SOCIEDAD • SUBNOTA › HABLAN VíCTIMAS Y FAMILIARES
› Por Carlos Rodríguez
“En el momento del accidente corrió hacia atrás. La azafata no podía abrir la puerta. Entonces, con mucho esfuerzo, él la ayudó. Tenía un carácter muy fuerte, estaba acostumbrado a manejar gente y organizó la evacuación.” Roberto Grasselli tenía 40 años, era contador, tenía una hija y otro hijo por venir cuando murió en el accidente del avión de Lapa, el martes 31 de agosto de 1999. Su esposa, Patricia, es la que hace el relato, basado en testimonios que recogió entre los que sobrevivieron a la tragedia. “No saben el coraje que tuvo”, repite una y otra vez Guillermo Silvestrini, uno de los que pudieron salir vivos del desastre. En lugar de escapar de una muerte segura, Grasselli miró hacia atrás y decidió que antes de ponerse a salvo, tenía que ayudar a otros. Tuvo mala suerte, porque cuando se decidió a salir, una ráfaga de fuego lo alcanzó. Nada pudieron hacer los médicos: sus pulmones estaban heridos de muerte por el monóxido de carbono. Eso, más las quemaduras que le cubrían el 97 por ciento del cuerpo. Murió a los pocos días y es, tal vez, uno de los mayores símbolos de los familiares de las 65 víctimas del accidente, que hoy sufren, con dolor, el olvido de los medios sobre un juicio oral que ya lleva un año y seis meses de silencio casi total, superado en el rating por otras catástrofes más recientes.
“Comprendí que el cielo y los árboles tienen una importancia enorme. Después de no verlos durante tanto tiempo, salís por fin a la calle y te das cuenta de que estaban ahí.” Marisa Andrea Beiró, sobreviviente, después del accidente estuvo internada hasta el 17 de diciembre de 1999 en la ciudad de Buenos Aires. Luego fue llevada a una clínica de su provincia. Recién en el mes de abril de 2000 pudo pisar las calles nuevamente. Ya la operaron 75 veces y todavía no terminó su recuperación. Junto con seis compañeras había viajado a Buenos Aires para participar de una convención de la firma Helena Rubinstein. Fue la única que regresó a Córdoba. Con su amiga Jacqueline Rico, de 33 años, se sentaron en las filas tres y cuatro. Jacqueline es definida como “una persona maravillosa, nunca triste, nunca callada”. Le decían “Cascabelito” y aseguran que era bellísima. La recuerdan su mamá, Mirtha, y su hija María Antonella, que tenía sólo dos años cuando ocurrió la tragedia.
Stéphane Fey decía que era “un francés nacido en Córdoba”. María Miranda, su novia periodista, compartió con él sus últimos diez meses de vida. Stéphane conoció la provincia y se olvidó para siempre de su país. Se hizo hincha de Belgrano y de Boca. Hablaba “un francés con tonada cordobesa, o un cordobés afrancesado”. Era ingeniero en telecomunicaciones recibido en una universidad de París y de joven había acompañado durante seis meses a su padre, que era piloto de Air France, cumpliendo el rol de comisario de abordo. “Conocía todo el mundo, pero había elegido este país para vivir. Quería ser argentino y amaba Córdoba.”.
“Es muy difícil entender el dolor del otro. Perder un hijo, un padre, la novia con la cual pensabas pasar el resto de tu vida, son dolores muy profundos. Yo perdí mi integridad física, me faltan los pies y la mano (derecha) con la que escribía, con la que hacía todo. Yo desarmaba lo que se me cruzara, desde la agenda electrónica hasta la instalación eléctrica de mi casa, arreglaba el jardín.” Benjamín Buteler es un hombre muy alto, más de dos metros, y camina como si flotara. Si uno mira al suelo, hacia la bocamanga de su pantalón, nota la ausencia de tobillos entre sus piernas y los zapatos ortopédicos. En el vuelo de Lapa perdió a Daniel Damonte, uno de sus mejores amigos. Durante mucho tiempo tuvo que movilizarse en una silla de ruedas a batería, a la que solía llamar su 4X4. Su discurso siempre apunta a la memoria colectiva: “Debemos recordar lo mejor de quienes ya no están. Tratar de que lo ocurrido no haya sido en vano. Más allá de exigir justicia, deberíamos luchar por la seguridad aérea. Eso sería para mí lo más digno”, repite siempre Buteler.
En el libro Lapa 3142 Viaje sin regreso, los familiares de las víctimas y los sobrevivientes reunieron testimonios para que la tragedia no quede en el olvido. Andrea Laura Pérez, de 33 años, es recordada por su madre Ana Almagro, quien habla de los dos besos que le dio a su hija, en su despedida, cuando viajó hacia Buenos Aires, de donde nunca regresó porque fue pasajera del vuelo fatal. “Ella siempre me preguntaba qué iba a hacer yo cuando ella muriera. ‘Yo me voy a morir joven’, me decía Andrea.” Sobre Verónica Salvadores habla su hermano Pablo, quien la señala como “una artista” que había pasado por Bellas Artes y que vivía repartiendo entre amigos y parientes dibujos, pinturas, esculturas. “Me
enamoré apenas la vi. Era hermosísima”, dice Daniel Bojanich de su esposa Griselda Rico, quien murió cuando tenía apenas 25 años y un hijo. De Carla Carolina Franconi, de 26 años, su padre Ismael destaca que su pasión había sido la danza, hasta el punto de llegar a ser alumna regular del Teatro San Martín y becaria del Colón.
Otro de los sobrevivientes, Eduardo Martínez Carranza, dice que su mayor deseo, hoy, es borrar de su mente la fatídica noche del 31 de agosto de 1999. En el accidente sufrió una quebradura expuesta de tibia y peroné. Estuvo cuatro meses para volver a caminar con muletas. “También me quebré el hombro, me quemé las manos y la espalda. Todavía siento el dolor, pero hay cosas que no se ven y también me pasan: duermo pocas horas porque me desvelo.”
María Esther Hereñú confirma que “sobrevivir no fue mejor”. Para salvarse, se tiró del avión en llamas. “Cuando me paré en el pasto, me cayó fuego sobre el pelo. Quise apagarme con las manos. Las apreté contra la pollera. Ardió la pollera, el cancan, las botas.” Llegó a pensar en esos momentos que todos iban a ser “un montón de cenizas mezcladas, un montón de NN”. Ya tuvo 70 entradas al quirófano.
Y lo peor, tuvo que sufrir el olvido de su novio, que jamás apareció luego de enterarse que ella había sufrido cambios rotundos en su bello cuerpo. “Para no deprimirte, tenés que pensar que tu cuerpo es una camiseta, que lo importante está adentro”, dice que fue el consejo que recibió. Ahora está saliendo, con la ayuda de su psicólogo, Pedro Bilik. Los compiladores del libro dicen que todos, víctimas fatales y sobrevivientes, están reunidos “en el relato de sus padres, de sus hijos, de sus amigos”. Por esa misma razón, todos los que participaron en el trabajo dicen; “No queremos que el caso se olvide”.
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