SOCIEDAD • SUBNOTA › DOS MIRADAS ANTROPOLOGICAS
› Por Sonia Santoro
Mónica Tarducci, docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de San Martín, y Mariela Pena, doctoranda de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) y becaria del Conicet, vienen estudiando las adopciones desde hace años. En esta entrevista hacen un análisis crítico de la situación actual en el país y del capítulo dedicado a esta temática en el anteproyecto de reforma del Código Civil.
–¿Qué avances encuentran en el capítulo adopción?
–Tiene muchos puntos fuertes, como el respeto por el derecho a la identidad. La reglamentación del derecho a conocer los orígenes, que permite al adoptado acceder a su expediente judicial de la adopción, impide la continuación de prácticas ilegítimas como la sustitución de identidad, que fue algo muy comúnmente practicado en nuestro país. Se ha avanzado también en el sentido de la obligación de los jueces de escuchar al niño/a y de que éste forme parte del juicio de adopción. Y finalmente, hay una marcada amplitud en el marco de las posibilidades de conformación familiar desde el punto de vista de la familia adoptiva, que ya no tiene al matrimonio heterosexual como único referente. Cuando hablamos de adopción en general la pensamos desde el punto de vista de la familia adoptiva, y por lo tanto las facilidades para adoptar son recibidas con alegría. Pero lo que difícilmente se toma en cuenta es que a los niños/as y adolescentes que son dados en adopción no los trajo la cigüeña, si han pasado por instancias judiciales muy probablemente hay otras personas, mujeres, a veces familias, para las cuales la adopción es una ruptura no deseada y definitiva.
–¿Cómo ve a esas familias el anteproyecto?
–Para las familias de origen de los niños que son dados en adopción, el anteproyecto sigue siendo excluyente, de forma desconcertante en un proceso de democratización como el que estamos viviendo. A diferencia de muchas mujeres que deciden dar a sus hijos en adopción, la mayoría de los casos que se judicializan dan cuenta de situaciones complejísimas en las que se encuentran las mujeres que son madres de estos niños, llamadas a veces peyorativamente “progenitoras”. Ellas se encuentran muchas veces en situación de calle o desamparadas debido a un conjunto de factores como violencia sexual, problemas de salud y pobreza extrema. En el anteproyecto, estas mujeres y sus familias, a las cuales se les quita a los niños definitivamente, no son parte del juicio de adopción. Es un punto muy problemático.
–¿Cuáles son a grandes rasgos los principales conflictos hoy en torno de la adopción?
–Uno de los principales conflictos tiene que ver con que la mayoría de los niños que están en instituciones y son o pueden ser dados en adopción no están literalmente “abandonados”. Existe la idea de que habría una especie de “banco de niños” en espera y que las demoras se deben a cuestiones burocráticas, pero de nuestro trabajo de campo y entrevistas a funcionarios administrativos, judiciales y a los llamados “equipos técnicos” de profesionales que trabajan en estos casos desprendemos que la mayoría de los niños, niñas y adolescentes institucionalizados tiene algún familiar que no quiere darlos en adopción. El “abandono” es una declaración judicial, debido a que se considera que sus familiares o referentes afectivos (que casi siempre se hallan en condiciones ligados a la exclusión social) no pueden brindarles un cuidado cotidiano digamos “adecuado”. Esto también es conocido, pero quienes quieren acelerar los plazos argumentan que este tipo de “vínculos” no son suficientes para su bienestar. Estamos de acuerdo, pero la ausencia de alternativas para la crianza no es “culpa” de estas familias (muchas veces mujeres solas) sino de las posibilidades que les brindamos como sociedad.
–¿Cuál es el principal obstáculo para vencer esto?
–El principal obstáculo tiene que ver con la forma rígida en que se suele concebir la familia. Y en ese marco de lo pensable, hay una familia formada a partir de la unión heterosexual y su descendencia, una cuestión que el feminismo y la antropología vienen discutiendo hace décadas. Entonces, cuando pensamos la adopción la pensamos como la introducción de un niño en una familia nueva, con la intención de “imitar” a esta familia que consideramos “natural”, aunque claramente no lo sea. De hecho, la amplia mayoría de los adoptantes toman la decisión a partir de la imposibilidad de reproducirse biológicamente y luego de haber intentado como primera opción tratamientos con tecnologías reproductivas. Incluir a un niño que tiene otros lazos familiares y afectivos no suele ser el ideal que impulsa a quienes quieren adoptar. ¿Y si un niño/ a tiene dos familias? ¿Dos madres? ¿Dos árboles genealógicos para dibujar en el colegio? Esto no está permitido, no podemos ni pensarlo. Una colega experta en temas de familia lo comparaba con el amor romántico y la idea del matrimonio, y decía: “A esas uniones no se les exige que para formar una nueva familia, para amar a alguien haya que olvidar, ‘borrar’, ‘cortar’ con la familia biológica, es decir padres, hermanos, etc., que continúan y se agregan a la familia como abuelos, tíos, etc.”. ¿Por qué un niño para formar parte de una familia adoptiva tiene que dejar para siempre a su madre o abuelos de origen? ¿Esto defiende el interés superior del niño o nuestro interés en defender la forma de familia nos enseñaron desde pequeños?
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