SOCIEDAD
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Pasantías para la polémica
Por A. D.
Las primeras pasantías surgieron en la década del ’60, destinadas a las empresas locales, para fortalecer el desarrollo de la industria nacional. Las nuevas pasantías, en cambio, reconocen un punto de origen común en el decreto 340 de 1992, que incluyó a los estudiantes secundarios. El decreto las definió como “prácticas laborales de carácter formativo”, “no rentadas”, pero el modelo quedó desvirtuado a lo largo de la década por la combinación de voracidad empresaria con la falta de control de parte de los ámbitos educativos. En este momento, el régimen de pasantías secundarias parece atravesar una encrucijada entre la propuesta académica de convertirse en una invalorable práctica de formación pedagógica para el mundo del trabajo o en la opción más inmediata que encuentran las escuelas medias “para sacar a los pibes de la calle” o “conseguirles un viático para estudiar”.
Nora Schulman, de la Comisión Nacional de Seguimiento de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, recuerda que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) “establece pautas claras: los chicos a partir de los 14 años pueden trabajar, pero el Estado debe garantizar que el trabajo no implique una tarea riesgosa para ellos ni para su salud y que no colisione con la educación”.
Después de un repaso sobre los casos relevados por Página/12 entre los estudiantes que trabajan como repositores en un supermercado, Schulman se queda pensando: “¿Cuándo estudian? ¿Cuánto tiempo les queda libre para hacerlo?”
En este momento, el universo de las pasantías secundarias podría dividirse en dos grandes categorías: las ideales, en ámbitos de formación privados o públicos, con seguimiento de los tutores de las escuelas y control del Estado, y el resto.
Sobre las primeras, aquellas pensadas como “prácticas prelaborales”, Página/12 no encontró ninguna objeción, más bien todo lo contrario. María Rosa Almandoz es la coordinadora del INET, el Instituto Nacional de Educación Tecnológica. “Las prácticas en el ámbito laboral para los estudiantes de las carreras técnicas, por ejemplo, son ideales –dice Almandoz–. Desde el punto de vista técnico, reciben un aporte fundamental e insustituible, en el contacto con tecnología que las escuelas no tienen posibilidad de darles.”
Esa misma sensación tiene Jorge Estefanía, director de la Escuela de Educación Técnica Nº 8 Jorge Newbery, de La Matanza. Cuando le llegan pedidos de las empresas de la zona interesadas en incorporar pasantes, Estefanía valora el plus tecnológico y de capacitación que pueden obtener sus estudiantes. El colegio tiene orientación en aeronáutica y electromecánica. “En general –explica–, las pasantías las hacen los alumnos del último año y lo fundamental es el contacto real con el mundo laboral. Es un aporte invalorable, porque se contactan con la tecnología de punta, que es bastante difícil tener en la escuela.”
En la provincia de Buenos Aires, la Dirección de Educación no hace los convenios con las empresas, como sucede en la Capital. Cada escuela organiza su agenda de contactos, espera propuestas de las empresas o sale a buscarlas. En el Jorge Newbery de La Matanza, antes de que los alumnos empiecen con una pasantía, Estefanía va personalmente o envía a alguien a conocer la empresa. “Nos fijamos cómo es, cómo funciona la seguridad y en muchos casos los desechamos, porque sospechamos que los requieren como mano de obra barata en reemplazo de los empleados o porque no proponen una rotación por sectores, condición para que la práctica sea formativa”, explica. Fuera del campo de clase media, para las escuelas en contacto con la clase media empobrecida o los estudiantes que hacen malabares para seguir con un pie dentro del sistema educativo, las cosas se ponen más duras.
“¿Pero qué quiere que le diga?”, arranca Liliana Primo, tutora de los veinticuatro pasantes de la escuela de Ituzaingó en el supermercado de Flores. “Al menos, me permite sacar a los chicos de la calle.” En Lugano sucede algo parecido. Norma Colombato, directora de la EMEM 4, le pide a este diario que, por favor, anote esto: “¿Sabe qué hacía una de las chicas de la escuela para poder vivir?” Planchaba camisas, de esas que salen de la fábrica y tienen que entrar perfectamente dobladas a las tiendas. “¿Sabe cuánto le pagaban? Dieciséis centavos la camisa. ¿Sabe cuántas tenía que planchar en una semana para poder llevarse treinta pesos?”. En la escuela de Norma no hay pasantías en supermercados sino en los ámbitos más cuidados de los organismos públicos. “¿Sabe lo que significa para una chica de la villa poder atender a sus vecinos del barrio en la sala de primeros auxilios?”, continúa.
A la hora de poner blanco sobre negro, Nora Schulman se resiste a que el Estado deba convalidar estas prácticas sólo porque los chicos o sus familias necesiten dinero. “Lo que habría que pensar es cuando el chico persigue con más interés el viático que le pagan que la idea de una práctica laboral, eso no se llama pasantía: se llama trabajo encubierto.” Según la especialista, el Estado debería garantizar un sistema de becas universales y obligatorias para los chicos de hasta 18 años, una iniciativa incluida en un proyecto de ley con media sanción pero cuya definición se encuentra demorada en Diputados. La beca proyectada ronda entre los 80 y 100 pesos por niño al mes. “Con los que el Estado –dice Schulman– les garantiza la inclusión en la educación y en el sistema de salud.”
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