SOCIEDAD • SUBNOTA
› Por Soledad Vallejos
Fue uno de los inquilinos más recientes y notables del Instituto. Se nota que, además de recuperar esplendor en su espesor histórico, el trabajo dejó huella en los restauradores porque como quien no quiere la cosa a cada rato alguno vuelve a hablar de él. Dicen “Gil de Castro”, y las anécdotas brotan. Porque la obra lo ameritó, porque arrastró al equipo a una tarea casi detectivesca, llena de hallazgos impensados y decisiones difíciles.
José Gil de Castro, peruano, conocido como “el mulato Gil”, pintó a los próceres de la independencia americana. Suyo es el retrato de José de San Martín ejecutado luego de la batalla de Chacabuco, una obra para la cual el propio militar posó. Ese retrato es único en su tipo: el prócer es narigón, patilludo, tiene el pelo largo, ojazos; no mira soñador a la distancia ni pensando en la historia como en los retratos afrancesados de su vejez. La labor del retratista peruano tenía cierta función propagandística en épocas en que realistas e independentistas guerreaban en el campo de batalla pero también en lo simbólico. Eso quiere decir, también, que cada obra que culminara estaba atada a su tiempo, pero en un sentido profundamente literal. Tanto que lo que llega a la mesa de las restauradoras perfectamente puede ser un cuadro muy distinto al que el artista legó a la posteridad.
“Por eso a veces tenemos que hacer ateneos. Ante ciertas colecciones, particularmente”, dice Laura Malosetti Costa, secretaria de Coordinación Ejecutiva del Instituto.
–¿Qué quiere decir que hacen un ateneo?
–Nos juntamos todos alrededor de una mesa: químicos, historiadores, restauradores. Cada restaurador presenta su cuadro a discutir. Cuenta los problemas que encontró, las preguntas que se hace y cómo piensa resolverlos.
–¿Lo que se hable en un ateneo puede cambiar mucho el enfoque?
–¡Sí! Había un cuadro de Mariana Bini en el que hubo que tomar una decisión importante. Cuando Mariana empezó a trabajar se dio cuenta de que el azul del pantalón salía fácil y que abajo había un pantalón blanco. Dos veces se discutió ese tema: si continuaba la limpieza o lo dejábamos azul. Al final salió un manchón azul muy feo, y también eran blancas las chareteras.
A un lado, en un alto de la tarea de la jornada, Malosetti Costa y Bini acuerdan en que sí: ese cambio modificaba por completo el cuadro.
–A partir de eso, se hicieron diagnósticos por imágenes, hicimos estudios para determinar qué era original. En la estratigrafía salía que había un barniz entre el blanco y ese azul. Eso quiere decir que el pintor lo dio por terminado con el blanco y lo barnizó. Por eso lo cambiamos –recuerda Bini.
Durante unas semanas más, ésa y otras obras de Gil de Castro que pasaron por aquí pueden verse en la muestra Pintor de libertadores (hasta el 29 de noviembre en el Centro Cultural Kirchner).
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