SOCIEDAD • SUBNOTA › EL PUESTO DE PESCADO FRESCO DE UNA COOPERATIVA
› Por Soledad Vallejos
Desde Villa Gesell
Dice que “manejaba el mar”. Bajo el muelle, entre los pilotes, protegido del sol de media mañana, Jorge agita una mano en dirección al infinito, a las olas, al extremo de ese camino de material en altura desde el que llueve una cascada de hilos de pescar. En un pueblo costero, manejar el mar es velar por el acceso a lo que atesora, explica. “Controlar quién entra, quién sale: tuve la concesión del muelle muchos años. Esas cosas.” Con el tiempo la dejó de lado. Ahora, hoy, Jorge, el pescador que vivió en la ciudad los últimos 63 de sus 65 años, es el alma pater de uno de los puntos más concurridos en las mañanas playeras: el puesto de venta de pescado fresco de la Cooperativa de Pescadores Artesanales de Villa Gesell.
Se está convirtiendo en un clásico, quienes pasan lo saben: se trata de todo menos de una especie de feria coqueta y de marketing esmerado. Apenas dos, tres mesas armadas con tablones y caballetes, unos diez cajones donde exhibir las piezas robadas al agua antes del amanecer y manos ágiles para limpiar y filetar cada pedido. Eso alcanza y hasta sirve como anuncio. Las personas en traje de baño aparecen sin hacerse esperar, billetera en mano y prestas a elegir un gatuso, una corvina, hasta algún cazón para la comida del día. En verano, más de la mitad del botín de cada día queda en manos de turistas ávidos por comer pesca no congelada, un manjar prácticamente imposible en cualquier ciudad alejada del Atlántico.
Corvinas, gatusos, lenguados, pollos de mar, cazones y hasta un tiburón “Dakota” (“sí, se llaman así”) que hace unas horas nadaban mar adentro duermen, ahora, el sueño de los pescados justos a la sombra del muelle. Jorge los refresca con hielo que acaba de picar mientras otros compañeros de la cooperativa siguen la cadena: uno selecciona; otro demuestra que guantes y delantal no son ociosos, y que para ser filetero hace falta precisión quirúrgica; otro emprolija las piezas limpias en un balde con agua; algún otro prepara un pedido; alguien más orienta a los clientes... “cuarenta familias vivimos todos los días de lo que el mar nos deja”, explica Jorge, y la dimensión familiar no emerge por azar.
Se levantan a las cuatro. A eso de las cinco de la mañana, él y su hijo llegan al muelle. Sergio, que así se llama el retoño robusto que casi trepa a los dos metros de altura contundente con cerca de treinta años, lo acompaña desde hace años. “Se crió en el agua, también. Y llegó un momento en que le dije: o pescás o estudiás. Quiso pescar.” Es el muchacho al lado del balde, el que, mientras languidece la mañana, emprolija las piezas ya filetadas. Con él, entonces, llegan cuando falta para el día. Preparan las redes, arman el bote. “A esa hora no hay nadie en la playa. Entramos cinco y media.” Lo que pase después dependerá de las olas, la correntada, la suerte.
“Hoy cayó un tiburón grande. ¿Ves?”, dice, señalando a unos metros del puesto, y entonces se comprende por qué de un cajón sobresalía algo reconocible: era una aleta real. El animal tenía cien kilos. Ya no. Algunos turistas exquisitos arrasaron con la pieza en cuanto la notaron. Por el tiburón no tan pequeño, ésta está lejos de ser una jornada usual.
“No es fácil sacar un tiburón grande, pasa cuando hay alguna pesca accidentada, digamos. Es que el tiburón ve los peces en la red y se acerca para comer. Muerde y gira. Como los cocodrilos, hace; así puede desgarrar la carne. Este se ve que se acercó, mordió, giró, se enganchó. Ahí quedó.” Podría ser una hazaña, pero no: los pescadores prefieren que no pase. Porque “es bravo. Es peligroso el tiburón. Nunca se sabe”. Más previsibles son estos gatusos que rondan los 25 pesos, esas corvinas de 3 kilos que pueden venderse por 40.
Cuando los veraneantes todavía ni asoman en la ciudad, el bote vuelve con su carga. Arman el puesto, clasifican por especie. Los conocedores llegan primero; los perezosos y descubridores recientes después. Así pasa el verano. En invierno, el trabajo sigue pero “sin el puestito”. La pesca es otra, y la cooperativa provee a frigoríficos de La Plata. Pero ni siquiera entonces Jorge prueba el pescado. “No nos gusta”, dice.
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