Vie 09.05.2003

SOCIEDAD • SUBNOTA  › OPINION

Un entrevero con códigos

› Por Marta Dillon

Cuentan los iniciados que los primeros swingers fueron marines norteamericanos que quedaron aislados junto a sus esposas en alguna base del Pacífico mientras transcurría la Segunda Guerra Mundial. Probablemente sea un mito, pero es una anécdota que deleita a quienes practican el intercambio de parejas, como si unos cuantos antepasados acostumbrados al rigor de la vida militar les otorgaran un origen ilustre y una buena razón para explicar las muchas reglas que administran este universo privado.
Porque tampoco es cuestión de caer en el libertinaje, de ninguna manera. El intercambio de parejas exige cumplir con códigos estrictos que, muy a pesar de los horrorizados jueces, buscan honrar el matrimonio tal como lo concibe la clase media judeocristiana. ¿Qué mejor para una pareja bien constituida que controlar las libertades y los deseos del otro? ¿Qué mejor forma de control puede haber que abrirle la puerta para ir a jugar, eso sí, bajo la mirada atenta del cónyuge? El swinger no tiene nada que ver con la infidelidad, ese entramado de engaños y transgresiones que hacen a la aventura. Sobre todo porque por más lejos que se vaya, siempre se hará de a dos. Y aunque los primerizos puedan sentir la punzada de los celos en medio del entrevero, sólo se puede pertenecer si se entienden los famosos códigos.
A saber: 1. El intercambio siempre debe producirse en el mismo espacio. La gracia del swinger, insisten los iniciados, está en ver el placer del otro siempre que se reserve para la pareja algún detalle en particular, por ejemplo, buscar los ojos del amado en el momento del éxtasis. 2. Los verdaderos swingers son parejas bien constituidas, si tienen hijos y educación religiosa mucho mejor. De esa manera, se aseguran que todos tengan los mismos intereses, nadie quiere que a cambio de la madre o el padre de sus hijos le entreguen una pareja ocasional. 3. La fogosidad convierte al consorte de la fogosa en un potentado –fogosa, sí, al fin y al cabo todavía rige el patriarcado– ya que lo que uno consiga está directamente relacionado con lo que uno posee. 4. La asepsia toxicológica y la higiene sanitaria son condiciones indispensables para los swingers que se precian de tales. El valor debe ser espiritual y nunca adquirido por sustancias extrañas –salvo una elegante copita de champagne–, y desde ya quedan proscriptos quienes padezcan cualquier enfermedad de transmisión genital, aun cuando los preservativos se consuman en un encuentro swinger como pochoclo en el cine. Las reglas, entonces, son estrictas y la fidelidad es un acuerdo de cada pareja.
El universo swinger se ha ampliado en nuestro país desde los dorados y clandestinos años ‘70, pero nunca tanto como para que cada uno haga lo que quiera. Entonces los osados se reconocían en el bar La Paz igual que los cazadores de utopías, y buscaban refugio en casas particulares. Hoy los boliches en los que las parejas pueden entreverarse con otras, como si la noche los mezclara como a palitos chinos, se anuncian en los diarios y ya se han hecho varias convenciones en las que los códigos no necesitan escribirse. Es que son muchos los que aseguran que, lejos de minar el matrimonio, el intercambio lo fortalece. Les da una cabal idea de lo que significa aquello de, codo a codo, ser mucho más que dos.

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