincidencia resulta ominosa: si el primer borrador del genoma, revelado por el presidente Clinton y el primer ministro Blair, se presentaba como prueba de nuestra capacidad de adentrarnos en la naturaleza humana –y como culminación de la nueva era de libertad provocada por el derrumbe del imperio soviético–, la caída de las Torres Gemelas volvió a sumirnos en una época oscura, dominada por la incertidumbre y el miedo.
Convertido en emblema de nuestra inteligencia –y de nuestra soberbia–, el Proyecto Genoma Humano nos dibujó como dioses en miniatura que podían conocer y alterar su esencia biológica, y a la vez nos alertó sobre los peligros que nos aguardaban: la manipulación genética, los alimentos transgénicos y las nuevas enfermedades.
Menos de tres meses después, los atentados del 11-S destruyeron aquel espejismo sin que desapareciera el lenguaje empleado por los biólogos. Aunque George W. Bush preservó la lógica del pasado con su “guerra contra el terror”, los expertos y los medios apenas tardaron en comparar a Al Qaida con una epidemia y a Bin Laden como un virus. En efecto, por primera vez la batalla no se dirigía contra un Estado, sino contra una especie de patología global incubada en el mundo islámico pero cuyos agentes podían encontrarse en cualquier parte. La guerra de Bush operó en dos niveles: uno casi prehistórico, representado por las invasiones militares de Afganistán e Irak; y otro de una naturaleza quirúrgica, que consistió en identificar a los individuos subversivos –las “células dormidas”– a través de medios que escapaban a la legalidad. Aunque sólo unos meses atrás se había comprobado que todos los humanos compartimos el mismo material genético, los terroristas perdieron esta condición, lo cual permitió que fuesen perseguidos sin frenos jurídicos. Si bien otras democracias han practicado la tortura, era la primera vez que una de ellas se atrevía a defenderla en público. Totalitarios o cínicos, los argumentos de John Woo o de Alberto Gonzales formaban parte de esta lógica clínica: un oncólogo no se ruboriza al anunciar a su paciente que le extirpará un cáncer. Más que como policía global, Estados Unidos actuaba como el médico del planeta: los agentes patógenos debían ser extirpados para impedir que continuaran infectando a la sociedad.
La imagen de los prisioneros de Guantánamo, esposados de manos y piernas, con sus monos color naranja y sus mascarillas, no resulta muy diferente de la que muestra a los pasajeros mexicanos retenidos en China a consecuencia del A H1N1: seres desprovistos de derechos, aislados del mundo por su virulencia.
En este sentido, la doctrina Bush es quizás el ejemplo máximo de esta fiebre epidemiológica: la convicción de que es válido atacar a una nación por su peligrosidad y no a consecuencia de un hecho concreto procede de la convicción de que es mejor prevenir las enfermedades que curarlas. Debemos a Richard Dawkins la metáfora que liga a las ideas con los virus. Unas y otros se comportan de manera semejante: intentan infectar el mayor número de células o mentes. A lo largo de la historia, el miedo ha demostrado ser una de las ideas –de los memes– con mayor capacidad de adaptación: de ahí su potencial epidémico.
A partir del 2001, el virus del miedo ha mutado en dos variantes principales, que acaso pertenezcan a una sola familia: el miedo a las infecciones, sean provocadas por agentes biológicos o terroristas (o, en el caso mexicano, narcotraficantes). Y lo peor es que cualquiera –el vecino, pero en especial el extranjero, el desconocido, el alien– puede encuadrar en esta categoría.
La desconfianza se multiplica: el peligro que representan tanto el terrorista como el infectado permanece oculto, de ahí la necesidad de vigilarlos, interrogarlos, escudriñarlos hasta el límite. Como ya advertía Foucault, el biopoder se vale de la antigua retórica de la salvación: estas medidas son imprescindibles para proteger tu salud, somos la primera línea de batalla a favor de la humanidad.
La “influenza mexicana”, como se le denomina ya en muchas partes, ha catalizado estos temores: tantos años de anunciar epidemias, y por fin aparece una digna de ese nombre (el SARS fue la anterior). ¿Qué mayor peligro que un virus desconocido que, según las primeras y erráticas cifras, ha matado a 150 personas en una semana? No puede decirse que la reacción del gobierno mexicano en los primeros días fuese exagerada: ante la ausencia de datos, había que actuar con prontitud. Se cerraron escuelas y poco después se paralizó el país. Como hubiera recomendado cualquier médico de pueblo, frente a la gripe nada mejor que el reposo absoluto.
Mientras los expertos trabajaban para contar con datos más precisos, la alarma mexicana disparó la paranoia mundial. Se cancelaron vuelos, se sucedieron declaraciones escandalosas, el virus del miedo se mezcló con el del racismo. El enemigo dejó de ser, por unos días, el árabe de piel oscura y pasó a ser el mexicano de piel oscura. Apenas sorprende esta derivación de la lógica sanitaria de nuestro tiempo.
Aún es pronto para decirlo, pero todo indica que nos encontramos frente a una pandemia de gripe A H1N1 que no parece mucho más grave que la pandemia de gripe común (el medio centenar de muertos en México se debería, en tal caso, a la ignorancia frente al nuevo virus). Ello no quiere decir que haya que eliminar la prevención, pero sí que es necesario extirpar el virus del miedo –y sus mutaciones– de manera rápida y eficiente. “Volver a la normalidad”, como dicen las autoridades, es ya imposible, o acaso esta frase significa volver al miedo latente que nos atenaza desde el 2001. Pero al menos deberíamos observar la situación con distancia, exigir una información diversa y rigurosa, y alentar la voluntad crítica frente a ésta y cualquier otra epidemia: el único remedio conocido frente a la intolerancia y los prejuicios.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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