Dom 18.01.2004
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EL MODELO ECONOMICO NORTEAMERICANO Y LAS LECCIONES PARA EL FUTURO DE ARGENTINA

Cómo leer al Pato Donald

EE. UU. es un caso típico de crecimiento exitoso basado en el mercado. Menos conocido es el importante desarrollo, que en el último siglo, tuvo el Estado norteamericano. Enseñanzas para Argentina.

Por Gustavo Lopetegui *

Es sabido que dentro de los países desarrollados Estados Unidos se caracteriza por una marcada aversión hacia todo tipo de intervención del Estado. Esta actitud de desconfianza del ciudadano, reflejada ya en el legado institucional de los “padres fundadores”, se puede palpar en permanentes manifestaciones de la sociedad y de sus dirigentes: la defensa de la tenencia particular de armas de guerra (y hasta su apología como forma de vida), para evitar entregarle el monopolio de la fuerza al “hermano mayor”; la baja presencia de empresas estatales a lo largo de su historia (a diferencia de los países europeos o Japón); la ausencia de un documento nacional de identidad (que abriría las puertas a la intromisión estatal en la vida privada); el importante rol que cumple la filantropía privada en funciones que son asumidas por el Estado en el resto de los países desarrollados; y, por supuesto, la continua popularidad de medidas tendientes a reducir los impuestos.
Uno de los principales roles del Estado es ser una herramienta en la construcción de una sociedad más equitativa que la que surgiría del libre juego de las fuerzas del mercado. En este sentido, los EE.UU. son consistentes en su sesgo anti-Estado con sus convicciones que otorgan un gran valor al esfuerzo individual, y por ende, a la creación de riqueza más que a la forma en que ésta quede distribuida. En otras palabras, si el precio a pagar por más competencia y más riqueza es menos Estado y una sociedad más inequitativa, los norteamericanos son coherentes al elegir el modelo de país que desean. Del otro lado del Atlántico, los europeos optan por una fórmula que prefiere mayor equidad y acepta una mayor intervención estatal para lograrla a sabiendas de que esto pueden implicar –in extremis– menos riqueza.
Son éstas algunas de las cuestiones de fondo que están en juego a la hora de pensar un modelo de país, ya sea para presentar el “plan sustentable” al FMI o para debatir internamente qué tipo de sociedad queremos ser. Podríamos afirmar que en EE.UU. encontramos un modelo con el mínimo nivel de Estado posible para una sociedad moderna, reconociendo la gran resistencia de esta nación hacia lo estatal. Vale la pena entonces repasar qué ocurrió al respecto durante el siglo XX en el país del Norte.
Mientras la población creció durante cien años a un ritmo del 1,3 por ciento anual, la economía lo hizo a una tasa del 3,3 por ciento, permitiendo un aumento de la renta per cápita del 2 por ciento anual. Este crecimiento hizo posible que la riqueza disponible para cada ciudadano se duplicase casi tres veces a lo largo del siglo, haciendo a cada persona siete veces más rica.
Si bien es ampliamente reconocida esta constancia del crecimiento económico norteamericano no lo es tanto la también persistente expansión del gasto público, que pasó de representar 8 por ciento del PBI en 1900 (el Estado “mínimo” o “gendarme”) a ser alrededor del 40 por ciento de su PBI a fines de siglo.
Esta expansión no se limitó a las políticas del New Deal posteriores a la gran depresión de 1930 sino que había estado presente desde inicios del siglo y continuó hasta finales del mismo: en todas las décadas del siglo XX el gasto público estadounidense subió más que el producto bruto, con la única excepción de los años ‘90 cuando ambas magnitudes aumentaron al mismo ritmo.
Los primeros veinte años vieron crecer el gasto público a un ritmo del 6 por ciento anual, mientras la economía lo hacía al 3 por ciento por año. Durante la década de los años ‘20 disminuye la tasa de expansión del Estado a la mitad (3 por ciento), mientras el crecimiento económico apenas baja unas décimas. A partir de la depresión –y por espacio de 40 años– el ámbito del Estado vuelve a crecer ininterrumpidamente a tasas cercanas al 6 por ciento anual mientras la economía también se aceleraba, pero a un ritmo del 4 por ciento por año. A partir de la década del ‘70 se modera el aumento del gasto público que llega a converger en los ‘90 con el crecimiento de la economía en el 3 por ciento anual. Vale la pena hacer notar que el discurso “reaganista” de disminución del Estado de inicios de los ‘80 fue más propaganda que realidad, ya que en la realidad sólo consolidó una tendencia que venía de 15 años atrás. Por otro lado, durante los doce años del gobierno republicano Reagan-Bush el gobierno federal presentó fuertes deficits (4 por ciento en promedio para el período ‘80-’92), reafirmando una tendencia secular: durante 79 de los 100 años del siglo las cuentas del gobierno federal presentaron déficits, tradición a la que también honra ahora Bush hijo.
De esta manera, con un crecimiento del gasto público de 5 por ciento anual durante 100 años, mientras la economía se expandió exitosamente al 3,3 por ciento anual en el mismo período, en el presente el Estado (en los tres niveles de gobierno: federal, estadual y local) administra el 39 por ciento del producto.
En resumen, paralelamente al crecimiento de la economía impulsado por las fuerzas del mercado, se desarrolló un aparato estatal que administra una fracción muy importante de la riqueza generada. Este proceso fue permanente, no comenzó en los ‘30 ni se desmanteló en los ‘90, y tampoco fue muy diferente del que puede observarse en los países europeos. Si realizáramos el mismo análisis para el resto de las democracias modernas, veríamos un comportamiento muy similar, pero con niveles de intervención estatal aún mayores, tanto en el tamaño del gasto (del orden del 50 por ciento del PBI) como en el tipo de actividades que desempeña el Estado y las regulaciones que establece.

El caso argentino
Ahora bien, comparando el desempeño de nuestro país durante el siglo XX podemos verificar que mientras en EE.UU. los ciudadanos han podido disponer de un crecimiento per cápita del 2 por ciento, los argentinos se han tenido que contentar con sólo el 1,2 por ciento anual. De otro modo: a fin de siglo, los argentinos eran unas 3 veces más ricos que a principios de siglo.
Por otro lado, a inicios del siglo Argentina destinaba 12 por ciento de su riqueza a financiar el Estado y, emulando las “reformas estructurales” en boga, el país fue expandiendo su gasto público con el fin de proveer a sus ciudadanos de los bienes públicos modernos, destinando al efecto 18 por ciento de su PIB en 1950 y 32 por ciento en el 2000.
Se puede afirmar que Argentina, para financiar su Estado, ha utilizado una porción de riqueza similar a la que han destinado al efecto los países desarrollados. Ni ha sido exigua ni es exagerada: el 32 por ciento de gasto público en el año 2000 no aparece muy alejado del 30 por ciento de EE.UU. en 1960 y es menor al 37 por ciento de los países europeos en 1970, años en los que se observan niveles equiparables de riqueza.

¿Plan sustentable?
Vemos entonces que la vía hacia el desarrollo ha sido construida sobre dos rieles infaltables en todos los países llamados “exitosos”: la liberación de las fuerzas del mercado como motor para la innovación, la competencia y por ende, la creación de riqueza, complementadas por un Estado cada vez más presente que –entre otras tareas– intenta equilibrar los resultados del mercado en aras de moldear una sociedad más equitativa.
Este segundo riel (el Estado como garante de la igualdad de oportunidades y de mayor equidad) es el que le ha dado la “sustentabilidad” a los planes de los países que hoy ya pueden reconocerse como desarrollados, incluido, como hemos visto, el país que suele tomarse como paradigma del esfuerzo individual y del mercado. Como no podría habersido de otra manera, la sustentabilidad de cualquier plan de desarrollo en una sociedad donde los habitantes gozan de igualdad política no pudo evitar cuidar a los menos favorecidos intentando nivelar al conjunto generación tras generación.
Obviamente que el tamaño del Estado no garantiza por sí mismo la igualdad de oportunidades y la inclusión social. De ahí que una vez definido su ámbito, la principal “reforma estructural” en el primer mundo sea cómo mejorar la efectividad del gasto, es decir cómo lograr que los fondos destinados se utilicen con la suficiente idoneidad y transparencia de manera de conseguir los objetivos prefijados.
Sería saludable que tuviéramos en cuenta estas enseñanzas a la hora de pensar un “plan sustentable” para Argentina.

* Economista.

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