SOCIEDAD
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Cómo superar la paranoia
Por Raúl Zaffaroni *
Llegamos a una situación insólita, donde los políticos se esconden y un sector de la población hace escraches sin mayores distinciones. Considerando que en Buenos Aires es grande el porcentaje que nunca participó en nada, que siempre delegó todo y creyó cualquier disparate al poder de orden (es decir, a Alsogaray, a Cavallo y a sus propagandistas como Neustadt y Hadad), no deja de ser un paso participativo considerable. Reconocerles este carácter no significa celebrar que se empuje a ancianos, por más que hayan sido administradores y partícipes de las políticas económicas de la peor dictadura genocida argentina, sino sólo reconocer la naturaleza de una actividad, sin perjuicio de observar su primitivismo.
También cabe señalar que algunos escraches son simpáticos pero que, como todo medio de protesta, cuando se abusa de su empleo se gasta y pierde eficacia, agotándose la protesta. Es importante protestar, especialmente si sobran los motivos, pero no sólo debe saberse dónde, cómo y contra quién hacerlo, sino que además, la protesta huérfana de un objetivo estratégico de participación orgánica y permanente no sirve de mucho. Cansa pues es reiterativa y luego es fácilmente manipulable por los mismos intereses contra los que se dirige.
Por momentos se tiene la impresión de que los políticos se han desprestigiado y los escrachantes se están agotando, por la misma causa: ninguno cree mucho en las instituciones. ¿Pero cómo los escrachantes pueden canalizar su protesta en las instituciones? Aunque parezca mentira la respuesta está en las mismas instituciones, siendo explicable que la ignoren porque éstas nunca parecen haber preocupado mucho ni a los dirigentes ni a amplios sectores de la sociedad porteña.
La Ciudad cuenta con una Constitución desde 1996 y en ese texto se prevé la participación de los barrios en el gobierno local, con mucha amplitud, mediante la división de la Ciudad en Comunas. La idea es que haya entre veinte y treinta comunas en la Ciudad, de modo que las autoridades barriales se elijan en campañas personales, sin costos políticos. Una campaña electoral entre cien mil habitantes puede hacerse puerta a puerta. El barrio puede organizar sus propios partidos locales y los vecinos coaligarse y ejercer parte del poder gubernativo de la Ciudad, especialmente las funciones de control de servicios y de la conducta de los funcionarios del gobierno central de la Ciudad.
No fue fácil consagrar esto en la Constitución. Hubo sorda oposición de quienes tenían el gobierno o aspiraban a tenerlo, defendiendo la centralización. No se admitió ningún ensayo parlamentarista en la Ciudad. Después de largas discusiones, se logró que se sancionara el sistema de comunas, pero hubo que conceder que su puesta en funcionamiento se demorase cinco años. Pasaron los cinco años y no funcionan. Los partidos tradicionales no las quieren, porque deberían modernizarse y someterse al control de los barrios. Más aún, intentaron en algún momento crear unas pocas comunas, de modo que las campañas electorales fuesen costosas y así mantener el monopolio del gobierno. Ni siquiera eso se sancionó. Se violó la Constitución de la Ciudad para no tener que disputar el poder.
Y ningún barrio manifestó frente a la Legislatura exigiendo su comuna. Nadie accionó ante el Tribunal Superior reclamando su derecho al gobierno barrial ni se hicieron escraches para exigir que se cumpliese la Constitución. Si nadie las defiende, las instituciones terminan en puro papel. Los porteños somos anónimos, no nos conocemos, por eso nos tememos y comenzamos a matarnos. Cuanto más nos ignoremos, más temor nos tendremos y menos posibilidades habrá de coaligarnos para resistir. Pasearán por las calles virreyes con pelucas empolvadas sin necesidad de ejércitos de ocupación, porque nosotros mismos nos encargaremos de matarnos, impulsados por comunicadores y politicastros inescrupulosos. Nadie echará aceite hirviendo contra el invasor: nos quemaremos entre nosotros.
La reconstrucción de nuestra sociedad a partir de las coaliciones para asumir y disputar el poder local, que nos permita conocernos, tener vínculos sociales, es indispensable para superar la paranoia y reconstruir los lazos que desde hace treinta años se vienen aniquilando. Todo reclamo se disuelve y toda forma de protesta se gasta si no se institucionaliza y se convierte en poder eficaz de control y gobierno. Esta no es cuestión de color político o ideologías, sino de actitud frente al poder público. Si lo entendemos como algo personal, escracharemos a personas y vendrán otras muy probablemente peores. Si pretendemos acercarnos al estado de derecho y someternos todos por igual a la ley, debemos empezar a defender las instituciones, pues sin ellas lo único que queda es la democracia plebiscitaria, el grito que aclama ni siquiera al caudillo de turno sino al producto publicitario del momento, y luego, la desilusión del producto que no sirve y el triste sometimiento a la voluntad del Estado.
* Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología U.B.A.
Vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal Presidente de Asociación de Profesores de Derecho Penal de la República Argentina.
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