OPINION
› Por Alberto Müller *
Un pensamiento argentinamente fatalista y un tanto difundido indica que estamos condenados a sufrir crisis económicas cada 6 o 7 años. La secuencia sería marcada por los años 1975-6, 1982, 1989-90, 1995 y 2001-2. Ello implicaría, advierten los agoreros, que deberíamos estar atentos a otro episodio crítico, a desencadenarse en 2007-8.
Existe sin duda regularidad estadística; sin embargo, estas afirmaciones son en esencia falaces. Por método, debemos pensar que el tiempo en economía es unidireccional, y que no hay repeticiones. Cada crisis, de hecho, ha sido distinta, sea en su naturaleza, sea incluso en sus manifestaciones, más allá de algunas reiteraciones parciales. Repasando los indicadores más conocidos, podemos decir que las recesiones fueron de profundidad y duración muy variada. Los niveles de inflación fueron muy diferentes, así como también las situaciones fiscal y externa.
Esta nota pretende aportar una reflexión acerca de la salida de los dos episodios críticos más profundos de los últimos 20 años; esto es, 1989-90 y 2001-2. La tesis es que existen diferencias importantes entre ambas instancias, y que ello puede contribuir a avizorar (ya no a predecir, porque no somos astrólogos) qué nos espera de aquí en adelante.
La crisis de 1989-90 mostró simultáneamente un Estado en bancarrota y un sector externo desguarnecido. Su detonante consistió en “soltar” el tipo de cambio, que se disparó a niveles inéditos, desencadenando un proceso hiperinflacionario nunca visto antes en la Argentina. Al mismo tiempo, el Estado –en quiebra, más allá de una moratoria de hecho en la atención de la deuda pública– debió recurrir en auxilio de un consorcio de empresas privadas, mediante la toma de créditos, cuya verdadera garantía fue la promesa de iniciar con decisión el esperado proceso de “reformas”. En definitiva, un Estado de rodillas, que asumió el papel de recuperar legitimidad frente a una sociedad que lo consideraba responsable principal de los males imperantes.
Conocemos bien cómo siguió la historia: cuando en 1991 se produjo la esperable recomposición de divisas (al costo de una recesión importante en 1989-90), se instauró un régimen de convertibilidad, que cristalizó la noción de que el disciplinamiento estatal era el problema a resolver. El discurso auto-inculpador del Estado y el disciplinamiento social que indujo la hiperinflación hicieron el resto.
En 1995, nadie se preguntó por qué nos tocaba sufrir los efectos de una crisis desencadenada en México, un distante país con el que sólo tenemos una apreciable comunidad en el idioma. A nosotros, nada menos, que habíamos hecho puntillosamente los deberes que el Consenso dictaba desde Washington. Y así llegamos al año 2001: el compromiso fiscal se había tornado crecientemente incumplible, la deuda externa había crecido sin control desde 1991 y los tenedores de fondos líquidos habían decidido que éstos merecían un hogar más seguro. Crisis fiscal terminal, fuga de 20.000 millones de dólares, nueva explosión del endeudamiento, y la inevitable moratoria. Luego de su larga vigencia, a convertibilidad había muerto de su única muerte posible; esto es, violenta.
Ahora bien, la salida esta vez no fue como en 1989. En primer lugar, hubo default fiscal abierto, porque otra cosa no podía haber. En segundo lugar, la crisis no estaba directamente vinculada al sector externo, toda vez que el Banco Central contaba con cerca de 13.000 millones de dólares. En tercer lugar, el desencadenante de la crisis esta vez fue el sector bancario, que tuvo que ser intervenido por el Estado para impedir su derrumbe. En cuarto lugar, había un estado de descontento social que ponía en muy serias dudas la gobernabilidad.
El gobierno de aquel entonces, al principio siguió las recomendaciones de quienes aconsejaban apostar a los mercados (por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional), y tras el intento fracasado de fijar el tipo de cambio a $ 1,40. optó por la flotación. El tipo de cambio se disparó hasta$ 4, y las predicciones apocalípticas lo pronosticaron hasta $ 10. Esta postura, en definitiva similar a la que imperó en 1989-90, auguraba una nueva hiperinflación. Se construía así la opinión de que la Argentina no merecía una moneda propia, y que debía entregar su conducción económica a una suerte de colegiado de sabios de otras tierras. Por si cabían dudas: tres presidentes (sin contar los interinatos) en un único período presidencial.
Pero luego pasó algo de lo que deberíamos aprender. En el segundo trimestre de 2002, se instauró el control de cambios. El Banco Central pudo atajar la corrida cambiaria, sacrificando para ello el 30 por ciento de las reservas. Y a partir de allí, el Gobierno mostró que la salida de la crisis requería que controlara la situación. Así, no aceptó presiones para resolver coactivamente la crisis bancaria, se plantó duramente ante los organismos financieros internacionales, bloqueó las pretensiones tarifarias de las empresas públicas y encaró la quita de una parte sustancial de la deuda externa. El cambio de clima fue notorio, para quienes vivimos esa época. En definitiva, una salida muy diferente a la de 1989-90.
El período de la convertibilidad construyó una suerte de sueño dogmático, por el cual toda la complejidad propia de hacer política para una sociedad moderna quedó subsumida al cumplimiento de un conjunto de criterios simplistas y en apariencia triviales, a los que adhirió buena parte de la dirigencia (y de los economistas), y a los que se plegó además mucha gente, quizá más por miedo que por convicción (recordemos la frase del entonces canciller Di Tella, cuando sostuvo en 1995 que “la economía no resiste una segunda vuelta electoral”). Este dogmatismo estableció límites precisos al entendimiento de lo que estaba ocurriendo, y ofreció explicaciones fáciles para los síntomas de una creciente disfuncionalidad. Los altos niveles de desempleo fueron atribuidos a las expectativas positivas de empleo de la población o alternativamente a las rigideces de las normas laborales. El déficit externo fue imputado a la voluntad prestadora del sistema financiero internacional, encantado con el milagro argentino, y la entrada de capitales se convirtió en el termómetro casi único para medir la salud de la economía. El déficit público fue atribuido a políticos incontinentes. Y la creciente pobreza no tuvo explicación, porque para muchos no la merecía, más allá de la indolencia, supuestamente acrecentada por las precarias redes de salvataje tendidas en aquel entonces.
Esto se cerró en 2001-02, y ello que constituye un hecho indudablemente positivo, aunque a un costo fuera de toda medida razonable. Aprendimos como colectivo social (más allá de que muchos fuéramos individualmente conscientes de la trampa que encerraban la convertibilidad y las “reformas estructurales”) que el deseable crecimiento con equidad no puede ser obra de sofismas y creencias dogmáticas cómodas, que generan consensos fáciles sobre posturas en definitiva inconsistentes. Además, entendimos que no podemos ignorar la suerte de los demás. Y pareciera que de alguna manera, esta conclusión se encuentra en la base del reposicionamiento gubernamental en un conjunto de temas, que se traduce en un renovado activismo estatal. Queda para otra oportunidad el análisis de su contenido y direccionamiento. Pero queremos dejar constancia de que parece haber posibilidades de romper el mito fatalista de la crisis cada 6 años, porque ahora entendemos mucho más, como colectivo social, cómo deben ser las cosas. Por ejemplo, que no hay países exitosos sin estados fuertes.
Cerramos esta nota con un señalamiento en el plano político. Es un tema a discutir si algún protagonista en particular debe llevarse el mérito de la salida de la crisis de 2001-2. Pero resulta cuando menos preocupante que el debate político coyuntural entre el ex ministro de Economía, Roberto Lavagna, y el gobierno actual se lleve por delante la moraleja de esta dura experiencia, al posicionarse el primero en un lugar próximo a quienes defendieron la convertibilidad hasta sus últimas consecuencias. El costo del aprendizaje fue demasiado alto, y es nuestra obligación no perder la oportunidad de entender cómo podemos lograr una sociedad más próspera y justa.
* Profesor titular FCE-UBA. Plan Fénix.
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