SOCIEDAD • SUBNOTA
› Por Soledad Vallejos
Las lucecitas rojas, allá, a 200 metros, señalaban prostíbulos. Eran las tres de una madrugada de otoño y Trimarco estaba dentro de un auto, a la vera de una ruta cordobesa. Apretaba fuerte la mano de su acompañante.
Miraba hacia donde chispeaban las luces. Muy de tanto en tanto decía:
–¿Estará mi hija?
Dos días antes había llegado a Bell Ville para acompañar a dos chicas, secuestradas y esclavizadas sexualmente durante años, a quienes juzgaban junto a sus proxenetas. En esa geometría perversa de poder, los explotadores –un policía y su pareja– habían presionado a las chicas para convertirlas en victimarias de otra joven raptada. Si no lo hacían, las matarían; o peor: las volverían a torturar. Ya había sucedido. Entonces, las chicas habían acatado. Y allí estaban: víctimas y victimarias a la vez, en el banquillo de los acusados.
En esos días de comienzo del debate oral, la policía de Bell Ville se acercó discretamente a Trimarco. Le dijeron que había una información de último momento: era posible que Marita estuviera en un prostíbulo a 100 kilómetros de allí. Querían allanar. Prometían hacerlo esa misma noche.
Susana escuchaba en la comisaría del pueblo. La acompañaba Luján Araujo, la periodista porteña que había llegado a Córdoba para cubrir el juicio. Se habían conocido poco antes, cuando Araujo la entrevistó para una revista; a Susana, esa jovencita le había despertado confianza. En los días de Bell Ville, el azar las alojó en el mismo hotel, y a su manera, la madre de Marita había terminado por adoptarla: compartían desayuno, cena, llegaban juntas a la Cámara del Crimen, juntas presenciaban las audiencias. Con los años, Trimarco había aprendido que mejor era andar acompañada.
Cuando escuchó que el allanamiento sobrevendría en las horas siguientes, miró en silencio a la periodista.
–Si querés vamos, Susana –dijo Araujo.
Y allí estaban horas después.
–¿Estará mi hija? –decía de tanto en tanto Trimarco.
A la camioneta de la Policía subían las personas que salían del prostíbulo: un par de hombres, algunas mujeres. Ni rastros de Marita. Minutos después, un comisario se acercó al auto y lo confirmó: allí no estaba.
De regreso, camino al hotel de Bell Ville, Trimarco y Araujo se detuvieron en una estación de servicio para comer una empanada recalentada.
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