SOCIEDAD • SUBNOTA
La fachada de “la casa de Hilda” sigue igual a cuando ella y su familia la habitaban y compartían con amigos, vecinos o conocidos que aceptaban el ofrecimiento de un lugar en la mesa, una cama improvisada o simplemente un espacio donde reposar, donde estar a salvo que la mujer les hacía. Es la fachada, pero también los pisos, los marcos y las puertas; la mesada de la cocina y los baños sencillos los que mantienen “los detalles de mi mamá. Aparece la mano de mi vieja en todo”, indica Patricia, antes de perderse en la nostalgia. Está sentada sobre la mesa de madera de la cocina, en medio de sus dos hermanas, Mariana y Gabriela, como cuando eran chicas. “En nuestros recuerdos siempre hay gente que no era de la familia, pero que vivía acá. Siempre fue una casa de puertas abiertas. Mi mamá siempre gustó de recibir a cualquiera que necesitara de una mano”, agrega y parece que tuviera ahí, al alcance de la mano los ejemplos, que trae a la charla sin esfuerzos. “Fleteros que venían a dejar algo y se quedaban a comer; vecinos a los que se les
inundaba la casa; amigos perseguidos por la dictadura que hacían escala acá antes de seguir escapando”. La decisión de ofrecerla para el Centro surgió un tiempo después de fallecida Hilda, en 2007. “Lo que sabíamos era que no la queríamos vender”. Mauricio, el marido de Hilda, fue el que supo del Centro Ana Frank “y nos encantó, porque se parece mucho a lo que siempre ejerció mi mamá como ley de vida”.
Informe: A. B.
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