SOCIEDAD
• SUBNOTA
Los dueños de las casas que volvieron a la fuerza
› Por Alejandra Dandan
“Mucha gente tenía pensado irse, pero las condiciones realmente son otras.” El hombre todavía no terminó ese artículo sobre Punta que estaba leyendo, pero no le importa. Ya está. Ahora cierra el diario y lo enrolla de a poco hasta hacerlo un tubito: listo para tirar, pero todavía no, falta todo ese rato donde hablará de sus viejas vacaciones del otro lado del Plata y también de las de acá, porque ahora ha regresado. Ese largo camino a casa de Luis Guido es una de las cosas que están ocurriendo por aquí, donde los acorralados no sólo han quedado cercados por la devaluación y los problemas de tarjeta. Los de Pinamar se quedaron encerrados por sus casas, las casas de verano que esta vez no fueron alquiladas. Los propietarios que desde hacía años no venían comenzaron a cruzarse con esa tribu de turistas poscorralito que también ha quedado atrapada en estas tierras. Para todos ellos el regreso parece demasiado nuevo, demasiado extraño.
–¿Sabés qué pasa? No es sólo la crisis, es... Es esa incertidumbre, esa sensación que te hace levantar con dolor de estómago.
O estar a los saltos o andar pensando en irse como nunca le había pasado. Cecilia Balduzzi tiene tantas ganas de alejarse del país como ahora mismo de largarse de la playa: “La verdad... Me siento estática”. Le faltan las excursiones, la cabañita, el parque del Retiro o cualquiera de esos paisajes hasta donde la llevaban los Tiempos Compartidos.
–¿Querés que te cuente? En octubre pedíamos 4200 dólares por la casa y esto te puede servir: es el primer año en muchísimos... ¿Cuántos, Patri? ¿Veinte?, que no se alquila alguna quincena de enero.
–¿Y la casa de tu vecina? –le recuerda Patricia con una tosecita.
–Tenés razón. Mi vecina, siempre... ¿Qué serán, 40 años? Siempre alquiló: ahora tiene la casa vacía.
Cecilia vuelve, vuelve a Pinamar y a este costado de playa donde CR se va haciendo Mama Concerts antes de esos páramos de la Frontera donde las 4x4 siguen cabalgando sobre las dunas, eternizando los ronquidos de sus motores que a pesar de todo siguen estando, siguen subiendo, siguen marchando tranquilizadoramente por aquí, aunque sean pocas, tal vez menos que antes.
Cecilia Balduzzi terminó hace poco su licenciatura en Turismo: “¡¡Justo ahora!!”, dice porque ni ella sabe cuándo viajará, como no sabe cuántos dólares le darán finalmente por su casa. Ahora acaba de alquilarla. Por la segunda quincena de enero ganará unos dos mil pesos, una cifra que las amigas comentan con el tono de un remate y que servirá para los gastos de los chicos.
–Y te digo más: la mayor parte de sus amigos, y mirá que son chicos que siguen yendo a colegios de Belgrano, no se fueron este año, uno de sus amigos estaba por irse a Chile y...
Y canceló el viaje como lo canceló ella; los compañeros del Buenos Aires de Tomás, como los chicos de enfrente y como ese señor que corre y corre en la playa con una remera de Miami. Cuando apareció con esa remera, alguien pensó enseguida que era uno de los acorralados, esos personajes que hablan más de las vacaciones perdidas que de las que están transitando estos días. Pero confirmar todas esas suposiciones sobre el hombre, la remera y el destino perdido no era fácil. Había que pararlo en la corrida y hablarle desde el costado a la velocidad de sus pasos: justo ahora tan largos como zancadas.
Finalmente Gregorio Erkekdjian aceptó y se detuvo. Y hasta se acomodó la remera Miami cuando empezó con la charla. Ahora, ahí prolijo, no dice nada de Miami, ni de La Florida ni de Cancún. Lo suyo es un exilio de las tierras gobernadas por reales. Hasta diciembre pensaba en un viajecito a Florianópolis, días después en un viajecito que había perdido y más adelante en una grandísima amiga, dueña de una de esas casas “disponibles” que abundan en Pinamar esta temporada.
–Papá no se animaba a que vayamos en bondi.
Lo dice Lucila Pernisek, otra de las que terminó en esta costa, donde no necesitó los 380 dólares de avión para llegar a Floria. Porque “podíamos irnos con el auto que nos prestaba un papá”, pero no. Las chicas llegaron antes del cambio de año, ese día que abandonaron la fiesta del Náutico.
–¿De dónde?
–Del Náutico, del club de donde somos, en San Isidro.
Bien cerca de las tres amigas se despabila un hombre que estudia sobre el diario los malabares de los esteños para reconquistar a los que no han encontrado aún el modo de cruzar el río. Los últimos días del año para Luis Guido fueron parte de ese clásico que han vivido el tendido de sus vecinos de verano. Este empresario vinculado a la construcción de barrios en el conurbano tiene aquí uno de esos departamentos que hasta ahora se alquilaban sin problemas. Durante todos estos años, Luis alquilaba su departamento de verano. Algunas veces cambiaba de destino, pero la mayor parte del tiempo alternaba entre Bariloche y Punta del Este: “Finalmente me vine, el departamento de acá no se alquilaba”, irá explicando un poco incómodo y otro poco más incómodo por cosas que son difíciles de decir y que no tienen nada que ver con el dólar, la inestabilidad o ese sol rajante de Ramada que le da justo contra los lentes y se desploma contra el teléfono celular que tiene a mano.
Mientras el señor Guido se queda hablando de los “vaivenes no muy simples” que dejó pendientes, a lo lejos se recortan más playas vacías.
–Este año la temporada está menos diez –dice alguien cuando mira las extensiones de arena libre, casi pensando en uno de esos paisajes de marzo. En esa zona la línea de carpas de los balnearios forman patios que a pesar de la hora están despoblados.
Por ahí, está el Pinamar Golf Club, cerca de “ese chalet de tejas coloradas, ese que ¿ves ahí? –dice uno de los lugareños–: el más grande no, el otro, el de Duhalde”. Nadie lo ha visto por aquí, como tampoco han visto a la platea de políticos habituales. O a todos esos que faltan ahora y tienen preocupado al pobre don Tato, masajista del balneario que sólo cuenta entre los presentes, dicen, al embajador colombiano.
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