SOCIEDAD • SUBNOTA › RELATO DE UN ENFERMERO DE EMERGENCIAS DEL HOSPITAL
› Por Emilio Ruchansky
El bar El Siglo, en la esquina del hospital Maciel, está en regla: cerveza helada, grapamiel a mano, medio y medio, whisky sin mirar la hora. Hay maquinitas para jugar al casino electrónico y en la barra un enfermero corpulento, mayor pero atlético, bebe y soporta las cargadas. “Ojo que saca la jeringa del bolsillo”, lo embroman y él, que cada tanto se da vuelta como para pegar, sonríe con toda su humanidad. Luego reflexiona ante uno, que bebe tinto antes de pasar por el urólogo, sobre las quince muertes reconocidas y ocasionadas por dos enfermeros, uno compañero suyo en el Maciel. “No tenemos que perder la credibilidad en nosotros mismos. Que esto no se convierta en una bola de nieve”, dice. El parroquiano se consuela: “A mi médico lo conozco de años”.
Es mediodía y en el Maciel ya no hay rastros de la guardia policial enviada por las autoridades en este momento –como dijo el presidente José “Pepe” Mujica– de “shock prolongado” que afectará al personal de la salud. El hospital queda a una cuadra de la comisaría primera, en 25 de Mayo 172, en la Ciudad Vieja, y es una institución: se comenzó a construir en 1781, es el primero y principal hospital del país. Ocupa toda una manzana y tiene un paso aéreo que lo conecta con un policlínico en otra manzana que mira al puerto. En 2011 atendió 119.552 consultas, practicó 3950 operaciones y tuvo 7350 internaciones.
Los del bar tienen un consejo para el que va al urólogo: “¡Que no te pinche ninguno!”. Un borrachín se acerca para decir que fue a la “analoguista” y le metieron “el dedo en el culo”. El enfermero no le lleva el apunte. “Mirá las cosas que tengo que escuchar”, farfulla. Al rato, para no ser menos, tira un mal chiste. “Ese motor funciona a inyección”, dice cuando pasa un auto ruidoso. El enfermero ya cumplió turno, está cansado pero animado con su medio y medio blanco, acepta charlar si se preserva su identidad. Advierte que tiene varias décadas trabajando en el Maciel. “El plato del día: morfina”, lo carga otro.
“Cómo es que nadie les dio pelota a esos enfermeros, si eran dos quemados”, dice sobre sus colegas presos, a quienes censura como lo hizo el propio Sindicato de Enfermería y advierte que “no son hechos generalizables”. Todavía no cae que alguien aplique “un cóctel” a un paciente dado de alta, acusación que pesa sobre Marcelo Pereira, su joven colega. “Existe la muerte después de la recuperación y la muerte súbita”, aclara. Y repite un dicho de intramuro: “Vos podés creer en Dios, pero el que te opera es un humano. Si sale mal no te quejás a Dios, le echás la culpa al humano”. Y si no fue un error lo que hizo, balbucea, “es un demente”.
Personalmente, está a favor de la eutanasia. “Consentida, si no, no es eutanasia”, aclara. Su padre, dice, murió de cáncer y los últimos meses de vida fueron devastadores. “Hizo un paro y cuando me enteré fue un alivio, todo ese asunto estaba matando a mi vieja”, recuerda. Luego cuenta cómo ve “pudrirse” a los pacientes añosos. “Queda un corazón latiendo y el resto es una rigidez casi cadavérica, más que ‘casi’. Lo ves descomponerse. Y ves a los hijos, que vienen llorando y te dicen: ‘No quiero ver a mi papá así. Me quiero llevar otro recuerdo...’.”
Ver degradarse a un paciente sin perspectiva, dice, es algo común en el hospital. El enfermero menciona algunos cánceres, como el de laringe o lengua, y detalla cómo un paciente pierde el mentón y se lo reponen, luego los pómulos hasta parte de la nariz. “Pasás y decís ‘uy, qué estás vomitando: ¿mierda?’ y resulta que le está fisturizando el intestino. Convivimos con eso. Con pacientes rígidas que gimen ‘aaay... aaay...’ y eso te va trabajando la cabeza. Es el juramente médico, prolongar lo máximo la vida, pero hay carriles: evitar el dolor. No sos Dios. Entonces le decís al médico que se está pudriendo. ‘Bueno, dale algo’, te dice.”
Esos casos, dice, son los que deberían requerir humanidad: “Pero de parte de los propios familiares”. “Pienso en la madre de alguien que tiene un cáncer de boca y se quiere ir pero no puede decir basta y los familiares no reaccionan. Pienso en los linyeras, en los que no tienen familia y se los tira.” El enfermero concluye que hay que evitar el encarnizamiento. Y al mismo tiempo, agrega, “nadie es Dios”. “A mí nunca se me pasó algo así por la cabeza, matar alguien. Puse cóctel, no te lo voy a negar. Pero el médico ya lo había charlado con los parientes”, suelta.
Su preocupación es que no se pierda la confianza en el sistema médico. “Cuando alguien se opera corre riesgos, todos corremos esos riesgos. Hay que comprender eso. Que por dos locos no vamos a manchar a todos.” “No sé cuánto le va a salir esto al Estado”, dice preocupado. Y acuerda con las palabras de Mujica, quien aseguró: “No podemos transformarlo en una patología nacional. Es lo mismo que los locos de Estados Unidos que entran a una escuela y asesinan, con ese criterio no podríamos llevar a los niños a la escuela”.
Hasta el momento, la única autoridad que reflexionó sobre la salud de enfermeros y médicos de las salas de emergencia fue el presidente. Habló de “revisar” si una persona puede trabajar 30 años en esa área, con la muerte dando vueltas, viendo el dolor permanentemente. “¿Cuáles son las razones interiores? Uno tiene que irse fosilizando para defenderse”, dijo Mujica. El enfermero ya pasó los treinta años atendiendo y ahora vuelve a la barra. “No me jodan que los cago a pinchazos”, advierte, y pide otro medio y medio.
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