SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINION
› Por Pedro Lipcovich
Tal vez, por qué no, muy pronto se efectúe una gran concentración cívica para exigir la urgente descontaminación del Riachuelo. En ese hipotético acto, además de hacerse presentes las más altas autoridades nacionales, estarán también los asambleístas que vienen militando contra el riesgo constituido por la instalación de dos plantas productoras de celulosa en Fray Bentos, Uruguay; y, sobre todo, deberían estar representados los cientos de miles de personas que pierden su salud por vivir en las márgenes del Riachuelo-Matanza.
En efecto, lo que se teme llegue a suceder con el río Uruguay es lo que, en gran medida, ya sucede en Buenos Aires y su conurbano: el avasallamiento del medio ambiente por parte de empresas privadas, sostenidas en la debilidad regulatoria del Estado. La preservación ambiental aumenta los costos empresariales y es previsible que, en cuanto asome la posibilidad de alguna acción realmente efectiva, las empresas que desaguan sus tóxicos en el Riachuelo procuren ejercer la misma extorsión implícita que tiene lugar en Uruguay y que –según denuncias recogidas en su momento por Página/12– se ejerció ya en la provincia de Misiones: “O nos quedamos, y seguimos contaminando, o nos vamos y se pierden las fuentes de trabajo”.
Esa aporía puede refutarse en dos niveles: en un nivel básico conviene no olvidar (aunque todo está dispuesto para que se olvide) que el empresario no viene a “dar” trabajo, sino que, para obtener su ganancia, le es imprescindible el trabajador (la recíproca no es cierta, ya que experiencias como la de las fábricas recuperadas muestran que el trabajador puede prescindir del empresario). En un nivel más específico, experiencias como la de la Unión Europea muestran que las regulaciones ambientales, por más que reduzcan la ganancia empresaria, son económicamente viables, siempre y cuando se apliquen a todos los empresarios que se desempeñan en un área determinada. Esto requiere el respaldo de Estados suficientemente libres de prácticas corruptas.
Si hay todavía alguna solución para el conflicto por las plantas de celulosa, ella no provendrá sólo de la sensibilidad de unos jueces radicados en Holanda, sino del desarrollo, en el sur de América latina, de un poder de regulación ambiental que pueda ser efectivo tanto en Misiones como en Fray Bentos como en las desangeladas márgenes del Riachuelo.
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