Ningún cuento chino
› Por Claudio Scaletta
Los datos sobre el desarrollo de la economía china son espectaculares. Desde el inicio del proceso de apertura económica de 1978 el producto mostró un crecimiento acelerado hasta llegar a triplicarse en la última década. El aumento del 9,1 por ciento del PIB registrado en 2003, el más importante desde 1997, fue más del doble que el promedio de las economías desarrolladas. La renta per cápita ya se encuentra en 1090 dólares, todavía baja si se compara con muchos países occidentales, aunque su valor se multiplica cuando se la considera en términos del poder adquisitivo doméstico. Los 53.500 millones de dólares de inversión extranjera directa (IED) recibidos el último año ubican al país al tope del ranking mundial de países receptores, lugar del que en 2002 desplazó a Estados Unidos. Las empresas de capitales extranjeros o mixtos ya suman más de 465 mil. Como consecuencia de su desarrollo industrial y urbano, el país se ha convertido en un importante demandante de commodities, entre ellas los principales productos de exportación de la Argentina (ver aparte).
Además del aporte de la inversión extranjera, la expansión se explica también por el significativo aumento del comercio exterior potenciado por el ingreso del país a la Organización Mundial de Comercio (OMC) y por la tracción de un mercado interno de 1300 millones de consumidores. El efecto combinado de estos tres factores no estaría presente de no haberse producido la transición desde el régimen maoísta, triunfante en la revolución de 1949, hacia la “economía socialista de mercado”. La clase dirigente china parece haber comprendido antes que muchos de sus pares del llamado “socialismo real” la necesidad de una apertura, afirmación fácil ex post, tras la desordenada implosión de la Unión Soviética y sus estados satélites de la Europa del Este.
Fue en diciembre de 1978, 11 años antes de la caída del Muro de Berlín, cuando la III sesión plenaria del XI Comité Central del Partido Comunista Chino estableció “las cuatro modernizaciones”: agrícola, industrial, en ciencia y tecnología y en defensa. Desarrolladas en un proceso gradual, las reformas comenzaron en el agro con el abandono del sistema de cuotas productivas, fuente de hambrunas en los años ‘60, y la autorización para comercializar los excedentes a precio de mercado. El proceso fue acompañado por lentos cambios en los regímenes de tenencia de la tierra.
El segundo gran paso fue el reemplazo del sistema de cupos de importación por un control del comercio exterior a través de aranceles. Los resultados no se hicieron esperar. Mientras que en 1978 se exportaba por 9750 millones de dólares y se importaba por cerca de 10 mil millones, en 2002 se vendieron cerca de 326 mil millones contra importaciones por 295 mil.
La tercera reforma fue la creación de las Zonas Económicas Especiales en las que se habilitaban las relaciones de producción capitalistas. Si bien al principio fueron sólo cuatro, actualmente la red está integrada por una veintena de ciudades. En los primeros años, las firmas extranjeras sólo eran autorizadas a producir para la exportación. Desde principios de los ‘90, el mercado chino fue abierto gradualmente, lo que fue acompañado por un verdadero boom de inversiones. La IED ya suma alrededor de 450.000 millones de dólares, una cifra impresionante incluso para las magnitudes de la nación asiática.
En términos de la apertura capitalista dentro de un Estado que aún conserva muchas características socialistas, la reforma financiera aparece como una de las más delicadas. Según fuentes occidentales, los bancos chinos registran una morosidad cercana al 40 por ciento, proporción nada desdeñable si se considera que en la última década el gobierno inyectó al sistema cerca de 500 mil millones de dólares. Los datos oficiales muestran que sólo los cuatro principales bancos registran créditos impagos equivalentes a 30 mil millones de dólares. Frente a las críticas de muchosanalistas fuera de China, las autoridades locales consideran a los recursos invertidos como un instrumento de desarrollo. Entre los objetivos se cuenta la promoción del crédito en una cultura donde endeudarse está fuera de los valores tradicionales.
La culminación formal de esta “segunda larga marcha” hacia el socialismo de mercado puede identificarse con el ingreso del país a la OMC en diciembre de 2001, a partir de la ronda de Doha y tras 15 años de delicadas negociaciones. Si bien en las últimas dos décadas China aumentó 10 veces su participación en el comercio mundial, el cambio cualitativo del ingreso como socio activo al sistema multilateral, con el acceso a un mercado ampliado en igualdad de condiciones, se tradujo también en una impresionante expansión cuantitativa. Los datos oficiales de los primeros siete meses de 2003 muestran un aumento del comercio exterior del 37,9 por ciento en relación con igual período del año anterior. Sin contar la producción de Hong Kong y Macao, el país ya es el quinto importador mundial y la cuarta economía exportadora detrás de Estados Unidos, Alemania y Japón. La proyección para los próximos veinte años es alcanzar el 30 por ciento del comercio mundial. Además del significativo impulso al comercio y la producción, el ingreso a la OMC indujo también la necesidad de avances para lograr el upgrade tecnológico en sectores como la agricultura a fin de neutralizar los efectos no deseados de la mayor apertura.
La realidad china de hoy es la de un país que experimenta una acelerada industrialización y un “cierre de brecha” con las economías desarrolladas. Como en toda revolución industrial, la transición contiene un proceso de rápida urbanización y la consecuente emergencia de nuevos actores sociales con mayores ingresos y pautas de consumo más sofisticadas. La clase media ya llega a 140 millones de personas, cifra que se proyecta superará los 400 millones en el próximo lustro. Los ricos se calculan entre 30 y 40 millones. El desarrollo industrial y de los servicios, no sólo para la exportación sino también para el abastecimiento del gigantesco mercado interno, se concentra en la franja del litoral marítimo, donde habitan 200 millones de personas y se encuentran las zonas económicas especiales y ciudades como Beijing y Shanghai. Concomitante a la región más rica se encuentra una zona intermedia, con unos 500 millones de habitantes y unas 15 ciudades en proceso de aumentar su nivel de vida. En el resto del país, hacia el oeste, predomina la producción rural y las condiciones de subsistencia. En esta situación se encuentran cerca de 600 millones de personas. La nueva máxima de la clase dirigente china es, parafraseando el viejo lema de la expansión de la frontera estadounidense, marchar hacia el oeste, Go West, para llevar el “progreso” a las regiones menos desarrolladas.
Como consecuencia de su desarrollo acelerado, el país se ha convertido en un importante demandante de commodities. Dado su volumen, esta demanda ha mantenido estables o en alza los precios internacionales no sólo de muchos productos primarios, siderúrgicos y agroindustriales sino también de servicios como los fletes. Por el lado de la oferta, los productos chinos ya no se identifican sólo con el té, la seda y los textiles de baja calidad. Las exportaciones abarcan hoy todos los sectores, desde las commodities agropecuarias, pasando por maquinarias y electrodomésticos, hasta una emergente industria electrónica y de alta tecnología. La industria manufacturera se cuenta entre las de mayor crecimiento. Aunque por ahora su foco es el mercado interno, en 2003, el sector automotor local desplazó a Francia del cuarto lugar mundial en cantidad de unidades producidas.
El crecimiento de la economía mundial sería hoy muy diferente si “el gigante chino continuase en letargo”. Suele afirmarse que el déficit comercial estadounidense refleja su tracción sobre el crecimiento mundial.Si se considera la participación de China en ese déficit, más de un cuarto del total, y sus compras al mundo por alrededor de 300 mil millones de dólares puede concluirse que la “locomotora de la economía global” no es una sola.
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