SOCIEDAD • SUBNOTA
La literatura siempre las tuvo en cuenta. Swann, el aristocrático mundano admirado por Marcel en En busca del tiempo perdido, encuentra el amor físico y llega, finalmente, a Odette de Crécy gracias a las orquídeas que ella carga en su escote: por apreciarlas, por olerlas, entre ambos se produce la escena del amor; en adelante, para referirse a su pasión dirán “hacer cattleya”, que no es otra cosa que el nombre de las orquídeas más populares y fáciles de hallar, siempre que se trate de productos de invernadero.
Tienen un lugar estelar en la obra de James Hadley Chase, que las homenajeó ya desde el título en No hay orquídeas para Miss Blandish y en La carne de la orquídea; constituían las mascotas por excelencia de Nero Wolfe, el detective gordo y cervecero de Rex Stout. Eran, además, como el mismísimo aire para uno de los sospechosos más intensos de Raymond Chandler: el viejo poderoso y achacoso de El sueño eterno, que está en silla de ruedas y recibe a Marlowe en un invernadero de orquídeas. A Marlowe le dieron asco, a Chandler no le gustaban mucho. “Son asquerosas –-rezuma el detective–. Su tejido es demasiado parecido a la carne de los hombres, y su perfume tiene la podrida dulzura de una prostituta”; “las plantas llenaban el lugar formando un bosque, con feas hojas carnosas y tallos como los dedos de los cadáveres recién lavados”, describe el narrador poco antes.
El cine tampoco las ignoró: pusieron en peligro a Meryl Streep, Nicholas Cage y Chris Cooper en la sofisticada Ladrón de orquídeas, donde ellas no eran sino el objeto de deseo puesto en lugar de la pasión misma. Mucho antes de eso, y también mucho más cerca, pusieron pimienta a la adolescencia de la gran almorzadora nacional, cuando Enrique Serrano hacía creer a una Mirtha Legrand teen (vamos, era 1941) que un admirador secreto la homenajeaba, en Los martes, orquídeas.
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